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El frustrado experimento de Claudio X. González: De la democracia o la ilusión de la libre elección

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Desde los campos del poder, por Benjamín Mora Gómez //

Aprendí que una buena decisión se toma desde un correcto proceso de reflexión y de discernimiento entre lo bueno sobre lo malo, entre lo mejor sobre lo bueno, entre lo óptimo sobre lo mejor, y entre los trascendente sobre los óptimo. Discernir no es, necesariamente, diferenciar entre dos oponentes sino, idealmente, entre dos opciones positivas. Por ello, las ocurrencias no ayudan a que lo deseable ocurra.

Aprendí, siendo joven, que toda acción exitosa empieza con una decisión bien informada en el momento correcto y justo, en el lugar debido y con la gente propicia y amada. Asimismo, que un buen día inicia con la decisión de levantarnos, agradeciendo el vivir con el firme propósito de lograr, con éxito, todo lo que, desde el día o días anteriores, nos habíamos propuesto y planeado, utilizando con responsabilidad nuestras inteligencias, personalidades y circunstancias cambiantes, creándolas o haciéndolas propicias. La otra decisión posible sería ignorar aquellos propósitos y quedarnos en cama en espera de un milagro. Esto es degradante y miserable porque corroe la lucidez y condena a nuestra vida a un mal destino.

Claudio X. González, un empresario metido a mecenas de la oposición, supo imponer su novatez política a los experimentados dirigentes del PAN, PRI y PRD, Marko Cortés, Alito Moreno y Jesús Zambrano, respectivamente, y Xóchitl Gálvez logró vencer [¿…?] a Santiago Creel, José Ángel Gurría, Ildefonso Guajardo, Enrique de la Madrid y Beatriz Paredes… con la presión de una sociedad civil muy fifí y de los medios masivos ávidos de noticias casi hepáticas, por amarillas y enfermas. Lo demás es la historia de un fracaso, de una derrota anunciada.

De camino hacia las más recientes elecciones federales, todos sabíamos que López Obrador traía el sartén del poder en la mano; mientras, algunos millones, siempre en minoría e ingenuamente, soñaban, soñábamos, con cambiar nuestro destino personal y de México. Entonces, de la nada, surgió Xóchitl Gálvez porque fue a Palacio Nacional a exigir un espacio mañanero para decir su verdad… no se le abrió y se volvió símbolo de la resistencia anti-pejista. Mayor mérito no tenía Xóchitl Gálvez para soñarse en la presidencia de la República.

El papel de todo dirigente de partido y de todo candidato es ser facilitadores de la expresión de las emociones de sus correligionarios y ser constructores de las esperanzas ciudadanas en todo aquello que les duele, separa de los beneficios del progreso como nación y patria, y su desarrollo, y de aquello que los detiene en sus vidas. Cuando se niega la realidad, ésta hace sus travesuras y nos enseña y se ensaña.

En casos como Jalisco, en el Revolucionario Institucional, por ejemplo, los imberbes de la política compraron asesorías y cursos rápidos de procesos electorales sin ocuparse, con tiempo, de construir las estructuras institucionales sostenibles y sólidas, responsables y comprometidas. Se renovaron los comités municipales y distritales con puros incondicionales de la entonces presidente Laura Haro. No hubo, en aquel proceso interno, un diagnóstico que la problemática diferenciada y específica, profunda y clara, de cada municipio y región que le diera al PRI, banderas que enarbolar. Hoy, tras la derrota, el PRI en Jalisco no tendrá los fondos suficientes para mantener, quizá, ni siquiera su gran edificio. En la derrota lleva la penitencia. Tras la derrota, en el PRI de Jalisco, se dijo: “Aquí nadie se da por vencido”. Curiosa negación de una realidad. La esquizofrenia en política es más que peligrosa. Hubo un tiempo en el que el general vencido en batalla, entregada su espada al vencedor; había honor al reconocerse derrotado.

En el PAN, el PRI y el PRD sabían que Xóchitl Gálvez perdería, pero la necesitaban para contender para ganar escaños legislativos, alguna gubernatura y varias presidencias municipales; el asunto era seguir vivos… sentirse vivos. El sesgo cognitivo estaba trabajando desde el auto engaño de una sociedad civil NO organizada y la confabulación de tres dirigentes de partidos políticos ya degradados, y, claro, de una candidata ingenuamente esperanzada.

En México, al tomar un cargo de elección, o por nombramiento, se protesta que, si se cumple, la nación nos lo reconocerá, y si no, que nos los demandará. Sin embargo, en México, a nadie que haya fallado o mentido desde algo público, la nación se lo ha demandado. Esta realidad es ese algo que destruye las más mínimas expectativas en la democracia y que, por desgracia, se mantiene por la cobardía legislativa mexicana de darnos esa vía ciudadana de demandar la mentira y el engaño de las campañas electorales y por la falta de voluntad en el cumplimiento de promesas.

