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MUNDO

Noviembre, el mes de los recuerdos incómodos

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– Opinión, por Miguel Anaya

Noviembre tiene la cortesía de recordarnos que la historia tiende a repetirse con distintas presentaciones. Es el mes de los aniversarios solemnes, de las revoluciones que terminaron en desfiles, olvidando los motivos que las originaron, y de los héroes que, si vivieran hoy, tendrían un perfil de TikTok explicando su ideología en videos de menos de tres minutos.

El 9 de noviembre de 1989 el mundo celebró la caída del Muro de Berlín, convencido de que la libertad había ganado la partida y de que la humanidad, finalmente, caminaría hacia un futuro luminoso de mercados abiertos y corazones felices. Fue, sin duda, un momento extraordinario: la piedra cayendo, los abrazos, las cámaras.

Sin embargo, como todo lo extraordinario, duró poco. Tres décadas después, los muros regresaron, discretos y modernos. Ya no están hechos de concreto, sino de fake news, algoritmos y clasificaciones migratorias. Son muros que no se ven, pero que funcionan con la precisión de un reloj suizo.

El mundo, por supuesto, siguió celebrando la libertad… aunque ahora bajo términos y condiciones. La globalización nos prometió unirnos, pero nos dividió con más elegancia. Ya no existen los bloques del Este o del Oeste; las izquierdas y las derechas se han mimetizado, y los posicionamientos políticos brillan por su ignorancia.

La sociedad se ha polarizado no por exceso de pensamiento, sino por su ausencia: el ejercicio intelectual se ha convertido en una repetición mecánica de ideas huecas, perfectamente resumibles en reels de sesenta segundos que, si bien suenan interesantes, carecen de los cimientos más elementales del conocimiento.

A la vuelta de la esquina solo quedan usuarios premium y gratuitos: unos pagan por opinar, luciendo su insignia de verificación como si eso los legitimara, y otros reciben torrentes de datos —verdaderos, falsos y todo lo intermedio— mientras consumen dócilmente la publicidad que el algoritmo les sirve con la cortesía de un mayordomo digital.

En México, noviembre tiene su cita anual con la nostalgia: el 20 de noviembre, fecha en que recordamos la Revolución Mexicana, esa epopeya que aún se enseña como si hubiera concluido ayer. Una gesta que nos salvó de quién sabe qué y nos condujo hacia quién sabe dónde.

Cada año, los escolares desfilan disfrazados de Pancho Villa; las autoridades colocan coronas frente a estatuas que miran hacia otro lado, y los discursos repiten, con solemnidad burocrática, palabras que hace tiempo perdieron su filo. Se habla de justicia social mientras cada día se asesina a cientos de personas. La guerra contra el narcotráfico ha sido más cruel que la propia Revolución.

Los ideales de “Sufragio efectivo, no reelección” y “Tierra y libertad” sobreviven maquillados, convertidos en tecnicismos jurídicos para justificar lo injustificable. El pueblo, que antes empuñaba el fusil, ahora sostiene el celular: no lucha, desliza el dedo y espera, pacientemente, que alguien más haga la revolución por él.

Y en otro noviembre, pero de 1963, un disparo en Dallas transformó a John F. Kennedy en símbolo. Su carisma, su juventud y su oratoria habían convertido la política en un espectáculo capaz de inspirar y emocionar. Pero su asesinato marcó algo más profundo: el inicio de una era en la que el poder y la imagen quedaron entrelazados para siempre. Se entendió que la tragedia vende, y entonces dejó de ser solo un final para convertirse también en narrativa, señalada por unos y aprovechada por otros.

El onceavo mes del calendario no es solo un mes: es una metáfora de nuestra memoria selectiva. Celebramos lo que creemos haber conquistado, ignorando que todo regreso empieza con un aniversario. El muro cayó, sí, pero las divisiones siguen.

La Revolución Mexicana triunfó; sin embargo, los ideales revolucionarios siguen esperando su turno en la fila. Kennedy murió, pero el marketing que se posiciona por encima de valores e ideas goza de excelente salud.

En fin, así noviembre. Ya comienza a oler a pavo, ponche y pólvora.

 

 

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