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NACIONALES

Agenda de likes, no de causas: La política del bronce y el ruido

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-A título personal, por Armando Morquecho Camacho

Hubo un tiempo en que se luchaba por ideas, se debatía por ideales y se moría por principios. Pienso, por ejemplo, en aquella escena de la Revolución Francesa, cuando Danton, condenado a la guillotina, gritó: “Muéstrale mi cabeza al pueblo, vale la pena”. Esa frase condensaba una época en la que el discurso político era una cuestión de vida o muerte, de transformación real.

Hoy, dos siglos después, en un parque de la Ciudad de México, el escándalo no es por un modelo de país, ni por la injusticia social, ni por el fracaso del Estado en resolver lo esencial. El escándalo son dos estatuas.

Dos pedazos de bronce que, como si fueran columnas del sistema, han logrado dividir opiniones, llenar espacios mediáticos y ocupar la atención de senadores, representantes y una cantidad obscena de usuarios en redes sociales.

Digo esto desde el asombro que me generó ver cómo un acto menor —quitar dos figuras del Che Guevara y Fidel Castro— desató una tormenta digital e ideológica digna de una crisis de Estado. No simpatizo con la alcaldesa. De hecho, me parece que representa justo el tipo de política que vive más del escándalo que de la acción concreta.

Pero en este caso, más allá de sus motivaciones —que pueden ser tan banales como las reacciones que generó—, lo relevante es lo que este episodio revela sobre el estado de nuestra conversación pública.

Ya no se trata de lo que se dice, sino de lo que más ruido genera. Ya no se trata de lo que urge resolver, sino de lo que más polariza. En algún momento de los últimos diez años, la política dejó de ser una herramienta para transformar la vida pública y se convirtió en un ring de espectáculo, donde la lógica del trending topic se impuso sobre la lógica del bien común.

Las redes sociales, que prometían democratizar la conversación pública, han terminado por convertir la arena política en una pelea de gallos sin propósito, sin causa y sin pudor. ¿Qué tanto puede importar una estatua en un parque, cuando hay miles de personas que no tienen acceso a educación básica o a servicios de salud decentes? Esa es una de las preguntas que me hice al ver a tantos actores políticos y analistas ocupando su tiempo en esta polémica. Y no encontré respuestas satisfactorias.

Quizá por eso, entre tanta banalidad, me vino a la mente: Andrés Manuel López Obrador. Más allá de simpatías o rechazos, hay algo que no se puede negar: supo leer el momento. Supo ver que la política se estaba vaciando de sentido, que el debate público se estaba convirtiendo en un desfile de frases huecas, en una competencia de ocurrencias y gritos.

Y frente a ese escenario, construyó una narrativa clara y contundente: combatir la pobreza, enfrentar la corrupción y priorizar a los olvidados. Fue una propuesta tan simple como poderosa. Y funcionó. Porque, cuando todo es ruido, el que habla claro y de lo esencial se vuelve faro.

En nuestro contexto se necesitan políticos que, en medio de la cacofonía, logren centrar la conversación en los temas que importan. Eso es liderazgo. Eso es visión. Eso es política, en el sentido más noble del término. Por eso me parece alarmante que hoy, en lugar de seguir esa ruta, estemos inmersos en debates irrelevantes, encapsulados en trincheras ideológicas que no cambian nada, que no construyen nada y que, sobre todo, no resuelven nada.

Preguntémonos con honestidad: ¿cuáles son los verdaderos desafíos de la Ciudad de México, de la alcaldía Cuauhtémoc o de nuestro propio estado, Jalisco? ¿Qué tan prioritario es el bronce frente al hambre, la violencia, la falta de vivienda o la desigualdad estructural? ¿En qué momento decidimos que las estatuas eran más importantes que las personas? Sé que estas preguntas pueden parecer ingenuas o incluso incómodas, pero creo que es necesario formularlas si queremos rescatar algo de cordura en el debate público.

Gobernar —y ser oposición— exige responsabilidad. No todo se vale. No todo es válido por un par de likes o una nota en medios. Y, sobre todo, no todo puede reducirse a una guerra ideológica. Hay momentos en los que el pragmatismo, el enfoque técnico y la voluntad de resolver deben prevalecer sobre las batallas simbólicas. Angela Merkel entendió eso en Alemania. Gobernó con coaliciones diversas, integró visiones opuestas y priorizó lo posible sobre lo deseable. ¿El resultado? Años de estabilidad, crecimiento y cohesión. Esa es una lección que no deberíamos ignorar.

Tal vez mi postura suene antigua, o poco seductora en tiempos de hiperconectividad. Tal vez ya no esté a la moda pensar que lo importante es resolver, y no solo comunicar. Pero sigo creyendo que la política debe estar al servicio de las causas que verdaderamente importan: educación, salud, seguridad, justicia, vivienda, igualdad. Causas que, hoy más que nunca, están siendo desplazadas por debates irrelevantes, por guerras culturales diseñadas para dividir, para distraer y para aplazar lo urgente.

La política mexicana está atrapada en una lógica perversa donde importa más el símbolo que el fondo, más el escándalo que la propuesta, más el tuit que la acción concreta. Y eso nos está llevando, poco a poco, a una parálisis peligrosa. Hemos construido un ecosistema donde lo absurdo manda, y donde las voces que realmente denuncian lo estructural son silenciadas por el algoritmo del escándalo.

Mientras tanto, los problemas siguen ahí, creciendo. Y los únicos que ganan son los que saben manipular el ruido, no los que buscan resolver el caos.

No sé qué será de esas estatuas ni me interesa particularmente su destino. Pero sí sé que, si seguimos dejando que estas polémicas definan el tono y el rumbo del debate público, entonces ya no se tratará de si quitamos una estatua o no, sino de cuántas generaciones más condenaremos al olvido por no haber sabido priorizar lo que de verdad importaba.

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