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¿Cobrar más o mejor? El dilema de la justicia fiscal

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En 1776, Adam Smith publicó su obra: La riqueza de las naciones. En esta, se sentaron las bases de la economía moderna. En uno de sus capítulos menos citados, pero más trascendentes, escribió que los impuestos debían regirse por cuatro principios: equidad, certeza, comodidad y economía.

Esto puede que sea malinterpretado, y que para algunos pueda ser una fórmula para recaudar más, y para otros una fórmula o justificación para recaudar menos, pero detrás de estos 4 principios lo que realmente hay es una reflexión sobre la justicia fiscal que busca equilibrar la idea de la necesidad del Estado de recaudar con la necesidad de que esta recaudación se perciba como legítima.

Esa tensión —entre la necesidad del Estado de financiarse y el deber de hacerlo de forma justa— sigue viva casi 250 años después. En todo el mundo, los gobiernos enfrentan el mismo dilema: ¿cómo cobrar lo necesario sin asfixiar a los contribuyentes?, ¿cómo garantizar que todos aporten sin que algunos carguen más de lo que pueden o deben? En el fondo, la pregunta es moral, no solo técnica: ¿qué es más justo, un Estado que cobra más o uno que cobra mejor?

Por eso, el concepto de la justicia fiscal no depende únicamente del monto que se recauda, ya sea alto o bajo, sino del modo en que se hace. Cobrar más, o en su defecto, cobrar menos no siempre implica justicia; muchas veces, lo que se necesita no son más o menos impuestos, sino mejores impuestos.

Por ende, un sistema tributario justo no es el que extrae la mayor cantidad de recursos o el que condona la mayor cantidad de recursos, sino el que genera confianza, cumple con los principios de proporcionalidad y garantiza que el dinero público regrese en forma de bienestar colectivo.

En ese sentido, los impuestos son el punto donde la economía se cruza con la ética. Cada contribuyente, al pagar, participa de un pacto implícito: sostener al Estado a cambio de que este garantice derechos, orden y oportunidades. Pero ese pacto solo funciona cuando las reglas son claras y el destino de los recursos es transparente. Si el ciudadano percibe que el esfuerzo fiscal no se traduce en bienes públicos, la moral tributaria se erosiona. Y cuando eso ocurre, el Estado se debilita.

Podríamos decir que la justicia fiscal es como una balanza de dos platos. En uno, está el derecho del Estado a cobrar; en el otro, el derecho del ciudadano a no ser gravado de manera arbitraria o excesiva. Si el peso se inclina demasiado hacia alguno de los lados, el equilibrio se rompe.

Un Estado que no puede cobrar lo que le corresponde es un Estado débil; pero uno que cobra sin equidad es un Estado injusto. La clave está en mantener la balanza en equilibrio, y esa tarea exige inteligencia técnica, ética pública y madurez institucional.

Por eso, hablar de justicia fiscal es hablar también de confianza. No hay sistema tributario que funcione si los ciudadanos no creen en la integridad de sus instituciones. La evasión y la elusión no son solo fallas legales, son síntomas de desconfianza. Cuando el contribuyente no se siente parte del proyecto nacional, percibe al fisco como un adversario, no como un mediador del bien común. Por el contrario, cuando hay credibilidad y certeza, el cumplimiento deja de ser una imposición y se convierte en un acto de responsabilidad colectiva.

Durante años, las reformas fiscales en distintos países se han concentrado en aumentar las tasas, crear nuevos gravámenes o endurecer la fiscalización. Pero rara vez se discute cómo lograr que el sistema sea más comprensible, más justo y eficiente; por esto, el verdadero desafío de la justicia fiscal no está en la cantidad, sino en la calidad de los impuestos. No se trata solo de cuánto se cobra, sino de cómo, a quién, para qué y con qué efectos.

Un sistema justo no puede depender únicamente de la capacidad coercitiva del Estado. También debe descansar en la educación tributaria, en la transparencia del gasto y en la percepción de que los impuestos no se diluyen en la ineficiencia. Si el ciudadano ve resultados —carreteras, hospitales, seguridad, educación, programas sociales—, el pago deja de sentirse como una carga y se convierte en una inversión social.

En los últimos años, el debate sobre la justicia fiscal ha comenzado a recuperar su dimensión ética. La noción de que la contribución debe guardar proporción con la capacidad económica de cada ciudadano ha vuelto al centro de la conversación global y ha dado relevancia a otra idea: los ajustes fiscales que buscan fortalecer el gasto social no deben verse como castigos, sino como herramientas para hacer efectivo todo este andamiaje que representa la justicia fiscal.

Quizás la metáfora más precisa para entenderlo sea la de un puente. El sistema fiscal es ese puente que une al ciudadano con el Estado. Si el puente es débil, nadie se atreve a cruzarlo; si es demasiado rígido, se quiebra. Solo cuando el peso está distribuido con justicia, el puente resiste y permite avanzar. En ese sentido, construir justicia fiscal es fortalecer el vínculo entre gobernantes y gobernados, entre la obligación de contribuir y el derecho a exigir.

Al final, la justicia fiscal no es un tema de números, sino de valores. Requiere un Estado que cobre bien, pero también que gaste con responsabilidad; una ciudadanía que cumpla, pero también que confíe. En esa reciprocidad está la verdadera fortaleza institucional.

Un Estado que cobra mejor no solo recauda más, también inspira más, porque demuestra que la justicia no se mide por el monto que exige, sino por el equilibrio que preserva.

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