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El Nobel que incomoda

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Opinión, por Iván Arrazola

Hay discursos que no buscan convencer ni polemizar, sino dejar constancia de una realidad que ya no puede ocultarse. El mensaje pronunciado en Noruega por Ana Corina Sosa, al recibir en nombre de su madre, María Corina Machado, el Premio Nobel, pertenece a esa categoría. No fue un acto protocolario ni una defensa ideológica, sino la narración sobria de cómo un país fue perdiendo su democracia mientras muchos, dentro y fuera de Venezuela, optaban por relativizar lo que estaba ocurriendo.

La historia que se expuso no es excepcional y, precisamente por eso, resulta inquietante. El deterioro democrático venezolano no comenzó con la ruptura abierta del orden constitucional ni con la cancelación inmediata de elecciones. Inició de manera gradual, envuelto en un discurso que prometía corregir injusticias históricas y devolver el poder al pueblo. Un liderazgo carismático, legitimado en las urnas, avanzó paso a paso hasta concentrar el poder y vaciar de contenido a las instituciones.

El problema no fue únicamente la figura del gobernante, sino la idea —compartida por amplios sectores— de que la voluntad popular podía sustituir al Estado de derecho. Bajo esa lógica, los contrapesos dejaron de verse como garantías democráticas y comenzaron a presentarse como obstáculos. El resultado fue previsible: debilitamiento del Poder Judicial, subordinación de las Fuerzas Armadas, control de los órganos electorales y uso selectivo de la legalidad para justificar abusos.

El régimen comprendió pronto que gobernar no requería eficacia ni resultados, sino control. Los recursos públicos se transformaron en herramientas políticas. La asistencia social dejó de ser un derecho para convertirse en un mecanismo de obediencia. La pobreza, lejos de combatirse, se volvió funcional al poder. Administrar carencias resultó más útil que generar oportunidades, porque permitió condicionar beneficios y reforzar lealtades.

Sin embargo, el daño más profundo no fue económico ni institucional, sino social. La polarización no fue un efecto colateral, sino una estrategia deliberada. Se promovió la división entre ciudadanos, se normalizó el miedo y se erosionó la confianza básica que sostiene cualquier comunidad política. La disidencia fue perseguida, el silencio se convirtió en una forma de supervivencia y el exilio, en la única salida para millones. La democracia no fue derrocada: fue vaciada desde adentro.

Quizá por eso el Premio Nobel provocó incomodidad. Porque rompió el relato que durante años intentó presentar la crisis venezolana como una exageración, una disputa ideológica o un problema interno sin mayores implicaciones regionales. Quienes antes cuestionaban a María Corina Machado con ligereza guardaron silencio.

Otros optaron por refugiarse en el lenguaje diplomático. Desde México, la presidenta Claudia Sheinbaum reiteró el principio de no intervención y la autodeterminación de los pueblos, evitando pronunciarse sobre el fraude electoral y la negativa sistemática del régimen de Nicolás Maduro a cualquier diálogo real con la oposición. Esta postura, presentada como prudente y neutral, omite un elemento central: la soberanía popular en Venezuela ha sido anulada.

La neutralidad, en estos casos, no es inocente. Cuando se coloca en el mismo plano a una dictadura consolidada y a una oposición perseguida, se termina normalizando el abuso. Defender la no intervención sin reconocer la ruptura democrática equivale a aceptar que un régimen autoritario puede perpetuarse sin costo político mientras invoque, de manera formal, la voluntad del pueblo.

La controversia aumentó cuando Machado defendió la necesidad de apoyo internacional. Para algunos sectores, pedir respaldo externo contradice cualquier aspiración democrática o de paz. Sin embargo, esa crítica parte de una ficción: la de un país plenamente soberano y autónomo. Venezuela hace tiempo dejó de serlo. Como señaló Machado, actores extranjeros operan en territorio venezolano con la anuencia del régimen.

El Nobel no premia estrategias ni absuelve contradicciones. Reconoce algo más elemental: la defensa de la democracia como condición previa para cualquier forma de paz. La experiencia venezolana demuestra que la estabilidad sin libertades no es paz, sino imposición. Y que esperar soluciones puramente internas, cuando todos los canales han sido clausurados, equivale a aceptar la perpetuación del autoritarismo.

Por eso este premio incomoda a tantos gobiernos de la región, porque recuerda que el populismo no destruye la democracia de golpe, sino lentamente, presentándose como su salvación. Porque exhibe cómo el discurso del pueblo puede utilizarse para justificar la concentración del poder y la eliminación de derechos. Y porque deja en evidencia a quienes, por cálculo político o afinidad ideológica, prefieren el silencio.

La advertencia que surge desde Venezuela trasciende sus fronteras. Las democracias no mueren solo por ataques externos ni por golpes espectaculares. Mueren cuando sus sociedades toleran la erosión institucional, justifican los abusos y confunden neutralidad con indiferencia.

El Nobel otorgado a María Corina Machado no es únicamente un reconocimiento personal: es una llamada de atención para una región que, una y otra vez, parece olvidar una verdad básica: La libertad no se conserva sola, se defiende o se pierde.


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