Gurús del poder, los tres presidentes de los partidos supieron no ahogarse en medio de un mar revuelto y un clima político torrencial… buscaron sobrevivir, aunque el barco de México se hundiera; ese era el propósito. Había que explotar el temor y el odio ciudadano opositor, y el sarcasmo esperanzador de los memes pueriles. Del otro lado, la burla morenista demostró su miserable entraña. Todo fue perverso.

Hace años escribí: “La democracia, desde voces reflexivas y críticas, es más”. Hoy, lo reitero. A medida en que maduramos, entendemos el porqué de las cosas. Al nacer, todos necesitamos de quién nos proteja y ayude a ser. Más tarde, la vida nos pone, cuando hemos madurado con bien y hacia el bien, en el lugar de quien ayuda, no de quien necesita ayuda, y nos da la capacidad de la bondad, la compasión y la solidaridad. Cuando ayudamos con éxito, no creamos dependencias y sí formamos para la libertad.

Hoy, los presidentes de los partidos derrotados se niegan a profundizar en las causas de la parálisis electoral que se tuvo al final de proceso, cuando fueron encapaces de atraer los suficientes votantes y representantes de Xóchitl Gálvez en cada casilla electoral. Los ciudadanos, sin partido, quisieron darse una candidata alejada de los partidos políticos, pero se negaron a defender sus propios votos, apuntándose como representantes de Xóchitl Gálvez en las casillas electorales. La política es algo demasiado serio e importante para dejarlo en manos de los políticos y menos en las banalidades de los improvisados. Las elecciones no se definen en las charlas de café ni en las sobremesas en casa.

La democracia es la mejor manera en que nos permitimos elegir a quién se sabe poner en los zapatos del pueblo y caminar con aquellos para sentir en dónde aprietan y dónde incomodan. Más aun, el elegido debería ser quien dará al pueblo nuevos zapatos, arreglará los caminos que cruzará y animará hacia nuevos destinos. Un buen líder debería primero aquel hombre o mujer de bien que merezca ser ejemplo a seguir y no quien busque perpetuarse en el poder pues sabe que éste, cuando se obsesiona, pervierte y maldice.

La experiencia en el ejercicio del poder y las cosas de la real politik no viene en cursos rápidos aun recibiendo certificaciones. Las catarsis o quejas post electorales de los dirigentes de los partidos y los candidatos derrotados dan cuentas de sus culpas negadas y sus proyecciones autocomplacientes hacia aquellos que ellos mismos restringieron o vilipendiaron dentro de sus correligionarios. Desde la ignorancia desesperante, los derrotados pretenden vendernos humos de adrede, esperando que en sus tinieblas se difuminen sus culpas y responsabilidades, insisto, negadas.

La improvisación, desde el arrebato, y la indecisión, por temores, no tienen rumbo, pero si destinos que, en la mayoría de las veces, sueles ser desastrosos o, simplemente, indeseables.

Los dueños de la experiencia en el ejercicio real del poder político tenían necesidad de embarcarse en una elección presidencial de vida o muerte, ávida de los profesionales electorales para transitar, con mediano éxito y suficientes resultados, en un mar de incertidumbres y dudas. Los dirigentes de aquellos partidos políticos, anticipando la derrota, aseguraron sus escaños como plurinominales. Dirían en Michoacán: “Eran guarines, pero bien se fijaron”.

Nadie está obligado a lo imposible, pero todos lo estamos a la verdad. Decidimos sobre la base de nuestra experiencia y de nuestros grupos de identidad que nos hacen valorar y predecir los resultados en nuestra vida y en nuestros valores identitarios. A nadie nos gusta jugar a la ruleta rusa, aunque, aceptémoslo, la vida diaria nos exige dar saltos de fe en lo personal, lo familiar, lo comunitario y lo público, aunque nada nos garantiza ni el éxito ni el fracaso sobre nuestra suposiciones y decisiones.

No sé si Xóchitl Gálvez se la creyó, pero sí que, advirtiendo su derrota, se atrevió a mentir y engañar diciéndonos que ya había alcanzado a Claudia Sheinbaum y la rebasaría. El 2 de junio, la verdad se impuso y su derrota se cumplió. Si, reconozco que fue una elección inequitativa, de mil ilegalidades, amañada y de Estado, muy tramposa, con urnas llenas de votos con un solo color, pero ello lo sabíamos todos, en especial los presidentes de los partidos de oposición y la propia Xóchitl, y nada se hizo para detenerla. “La culpa no fue del padrino sino de quién lo hizo compadre”. La derrota está en el destino de quienes carecen de la primera virtud de un gran líder: Empatizar emocionalmente con los suyos y los NO suyos, y de la segunda, prepararse para la batalla final, aquella en la que se decide quién gana y quién es derrotado: El domingo electoral, movilizando a sus bases electorales y cuidando las manos del oponente para que no llene la urna con boletas no reclamadas por los ciudadanos registrados en cada casilla en que se abstuvieron de votar.

