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2024: El año en que todo cambió

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Opinión, por Iván Arrazola //

El año 2024 marca un punto clave para reflexionar sobre la naturaleza del cambio político en México. ¿Estamos frente a un auténtico cambio de régimen, o simplemente presenciamos una nueva concentración de poder, similar a otras tantas que han ocurrido a lo largo de nuestra historia política?

Si hablamos de un cambio de régimen, estamos ante un proceso en el que se establecen nuevas reglas del juego político, diseñadas para atender las demandas de la ciudadanía y mejorar la eficiencia institucional del país. Este tipo de transformación implicaría reformas estructurales en áreas clave, como el fortalecimiento del Estado de derecho, la transparencia gubernamental, y la construcción de un sistema democrático más incluyente y funcional.

En este caso, el cambio no sería meramente simbólico, sino sustancial, con un impacto tangible en la vida diaria de los ciudadanos y en la dinámica del poder político.

Por otro lado, si lo que ocurre es una simple concentración de poder, estaríamos ante un fenómeno que México ha experimentado en múltiples ocasiones: un cambio superficial, disfrazado de transformación, pero que en el fondo perpetúa las prácticas clientelistas y centralistas. Bajo este escenario, las «nuevas reglas» serían diseñadas para beneficiar exclusivamente al grupo político en el poder, consolidando su control sobre las instituciones y restringiendo el espacio para la competencia democrática y la participación ciudadana.

El verdadero desafío radica en determinar si los cambios impulsados hasta ahora tienen el potencial de transformar profundamente las condiciones de un país que demanda con urgencia justicia y servicios públicos más eficientes. La capacidad de estas reformas para responder a las necesidades de la ciudadanía, será el indicador clave para evaluar si el cambio político en curso es sustancial o meramente superficial.

Consideremos un ejemplo: la elección judicial programada para junio de 2025. Uno de los principales desafíos será lograr que la ciudadanía responda al llamado del gobierno y participe en este proceso, votando por los miembros del Poder Judicial. Desde ahora, el panorama se vislumbra complicado, ya que este tipo de elección carece del atractivo de otros procesos electorales, como la elección presidencial, que tradicionalmente movilizan a una mayor parte del electorado.

A esto se suma un obstáculo adicional: las restricciones impuestas al Instituto Nacional Electoral (INE) para organizar esta elección. Estas incluyen limitaciones presupuestales y operativas que afectan directamente su capacidad para garantizar un proceso electoral eficiente, transparente y confiable. Esta situación plantea una paradoja significativa para el gobierno: mientras promueve la idea de democratizar el Poder Judicial, simultáneamente restringe los recursos del organismo encargado de llevar a cabo esta tarea.

Más allá de estos problemas logísticos, surge una pregunta central: ¿logrará la renovación del Poder Judicial cumplir con las expectativas de transformación que la sociedad demanda? Esto incluye cuestiones fundamentales como un acceso más amplio y equitativo a la justicia, la garantía de una justicia pronta y expedita, y la construcción de un sistema judicial menos corrupto y más eficiente.

La elección de jueces por voto popular no solo implica un cambio en los mecanismos de designación, sino también un desafío estructural para un sistema judicial que históricamente ha enfrentado problemas de opacidad, corrupción y desigualdad.

¿Serán estas elecciones un paso hacia un Poder Judicial más transparente y cercano a la ciudadanía, o simplemente una maniobra simbólica que no resuelve los problemas de fondo? La verdadera disyuntiva radica en determinar si la elección de jueces es simplemente un mecanismo diseñado para que las instancias gubernamentales controlen los perfiles que participarán en la contienda

Por otro lado, se han implementado medidas para blindar los programas sociales mediante una reforma constitucional y aumentar el salario mínimo. Sin duda, estas acciones son necesarias para atender problemas apremiantes; sin embargo, surge una pregunta crucial en relación con los programas sociales: ¿la cantidad de recursos destinada a este propósito afecta negativamente a otros sistemas esenciales, como los de educación y salud, que también requieren recursos? Esta situación podría interpretarse como un intento de fortalecer un sistema clientelista más que de garantizar una distribución equilibrada de los recursos.

En cuanto al aumento del salario mínimo, aunque representa un avance necesario para mejorar las condiciones laborales, no necesariamente está acompañado de la certeza de que las decisiones económicas actuales sean las más adecuadas. Factores como los gastos en obras inconclusas y la falta de certidumbre para los socios comerciales plantean riesgos para la estabilidad económica del país. Estas inconsistencias podrían debilitar la confianza en el manejo económico, afectando no solo a los trabajadores, sino también a la inversión y el desarrollo.

Al final, el riesgo latente es que todo cambie, pero todo siga igual. Esta es una realidad común en la política cuando los cambios no son cuidadosamente planificados y responden únicamente a la coyuntura política de un grupo que busca conservar el poder a cualquier costo.

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