Connect with us

NACIONALES

Conciencia TV: Un mes de gracia logra la Presidenta Sheinbaum de Donald Trump

Publicado

el

Por Redacción Conciencia Pública //

México libró nuevamente y durante otro mes (hasta inicios de abril) la aplicación de aranceles por parte de Estados Unidos tras una llamada de la presidenta Claudia Sheinbaum con el presidente Donald Trump, donde se refrendaron una serie de acuerdos logrados desde el 03 de febrero.

«Después de hablar con la presidenta Claudia Sheinbaum de México, he acordado que México no estará obligado a pagar aranceles sobre cualquier cosa que caiga bajo el Acuerdo USMCA (T-MEC)», escribió Trump en su red social Truth Social.

«Sostuvimos una buena conversación con el presidente Trump con mucho respeto a nuestra relación y la soberanía», señaló por su parte la presidenta Claudia Sheinbaum en la conferencia mañanera de ayer.

«Continuaremos trabajando juntos, particularmente en temas de migración y seguridad, que incluyen la reducción del cruce ilegal de fentanilo hacia los Estados Unidos, así como de armas hacia México. Como lo menciona el presidente Trump, no se requerirá que México pague aranceles en todos aquellos productos dentro del T-MEC. Este acuerdo es hasta el 2 de abril, cuando Estados Unidos anunciará aranceles recíprocos para todos los países», agregó Sheinbaum Pardo. Los compromisos seguirán vigentes durante todo marzo.

La conductora y analista Nadia Madrigal, nuestro director general Gabriel Ibarra Bourjac y el doctor y colaborador de Conciencia Pública, Iván Arrazola, analizan a fondo este tema durante este episodio de Conciencia TV:

Continuar Leyendo
Click to comment

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

NACIONALES

La disfuncionalidad que viene

Publicado

el

Opinión, por Fernando Núñez //

Las elecciones judiciales, así como la marcha en contra de ellas, fueron un rotundo fracaso. Lo anterior nos dice que la lucha en torno a uno de los Poderes de la Unión es un proyecto –y contraproyecto– de las élites políticas del país, sin interés alguno por parte de la población. La cooptación de los juzgadores es un hecho consumado, y solo se habrá de revertir en un futuro un tanto lejano y después de una considerable e inevitable inestabilidad política.

“Nada es más peligroso que un pueblo que ha renunciado a su derecho a pensar por sí mismo”, afirmaba la estudiosa del totalitarismo político, Hannah Arendt. La desaparición de la capacidad crítica y la entrega ciega a un proyecto político, así como la instauración de la apatía y la indiferencia ante los sucesos políticos, son condiciones indispensables para la implantación de regímenes autoritarios/totalitarios.

La elección judicial en México deja claro que lo que existe no es una creencia ciega en un proyecto político, sino una muy peligrosa apatía política. Porque, por una parte, solo 13% de los electores mexicanos acudieron a votar, y el número sería considerablemente menor de no haber habido una operación nacional de acarreo político; pero, por otra parte, solo 3 mil personas se congregaron en el Ángel de la Independencia para protestar contra las elecciones, y en el resto de las principales ciudades del país los números fueron aún más raquíticos.

La lucha política en torno al Poder Judicial es un proyecto de las élites políticas. La captura de uno de los Poderes de la Unión no es un proyecto de las bases morenistas, porque estas no acudieron a votar. Pero mantener la independencia judicial tampoco es un proyecto de las bases opositoras, porque estas no acudieron a marchar. Tiene sentido: el Poder Judicial resulta muy abstracto –inclusive para las clases medias y medias-altas del país– como para querer ver su destrucción o su sostenimiento.

Lo anterior cobra más sentido aún ante el decrépito número de juzgadores que tenemos, y la falta de estado de derecho, trayendo como resultado una muy baja exposición de la población ante la impartición de justicia.

