OPINIÓN
El discurso también gobierna: El lenguaje del poder y su responsabilidad
A título personal, por Armando Morquecho Camacho
El poder no se ejerce únicamente a través de decisiones, decretos o políticas públicas. También se ejerce —y en ocasiones de manera más profunda— a través del lenguaje. Las palabras con las que una autoridad nombra la realidad no solo la describen: la ordenan, la explican y, en muchos casos, la condicionan. Por ello, el lenguaje del poder nunca es neutro; siempre implica una responsabilidad.
En la vida pública solemos concentrarnos en los resultados: si una política funcionó, si una decisión fue correcta o si una institución respondió como debía. Sin embargo, pocas veces reparamos en la forma en que esas decisiones fueron comunicadas, justificadas o explicadas a la ciudadanía. Ahí es donde el lenguaje adquiere una dimensión política fundamental. Gobernar no es solo hacer; es también decir. Y decir bien.
El lenguaje institucional cumple una función que va más allá de la comunicación básica. Sirve para generar certidumbre, para explicar límites, para reconocer complejidades y, sobre todo, para construir confianza. Cuando el poder se expresa con claridad, el ciudadano entiende mejor el alcance de las decisiones, incluso cuando no está de acuerdo con ellas. Cuando el lenguaje es confuso, excesivo o contradictorio, la distancia entre la autoridad y la sociedad se amplía.
No se trata de exigir discursos impecables ni retóricas brillantes. La responsabilidad del lenguaje público no está en la forma estética, sino en su honestidad. Un lenguaje responsable es aquel que no promete lo que no puede cumplir, que no simplifica en exceso problemas complejos y que no utiliza eufemismos para ocultar decisiones difíciles. La ciudadanía puede tolerar la complejidad; lo que difícilmente tolera es la sensación de ser tratada con ligereza.
Existe una diferencia sustancial entre comunicar para informar y comunicar para persuadir. En la esfera pública, esa frontera debería permanecer siempre clara. Cuando el lenguaje del poder se inclina únicamente hacia la persuasión, corre el riesgo de convertirse en propaganda; cuando se limita a la técnica incomprensible, se vuelve inaccesible. La responsabilidad está en el equilibrio: explicar sin manipular, informar sin saturar, reconocer sin justificar automáticamente.
El problema no es que el lenguaje institucional sea técnico; lo es cuando se vuelve deliberadamente inaccesible. Tampoco es un defecto que sea político; lo es cuando se utiliza para evadir responsabilidades o diluir decisiones. La palabra pública debe servir para acercar al ciudadano a la lógica del Estado, no para levantar un muro entre ambos. En una democracia funcional, el lenguaje es un puente, no una barrera.
Hay decisiones que, por su propia naturaleza, generan inconformidad. Ningún gobierno, institución o autoridad puede aspirar a una aceptación unánime. Pero incluso en esos escenarios, el lenguaje sigue siendo determinante. Explicar por qué se tomó una decisión, cuáles eran las alternativas reales y cuáles los límites existentes no debilita al poder; por el contrario, lo fortalece. La opacidad discursiva, en cambio, alimenta sospechas, rumores y desconfianza.
También es importante reconocer que el lenguaje del poder tiene efectos pedagógicos. A través de él se transmiten valores cívicos, se normalizan prácticas y se define qué es aceptable en la vida pública. Cuando el lenguaje es cuidadoso, fomenta una cultura democrática más madura. Cuando es agresivo, simplista o evasivo, contribuye a la polarización y al desgaste institucional. Las palabras, en política, educan tanto como las leyes.
En un contexto donde la inmediatez domina la conversación pública, existe la tentación de reducir el lenguaje a consignas breves y mensajes contundentes. Sin embargo, la rapidez no siempre es compatible con la responsabilidad. Gobernar implica tomarse el tiempo para explicar, para matizar y para reconocer la complejidad de lo público. No todo cabe en una frase breve, y asumirlo es también una forma de respeto al ciudadano.
La responsabilidad del lenguaje no implica solemnidad permanente ni distancia artificial. Implica coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Cuando el discurso se aleja sistemáticamente de la realidad, el lenguaje pierde su función institucional y se convierte en ruido. En cambio, cuando existe correspondencia entre palabra y acción, incluso los errores pueden ser comprendidos como parte de un proceso humano y perfectible.
En última instancia, el lenguaje del poder refleja la forma en que el Estado concibe a la ciudadanía: como interlocutor o como espectador. Un lenguaje que explica, que reconoce límites y que evita la simplificación excesiva asume que el ciudadano es capaz de comprender. Un lenguaje que oculta o trivializa, en cambio, parte de la desconfianza. Esa diferencia dice mucho más sobre una forma de gobernar que cualquier discurso programático.
La democracia no solo se mide por elecciones o instituciones, sino también por la calidad de la conversación pública. En esa conversación, el poder tiene una responsabilidad mayor, porque sus palabras pesan más y alcanzan más lejos. Cuidar el lenguaje no es un asunto menor ni superficial: es una forma concreta de ejercer el poder con responsabilidad.


