NACIONALES
El campo que nos alimenta
– Opinión, por Miguel Anaya
México nació del maíz, del frijol y del trabajo callado de sus campesinos. En el campo no solo se sembró alimento, sino también la identidad que hoy decimos defender en los discursos, pero olvidamos en la práctica. Mientras algunos funcionarios públicos ven la agricultura como una carga presupuestal, el campo mexicano se marchita entre el abandono, el cambio climático y la violencia que lo asfixia.
La crisis actual del campo no surgió de la nada; lleva décadas germinando en la indiferencia. Desde la apertura comercial con tratados desfavorables hasta los recortes recientes a programas de apoyo, los pequeños productores han quedado atrapados entre los precios internacionales, el alto costo de los insumos y la falta de infraestructura.
Hoy, más del 50% de los jornaleros agrícolas en México —junto con sus familias— viven en condiciones de pobreza, y más de la mitad de la población rural (55%) carece de ingresos suficientes, educación o servicios básicos, según el CONEVAL.
A esta vieja herida se suman nuevos males. El cambio climático ha trastocado los ciclos de lluvia; las sequías son más prolongadas y las plagas más resistentes. La violencia también ha echado raíces: cada vez hay más regiones donde los grupos criminales cobran cuotas por sembrar, por vender o simplemente por existir. Hace unos días, Bernardo Bravo Manríquez, líder limonero de Michoacán, fue asesinado a tiros. Su muerte no solo apagó una voz, sino que simboliza la fragilidad con la que viven miles de productores, atrapados entre el crimen, la impunidad y el temor de alzar la voz.
La migración es otra consecuencia inevitable: los jóvenes dejan la tierra porque no ofrece futuro, y los campos envejecen junto con quienes aún los labran. ¿Quién quiere vivir de un oficio que no garantiza las condiciones mínimas de supervivencia?
Las protestas recientes en distintos estados del país reflejan ese hartazgo: productores que bloquean carreteras exigiendo precios de garantía justos, apoyos gubernamentales, seguridad y soluciones ante la sequía. No se trata solo de dinero, sino de dignidad; de poder seguir sembrando sin miedo ni hambre.
El campo mexicano no solo produce comida: produce país. De él dependen la seguridad alimentaria, la estabilidad social y la vida misma de millones de familias. Cada tortilla, cada taza de café, cada kilo de frijol es el resultado del esfuerzo de alguien que madruga antes que el sol y que rara vez ve el fruto de su trabajo reflejado en su bolsillo. Sin embargo, seguimos dando por hecho que los alimentos llegarán a nuestra mesa, sin pensar que detrás hay un país rural que se está quedando vacío.
Lo más triste es que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado. Celebramos la gastronomía mexicana como patrimonio de la humanidad y, cuando salimos del país, lo que más extrañamos es la comida. Sin embargo, olvidamos que detrás de cada platillo hay campesinos que apenas sobreviven. Nos indignamos por la inflación cuando sube el precio del huevo o del maíz, pero ignoramos que detrás hay campos secos, sin crédito, inseguros y sin agua.
Si México quiere un futuro estable, debe reconciliarse con su campo. No con discursos románticos o programas de emergencia, sino con políticas reales: agua, infraestructura, financiamiento, seguridad y justicia. Al campo no se le debe mirar como un problema, sino como la base de todo lo que somos y comemos.
Porque el día que el campesino deje de sembrar, no habrá gobierno que nos salve, ni ciudad que nos alimente, ni futuro que valga la pena cosechar. Y ese día —si seguimos así— llegará más pronto de lo que creemos.