Y, sin embargo, el Poder Judicial resulta fundamental para el funcionamiento de la política, la economía y la sociedad. Además de la sepultura de la democracia y el fin de una era política, la elección judicial abrirá la puerta a los poderes fácticos, traerá aún más el debilitamiento del Estado mexicano y, con ello, la disfuncionalidad en el país. Eso ya lo vemos en una diversidad de indicadores que nos dicen que hay un continuo y creciente pesimismo entre la clase empresarial, y un constante y creciente estancamiento económico.

¿Cuándo comenzarán las protestas? Cuando comience a faltar dinero en los bolsillos de los mexicanos, y muy especialmente en los bolsillos de las clases medias del país. Eso, inevitablemente, viene.

Hay una peligrosa apatía política, y queda claro que las élites políticas son las únicas que se encuentran polarizadas. El sexenio de López Obrador comenzó con un capricho mayor al cancelar el NAIM, pero terminó con uno mayúsculo, sin precedente en la historia de la humanidad: la destrucción del Poder Judicial a través de elecciones populares. El futuro luce sombrío.

TikTok: @mxpatriota

Twitter: @FernandoNGE

Continuar Leyendo

NACIONALES

Ligereza de palabras

Publicado

el

Opinión, por Miguel Anaya //

En tiempos en que el mundo atraviesa transformaciones profundas y las relaciones internacionales se redefinen casi a diario, la política de altura juega un papel vital para diseñar y sostener planes de largo plazo que beneficien a nuestro país.

En política, construir acuerdos conlleva tejer fino, requiere prudencia, inteligencia emocional y visión estratégica. Esos atributos no se improvisan: se forman, se cultivan, se aprenden. Y, precisamente por eso, no se encuentran fácilmente en cualquier perfil.

México no puede darse el lujo de tener servidores públicos que actúan desde el impulso, la ocurrencia o la rabia. Los cargos públicos se ejercen con responsabilidad y visión de Estado. No son espacios para la catarsis personal ni para los discursos de barricada. Cuando se tiene la representación de un cargo que la ciudadanía ha otorgado, se le debe corresponder con el nivel de seriedad y preparación que México necesita y merece.

Lo ocurrido recientemente con una consejera estatal del partido mayoritario, quien desde una red social lanzó un mensaje agresivo contra Estados Unidos, y la posterior respuesta del subsecretario estadounidense Christopher Landau, no fue un incidente aislado ni menor.

Es reflejo de un fenómeno preocupante: políticos que confunden la tribuna pública con una cuenta personal, que no distinguen entre su papel institucional y sus filias o fobias, que carecen de una formación básica para comprender que, en diplomacia, una palabra mal colocada puede detonar un problema real.

En una relación tan intrincada y delicada como la que México sostiene con Estados Unidos —marcada por una historia de invasión, sí, pero también por una interdependencia económica, social y cultural profunda— lo último que necesitamos es a quienes avivan el fuego desde una visión simplista y emocional. Peor aún, si son aquellos a quienes la ciudadanía encomendó la defensa del interés público y terminan actuando en contra de él por la falta de comprensión del mundo que habitan.

No se trata de agachar la cabeza ni de callar ante agravios. Defender la soberanía y la dignidad nacional es una obligación de todo gobierno. Pero hay una enorme diferencia entre ejercer esa defensa con inteligencia y firmeza, y provocar conflictos innecesarios por ignorancia o protagonismo. Esa diferencia la entienden los profesionales de la política, los improvisados, no.

En este contexto es justo reconocer la actitud de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien ha llamado a la prudencia, a la altura de miras y a la responsabilidad en el discurso. Ese es el tono que un país con aspiraciones globales necesita. Ese es el ejemplo que debe permear hacia abajo en todos los niveles del poder, ojalá todos los funcionarios (especialmente los del Senado) lo entiendan y practiquen.

El episodio vivido revela una carencia estructural que atraviesa a prácticamente todos los partidos: la ausencia de verdaderas escuelas de formación política. Hoy vemos perfiles que llegan al poder sin preparación, sin conocimiento histórico, sin comprensión del entorno internacional y, sobre todo, sin capacidad de anteponer el bien común a sus impulsos personales o su ideología. Urge formar una generación de funcionarios que no solo repitan eslóganes, sino que entiendan contextos, construyan puentes, concilien posturas y piensen con sentido estratégico.

