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Bloqueos campesinos: ¿Triunfo real o concesión efímera con el agro?

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Los Juegos del Poder, por Gabriel Ibarra Bourjac

En las últimas semanas, tractores y cosechadoras han paralizado carreteras en más de 20 estados, desde Jalisco hasta Chihuahua, exigiendo precios justos, acceso al agua y seguridad en las rutas.

El 28 de noviembre, tras mesas maratónicas en la Secretaría de Gobernación (Segob), se firmó un acuerdo que desbloqueó las vías y prometió subsidios y reformas. ¿Es esto un avance histórico o un paliativo que pospone la crisis estructural del agro?

Analicemos los hilos de esta madeja, entre el humo de los bloqueos y las promesas ministeriales.

Las protestas estallaron con fuerza el 24 de octubre, cuando miles de agricultores del Frente Nacional para el Rescate del Campo (FNRC) cerraron autopistas clave: la Guadalajara-Colima, la federal 15D en Michoacán y hasta la garita Mariposa en Nogales, Sonora.

Los números hablan solos: bloqueos en 36 puntos carreteros, afectando el tránsito de mercancías por más de 10 horas diarias, con pérdidas estimadas en miles de millones de pesos para la industria y el comercio. Los productores, muchos con parcelas de menos de 20 hectáreas, denunciaban un «colapso de rentabilidad»: el precio del maíz blanco cayó a 5,000 pesos por tonelada, por debajo de los costos de producción (fertilizantes, semillas y diésel que se dispararon un 30% anual).

«No es solo maíz; es agua, inseguridad y un TMEC que nos condena a ser tomadores de precios de la Bolsa de Chicago», denunció Baltazar Valdez, líder del FNRC, mientras sus compañeros blindaban tractocamiones contra extorsiones.

El detonante: una cosecha récord global de 425 millones de toneladas que hundió los precios internacionales, y un tipo de cambio fortalecido que encarece importaciones.

En México, 90% del maíz para forraje es importado de EE.UU., pero el blanco –base de nuestra dieta– depende de productores locales que, irónicamente, compiten en desventaja.

La inseguridad agrava el cuadro: en Michoacán y Guerrero, «cobros de piso» por cárteles han cobrado vidas, como la de Bernardo Bravo, líder limonero asesinado recientemente.

COPARMEX, en un comunicado del 30 de octubre, exigió un «acuerdo nacional» que incluya financiamiento accesible y seguridad, alertando de «pérdidas millonarias» por bloqueos que paralizan no solo el campo, sino ciudades enteras.

La respuesta del gobierno de Claudia Sheinbaum fue un pulso negociado a contrarreloj. Tras fallidas mesas en octubre (donde Berdegué ofreció 5,200 pesos y fue rechazado), el 29 de octubre se firmó un pacto parcial: 950 pesos extra por tonelada para 90,000 productores del Bajío, créditos a media tasa con seguro contra sequías y plagas, y la promesa de un «Sistema Mexicano de Ordenamiento del Mercado y Comercialización de Maíz».

Para la cosecha 2025, el precio de referencia subió a 6,050 pesos en estados como Jalisco, Guanajuato y Michoacán –un 25% más que el inicial, pero aún lejos de los 7,200 exigidos.

Segob, con Rosa Icela Rodríguez al frente, instaló tres mesas temáticas: inseguridad en carreteras, Ley de Aguas Nacionales y comercialización. El 28 de noviembre, tras 200 reuniones previas, se concretó el desbloqueo total, con Valdez llamando a «retirar manifestaciones para concluir esta etapa».

Desde mi perspectiva, este acuerdo es un triunfo táctico para los campesinos –demostrando que la presión colectiva funciona–, pero un espejismo estructural. Primero, la temporalidad: los 950 pesos son un subsidio focalizado, no un precio de garantía vinculante, vulnerable a recortes presupuestales en 2026.

Berdegué lo admitió: «Es para el corto plazo; el cambio estructural vendrá en breve». ¿Breve? En el sexenio anterior, promesas similares se diluyeron en burocracia.

¿Por qué esperar? ¿No hay prisa? ¿Y dónde queda la promesa de la presidenta Sheinbaum de lograr la autosuficiencia alimentaria en México? ¿Cómo se va a alcanzar esta meta cuando los apoyos a los productores son mucho menores que sus similares de Canadá y EEUU, amén de la calidad de la tierra, la tecnificación y la abundancia de agua?

Segundo, la politización: Sheinbaum acusó «intereses opositores» detrás de los bloqueos, eco de la narrativa oficial que minimiza la magnitud (solo «2,000 productores», dijo Segob, ignorando el impacto en cadenas de valor).

Tercero, el TMEC acecha: Los productores mexicanos no tienen capacidad para competir con sus similares de EEUU y Canadá; los gringos inundan el país con maíz transgénico barato; sin reforma arancelaria o inversión en semillas nativas, el ciclo se repite.

Económicamente, el impacto es mixto. El GCMA calcula que la rentabilidad nacional cayó del 50% en 2022 al 12% en 2025; este pacto podría elevarla al 20%, pero no compensa la dependencia de importaciones (15 millones de toneladas anuales).

Para transportistas aliados —que exigen escoltas federales—, el acuerdo incluye mesas de seguridad, pero sin fondos concretos; las extorsiones persisten. Socialmente, es un recordatorio de desigualdad rural: el maíz no es commodity; es identidad cultural, base de tortillas y tradiciones indígenas.

Organizaciones como el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) aplauden el desbloqueo, pero advierten: “Sin reforma a la Ley de Aguas, la sequía nos matará antes que los precios”.

En conclusión, estas manifestaciones son como un termómetro de la «Cuarta Transformación» en el campo: avances en diálogo, pero rezagos en soberanía.

Sheinbaum hereda un agro herido por neoliberalismo; sus acuerdos son un paso, pero insuficiente sin un Plan Nacional de Maíz que integre tecnología, mercados locales y justicia climática. Si no, los tractores volverán. El campo no espera eternamente; ni el hambre.


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