NACIONALES
Con el odio en la boca…y la hipocresía en el paladar
Opinión, por el Dr. Juan Raúl Gutiérrez Zaragoza
A través de un querido amigo llegó a mis manos un artículo de Hermann Bellinghausen, titulado “Con el odio en la boca”, publicado en un medio impreso de circulación diaria. En él ofrece una mirada lúcida y preocupada sobre el deterioro del lenguaje público, la normalización del insulto y la violencia verbal en el espacio político y mediático. Su diagnóstico sobre la vulgarización del discurso, la pérdida del ingenio retórico y el ascenso de la estridencia es certero y necesario.
Sin embargo, su análisis incurre en una omisión significativa que debe señalarse: el odio verbal y la retórica incendiaria no son patrimonio exclusivo de la derecha, como temerariamente afirma.
Si bien es cierto que sectores de la ultraderecha han capitalizado el lenguaje agresivo como forma de propaganda, también desde la izquierda radical se han promovido discursos que deshumanizan al adversario, cancelan el disenso y glorifican la hostilidad como forma de resistencia.
El artículo denuncia con razón la vulgaridad de ciertos noticieros y figuras mediáticas, pero guarda silencio respecto a expresiones igualmente violentas provenientes del extremo opuesto, donde el insulto al “fifí”, “neoliberal” o “conservador” se ha vuelto moneda corriente.
La crítica al deterioro del lenguaje debe ser transversal. No basta con señalar la corrientez de la derecha si se omite la retórica de odio que también se produce en trincheras progresistas. El desprecio por el otro, la descalificación automática y el uso de etiquetas como forma de anulación no distinguen colores políticos. La polarización, como bien señala Bellinghausen, ha alcanzado niveles alarmantes, pero su análisis se desequilibra al no reconocer que la izquierda también ha contribuido a esta escalada verbal.
En tiempos donde el lenguaje construye realidades, es fundamental que la crítica al odio sea imparcial y reconozca que la violencia simbólica puede venir tanto de quienes ostentan el poder como de quienes lo disputan. La ética del discurso exige coherencia: si se condena el insulto, debe hacerse sin excepciones ideológicas. Solo así podremos aspirar a recuperar el diálogo crítico que, como lamenta el autor, parece haber muerto.
Bellinghausen lamenta —con razón— la decadencia del lenguaje público. Extraña los tiempos en que hasta el insulto era un arte, cuando el albur era poesía callejera y la injuria, una filigrana verbal. Pero en su nostalgia por la elegancia perdida, parece olvidar que el odio no es monopolio de la derecha. No, señor: el resentimiento también se viste de rojo, y no precisamente del carmesí romántico, sino del rojo chillón de la consigna que grita más de lo que piensa.
Porque si vamos a hablar de vulgaridad, ¿qué decir de los “fifís”, “neoliberales de clóset”, “traidores a la patria” y demás fauna verbal que brota desde trincheras progresistas? ¿O es que el insulto se vuelve legítimo cuando lo lanza “el pueblo bueno”? ¿Será que la grosería es revolucionaria si viene con boina y no con corbata?
El artículo denuncia la “superioridad moral y de clase” de ciertos presentadores de noticias. Pero qué conveniente olvido del otro extremo: el que cancela, lincha digitalmente y reparte certificados de traición. Como diría George Orwell: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Y ya que hablamos de Orwell, recordemos que en 1984 el lenguaje era manipulado para controlar el pensamiento. Hoy, desde derecha e izquierda, se juega con las palabras como quien juega con cuchillos: se recortan, se afilan, se lanzan. La neolengua no es una distopía lejana: es el trending topic del día.
Bellinghausen cita a Ezra Pound —poeta fascista, pero al menos dueño de una pluma afilada—. Si vamos a citar poetas, recordemos a Octavio Paz, quien advertía que “la palabra es el hombre mismo”. Si eso es cierto, estamos rodeados de hologramas vociferantes que han olvidado que hablar también es pensar.
Y si de ética hablamos, Emmanuel Levinas —a quien el autor menciona de pasada— nos recuerda que el rostro del otro nos interpela y nos obliga. Pero en la política actual, el rostro del otro se pixela, se caricaturiza, se convierte en meme. ¿Y qué ética puede haber en un meme que deshumaniza?
Quizá, como diría Milan Kundera, vivimos en “la insoportable levedad del insulto”, donde la gravedad moral se disuelve en likes y retuits. Y mientras tanto, los extremos se alimentan mutuamente, como dos espejos enfrentados que solo reflejan su propio desprecio.
Hermann tiene razón: el lenguaje se ha empobrecido, el odio se ha normalizado y la ironía se ha perdido. Pero no se equivoque de culpables: el deterioro no es unidireccional. El insulto no tiene ideología, solo intención. Y en esta guerra de palabras, todos —absolutamente todos— tenemos la boca llena de piedras.
Mientras Bellinghausen lamenta la grosería de “los otros” —los de siempre, los de derecha, los de corbata y noticiero—, guarda un silencio sepulcral ante la obscenidad más brutal: la falta de medicamentos para niños con cáncer. Si de vulgaridades hablamos, ¿qué mayor grosería que condenar al desabasto y al olvido a quienes apenas comienzan a vivir?
Se indigna por los adjetivos de un presentador, pero no por la ausencia de insulina, retrovirales o tratamientos oncológicos. Le escandalizan los “hijos de la chingada” en televisión, pero no los padres que deben mendigar salud y justicia para sus hijos. ¿Será que el lenguaje duele más que la enfermedad?
Y mientras tanto, los autoproclamados defensores del pueblo desfilan por palacios que harían sonrojar a Luis XIV; viajan en aviones que juraron no usar; comen en restaurantes antes símbolo de la opulencia que decían combatir, y se rodean de cortesanos que celebran cada contradicción como virtud revolucionaria.
Son, en muchos casos, una copia fiel —y más ruidosa— de aquello que juraron destruir.
Criticar la forma sin mirar el fondo es como quejarse del humo mientras la casa arde. El artículo de Bellinghausen ve el árbol torcido de la derecha, pero ignora el bosque entero donde florecen el odio, el resentimiento, el cinismo y la simulación. Como escribió Antonio Machado: “Es propio de hombres de cabezas medianas embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza.”
Así que sí: el lenguaje importa, pero también importa la coherencia. Y si vamos a hablar de odio, hablemos de todos los que lo siembran —con palabras o con omisiones— desde cualquier trinchera.
Porque el insulto no siempre grita: a veces calla donde más duele.
Con el odio en la boca… y la hipocresía en el paladar.