Hay que decirlo con claridad: la política no puede seguir siendo terreno de improvisación. No basta con la lealtad partidista ni con la popularidad en redes sociales. Necesitamos profesionales de la política, con formación, carácter y sensibilidad. Personas capaces de entender que su papel es servir al pueblo, no alimentar sus propias frustraciones o aspiraciones personales. La política exige temple, no berrinche.

Gobernar no es tuitear ni subir videos a Instagram o TikTok. Gobernar es cuidar el lenguaje, los tiempos, los vínculos, siempre con el objetivo de lograr desarrollo económico, justicia social y estabilidad. La soberanía y el bienestar no se construyen desde la confrontación banal, sino desde la inteligencia política y la serenidad. No necesitamos más políticos en campaña permanente.

El momento que atraviesa el país y el mundo en general, exige, más que nunca, profesionalismo, preparación y madurez. Todo lo demás es ruido. Y el ruido, cuando se convierte en política de Estado, termina convirtiéndose en una amenaza para todos. Menos ligereza de palabras y más peso a los argumentos.

Continuar Leyendo

JALISCO

Frivolidad política devastadora: Mientras arde la ciudad

Publicado

el

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

El mundo se tambalea en un vértigo de titulares y caos. Cada día trae una nueva grieta: un ataque quirúrgico de Israel a Irán que tensa el tablero global, protestas en Estados Unidos que hierven con furia contra el ICE, y un gobernador de Florida que, con desconcertante naturalidad, justifica atropellar manifestantes como si hablara del clima. La realidad parece un guion distópico donde la sensatez es una reliquia y los extremos han reclamado el centro del escenario.

En medio de este desorden, el poder, lejos de ser un ancla, a menudo se convierte en un espectáculo: líderes que prefieren el brillo de las cámaras al peso de las decisiones, que confunden gobernar con posar.

En esa obsesión por la imagen, en esa danza de vanidades, resuena el eco de un gobernante que convirtió su administración en una obra de teatro, donde el aplauso importaba más que la estabilidad y el bienestar de su pueblo.

Ese gobernante no cargaba con responsabilidades, sino con un espejo en el que se contemplaba con fascinación. Mientras sus consejeros urgían reformas, él organizaba fiestas. Cuando las calles ardían, ensayaba canciones. Si las crisis lo alcanzaban, las maquillaba con destreza. Su habilidad para evadir la realidad era casi poética: transformaba cualquier incendio en un fondo perfecto para su retrato. No gobernaba: posaba.

Su entorno, por supuesto, aprendió a adaptarse. Los colaboradores se convertían en cortesanos y el pueblo, acostumbrado a la miseria de la rutina, empezó a convencerse de que tal vez la frivolidad también podía ser una forma de liderazgo. Al menos era vistosa. Al menos era constante. Al menos sonreía.

La ciudad, mientras tanto, se agrietaba. Las calles eran menos seguras, los servicios más ineficientes, el ánimo más crispado. Pero todo eso quedaba fuera del encuadre. Porque el verdadero país era el que se veía en sus retratos: moderno, brillante, alegre, superficial. Un país de fachada.

El personaje en cuestión tenía un talento muy particular: sabía producir momentos. No políticas, no resultados, no estrategias. Momentos. Instantáneos momentos cuidadosamente orquestados donde él era siempre el centro, el héroe, el mesías. Lo mismo aparecía abrazando a un anciano que bailando en una plaza pública, rodeado de luces y cámaras.

Era adorado por su carisma, celebrado por su estilo, temido por su egocentrismo. Su capacidad para desviar la atención era absoluta. Nadie podía mirar a otro lado cuando él estaba presente, aunque nada relevante estuviera ocurriendo. Y es que, en el fondo, él no quería cambiar el mundo. Quería que el mundo lo aplaudiera.

