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La verdadera batalla fiscal: Entre el privilegio y la responsabilidad colectiva

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En diciembre de 1773, un grupo de colonos ingleses arrojó cargamentos completos de té al puerto de Boston, hoy Massachusetts, Estados Unidos, en protesta por los impuestos establecidos por la corona británica. El episodio, conocido como el Boston Tea Party, se convirtió en un símbolo de resistencia contra la injusticia de los impuestos reales en ese país.

Aquellos hombres reclamaban que no podía haber impuestos sin representación; que pagar debía ser un acto de ciudadanía, no una forma de servidumbre. Lo que exigían, en esencia, era legitimidad: contribuir sí, pero dentro de un sistema justo y equitativo.

Más de dos siglos después, el debate fiscal sigue siendo un espejo donde cada sociedad proyecta su idea de justicia. En México, sin embargo, ese espejo se ha distorsionado. En los últimos meses, parte del discurso público —alimentado desde ciertas trincheras empresariales y mediáticas— ha intentado instalar la narrativa de que pagar impuestos es un acto injusto o una forma de opresión del Estado sobre el empresario en particular.

No se trata de un debate técnico, sino emocional: la figura del individuo productivo “asediado” por un gobierno que le arrebata lo que es suyo.

A simple vista, el argumento parece convincente. ¿Por qué pagar por trabajar? ¿Por qué un porcentaje del esfuerzo personal debe ir al Estado? Pero detrás de esas preguntas hay una simplificación peligrosa.

En cualquier democracia moderna, los impuestos representan el pacto social materializado: no son un castigo, sino la manera en que los individuos sostienen colectivamente lo que nadie podría financiar por sí mismo —hospitales, escuelas, carreteras, tribunales, seguridad pública, investigación científica—.
No pagar impuestos no significa ser más libre; significa trasladar el costo de esa libertad a otros.

El problema surge cuando quienes más se benefician del sistema son los primeros en deslegitimarlo. La discusión sobre la supuesta “injusticia” del Impuesto Sobre la Renta (ISR) no proviene del trabajador con salario mínimo, sino de voces con enorme poder económico y mediático que confunden interés personal con causa pública.

Bajo el argumento de que el Estado es ineficiente o corrupto, se promueve la idea de que cada quien debería decidir cuánto pagar y en qué condiciones. Pero un sistema basado en la voluntad individual deja de ser sistema: se convierte en un juego de poder donde los más fuertes siempre ganan.

La paradoja es que quienes impulsan esa narrativa suelen tener los medios para aplazar, litigar o negociar sus obligaciones fiscales.

En contraste, la mayoría de los contribuyentes —trabajadores asalariados, profesionales independientes, pequeños empresarios— no tienen esa posibilidad. Cumplen, pagan y cargan con la responsabilidad colectiva de sostener la estructura pública del país.

Resulta profundamente injusto, entonces, escuchar arengas moralistas que afirman que el gobierno “no debería cobrar ISR”, como si se tratara de una afrenta a la libertad. Ese tipo de mensajes no liberan a nadie: solo favorecen a quienes pueden darse el lujo de no cumplir.

La retórica del “contribuyente víctima” no es nueva. A lo largo de la historia, cada vez que el poder económico se siente amenazado por el control democrático, intenta presentarse como perseguido. Pero confundir fiscalización con persecución es un error grave.

Un Estado que cobra impuestos no es autoritario; es un Estado que ejerce soberanía frente al privilegio. En cambio, un Estado que renuncia a cobrar a los poderosos y carga el peso sobre los contribuyentes cautivos se convierte en un Estado profundamente desigual.

Este debate debería llevarnos a reflexionar: ¿por qué pagar impuestos se percibe como sospechoso, mientras evadirlos o cuestionarlos se ve como signo de inteligencia o rebeldía? Quizá porque, durante décadas, el Estado mexicano no ha sabido construir una cultura de reciprocidad.

Muchos ciudadanos no ven los beneficios de sus contribuciones, y ese vacío lo aprovechan quienes buscan minar la confianza pública. Es fácil convencer a alguien de que “no pague” cuando siente que no recibe nada a cambio. Pero la solución no es negar la tributación, sino exigir que el Estado esté a la altura de lo que cobra.

Si queremos un país más justo, el reto no es eliminar impuestos, sino hacerlos más equitativos y transparentes. Que cada ciudadano vea en qué se usan, por qué se pagan y a quién benefician. La transparencia fiscal es nuestra mejor defensa frente a la demagogia. Porque el discurso de que “nadie debe pagar impuestos” no propone libertad, sino anarquía; no impulsa justicia, sino privilegio.

El Boston Tea Party fue una rebelión de ciudadanos sin representación. Hoy, en cambio, quienes cuestionan el cobro de impuestos son corporativos con amplia representación, acceso privilegiado a los tribunales, décadas de condonaciones y la capacidad de litigar indefinidamente sus adeudos.

Por eso lo que presenciamos ahora es distinto: es el intento de algunos de convertir su interés particular en causa colectiva, disfrazando de rebeldía lo que en realidad es resistencia a la rendición de cuentas.

La verdadera revolución fiscal no consiste en dejar de pagar, sino en lograr que pagar valga la pena. Que el ciudadano no tema al fisco, pero tampoco lo desdeñe; que entienda que detrás de cada impuesto hay un hospital abierto, un maestro pagado, una calle iluminada.

Esa es la paradoja de nuestro tiempo: el discurso de libertad fiscal se vuelve más atractivo justo cuando más necesitamos solidaridad. Y mientras se celebra a quienes defienden su derecho a no pagar, se olvida a quienes, con cada deducción de nómina, mantienen de pie a este país.

Al final, la verdadera injusticia no está en el impuesto, sino en el privilegio. Y ningún disfraz de víctima podrá ocultarlo por mucho tiempo.

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