Pero el culto a la imagen tiene una condena inevitable: necesita crecer, siempre. Cada selfie debe superar a la anterior. Cada evento debe ser más estridente. Cada sonrisa más amplia. Es un ciclo adictivo, y también profundamente frágil. Porque cuando la realidad irrumpe —cuando el fuego ya no puede disimularse con luces de neón—, el telón se cae y deja al descubierto lo que siempre estuvo ahí: la incompetencia, la vanidad, el vacío.

Hubo un día —el más recordado de su administración — en que las llamas consumieron la ciudad. Las teorías abundaron: que fue un accidente, que fue un castigo divino, que fueron sus enemigos. Pero todos sabían, en el fondo, que el incendio no era nuevo. Que la ciudad llevaba años ardiendo lentamente, bajo el disfraz de la fiesta. Y que él, en lugar de apagarlo, bailó.

Y no metafóricamente: bailó, cantó, recitó. Mientras miles lo perdían todo, él organizó concursos de poesía. Mientras las estructuras colapsaban, él afinaba su lira. Mientras su pueblo gritaba, él ensayaba su mejor nota. No por maldad, sino por indiferencia. No por crueldad, sino por vanidad.

Y así terminó: solo, odiado, desfigurado por la historia. No por sus políticas, que nadie recuerda. No por sus reformas, que nunca existieron. Sino por haber confundido el gobierno con una puesta en escena. Por haber creído que el poder es una extensión del ego y no un contrato con los otros.

A veces, cuando veo cómo algunos gobernantes actuales se obsesionan con el encuadre perfecto, con la pose milimétrica, con la marca personal por encima del bien público, pienso en él, en Nerón, aquel emperador romano. Pienso en su brillo momentáneo. En su frivolidad devastadora. En su capacidad para construir una burbuja de halagos mientras su pueblo caminaba entre cenizas.

Pienso en los que creen que gobernar es un acto de autopromoción permanente. En los que prefieren las luces del espectáculo al trabajo discreto. En los que huyen de las decisiones difíciles y se aferran al aplauso fácil. En quienes usan el poder como un espejo, y no como una herramienta de transformación.

Y es que no hay nada más frágil que un gobierno sostenido por la imagen: la popularidad es volátil, los reflectores se apagan, el público se cansa. Pero el daño queda. Como entonces, también hoy hay quienes olvidan que la historia no recuerda a los que mejor posaron, sino a los que, incluso entre las llamas, supieron sostener el rumbo.

Los pueblos no se salvan con coreografías ni con filtros, sino con compromisos reales, con la incómoda pero necesaria sobriedad de quienes entienden que el poder es servicio, no espectáculo. La historia nos lo advierte: el culto a la imagen es un castillo de naipes que se derrumba ante la primera ráfaga de realidad. Mientras los líderes se pierden en la búsqueda del aplauso efímero, las ciudades se agrietan, los puentes se quiebran y la confianza se desvanece.

La frivolidad puede llenar titulares, pero no construye futuros. Hoy, cuando el escenario global parece repetir los mismos errores —líderes obsesionados con la pose, discursos que maquillan crisis, promesas que se disuelven en el humo de la indiferencia—, el riesgo es el mismo: un líder solo, atrapado en su propio reflejo, rodeado de cenizas mientras su pueblo, agotado de espejismos, deja de aplaudir.

Pero la historia también nos ofrece una elección: apostar por quienes, aun en medio de las llamas, eligen el trabajo silencioso, las soluciones incómodas, el liderazgo que no busca reflectores, sino resultados. Solo así, con la claridad de quienes ven el poder como un deber y no como un escenario, los pueblos pueden reconstruirse, no sobre los escombros del espectáculo, sino sobre la solidez de la responsabilidad.

Continuar Leyendo

Tendencias

Copyright © 2020 Conciencia Pública // Este sitio web utiliza cookies para personalizar el contenido y los anuncios, para proporcionar funciones de redes sociales y para analizar nuestro tráfico. También compartimos información sobre el uso que usted hace de nuestro sitio con nuestros socios de redes sociales, publicidad y análisis, que pueden combinarla con otra información que usted les haya proporcionado o que hayan recopilado de su uso de sus servicios. Usted acepta nuestras cookies si continúa utilizando nuestro sitio web.