Para avanzar en la vida, una de las habilidades más importantes es saber tomar decisiones. En éstas hay de dos tipos, las reversibles y las irreversibles. A las primeras es fácil asumirlas porque hay manera de aprender y dar marcha atrás para corregirlas; en las segundas, el temor crece pues no hay manera de volver atrás pues son, evidentemente, definitivas.

Peter Drucker nos lo dijo: “La mejor manera de predecir el futuro es creándolo”, y, por consecuencia, la peor manera de llegar al futuro es ignorándonos como sus obligados constructores.

Platón nos dijo: “Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”. ¡Considerémoslo!

Se perdió porque imberbes, como Claudio X. González, tóxicos del poder, se impusieron a los ciudadanos y, en los partidos, a la experiencia práctica de políticos de cepa.

Tras el proceso electoral mexicano reciente, ha llegado el momento de preguntarnos sobre nuestra real libertad de elegir, con aquellas dos posibilidades de reversibilidad e irreversibilidad, en las cosas del poder político y de gobierno, del legislativo y del judicial… en otras palabras, de la viabilidad real de la democracia como el culmen de decisiones objetivas, responsables y bien informadas, no alteradas por la tendencia -evidente- de los beneficiados de mentirnos y engañarnos sobre sí mismos y sobre los otros, y, sobre todo, de sus responsabilidades, compromisos y garantías de cumplimiento. El asunto de fondo a resolver es saber cuándo somos dueños de nuestras decisiones electorales y cuándo éstas son condicionadas por creencias no fundamentadas ni fundamentales para nuestras vidas, y sobre la incredulidad hacia los políticos que ya es parte del imaginario colectivo. Hablo de los sesgos cognitivos que quizá expliquen al abstencionismo electoral.

Un proceso electoral dirigido desde la inexperiencia y sin una dirección contundente y bien planificada es como un barco sin capitán ni timón ni rumbo en medio de un huracán… el naufragio es inevitable y, por ello, el destino de México hoy pareciera ser de condena sexenal.

Una vez leí: “Donde hay esperanza, hay fe; donde hay fe, suceden milagros”, pero los milagros, Dios los reserva a quién sabrá hacer buen uso de ellos y no malgastará. Las mentiras electorales son las ladronas de nuestra fe democrática y por ello no hay milagros políticos, económicos y sociales que transformen a México ni la vida de los millones de marginados y empobrecidos.

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La integración del nuevo Poder Juidcial

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Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez //

Desde siempre la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en México es el único país con esa denominación; en el resto del mundo es la Corte Suprema) ha sido un blanco político, aunado a su innegable vocación jurídica. Los ires y venires jurídico-políticos del Poder Judicial en México van desde antes de declarar la independencia del país hasta nuestros días.

Antaño, debates entre «conservadores» y «liberales» definieron poderes y alcances de legislativos, ejecutivos y jurídicos, marcando responsabilidades y límites.

Actualmente, se ha revelado al abogado mixteco Hugo Aguilar Ortiz como presunto presidente del Supremo Tribunal de Justicia al obtener la mayor cantidad de votos para su designación como magistrado en la elección del 1º de junio de este año.

Antaño, cuando el entonces presidente de la república, Juan Álvarez nombró a Benito Pablo Juárez García como ministro de justicia (1855) se llevó al cabo dicha designación como lo ordenaba la Constitución: el presidente de la república tenía esa facultad.

Es hasta el 15 de junio de 1861 que don Benito asume la presidencia del Supremo Tribunal de Justicia que, entonces, significaba ser vicepresidente de la república.

Comonfort, presidente que fue destituido y que había encarcelado a Juárez por no “comulgar” con sus ideas conservadoras, dio paso a la primera presidencia de Benito Pablo Juárez García, pues ocupaba la presidencia del STJN. Surgen entonces las Leyes de Reforma y la guerra intestina que trajo a Maximiliano de Habsburgo como emperador.

A los 12, Juárez dejó Guelatao por Oaxaca, sin hablar español, pero su inteligencia brilló en el seminario de Santa Cruz, aprendiendo filosofía y latín. Estudió abogacía, se casó con Margarita Maza, tuvieron 12 hijos, la mayoría fallecidos.

Juárez fue regidor, diputado local, diputado federal y gobernador de Oaxaca. Santa Anna lo desterró a New Orleans; al caer Santa Anna, regresó para ocupar una magistratura en la SCJN.

La biografía de Juárez da para escribir una enciclopedia, pero esta parte sirve para entender que don Benito no era un ingenuo juez o magistrado. Aprendió a nadar entre tiburones de la política decimonónica que era feroz e implacable hacia los cambios, sobre todo los relativos a los fueros, posesiones e injerencias sociales de la Iglesia.

Como jurista fue parte de la creación de las Leyes de Reforma (independencia del Estado respecto a la Iglesia, ley sobre matrimonio civil, del Registro Civil, de Panteones y Cementerios y el paso de los bienes eclesiásticos a la nación); también promulgó la llamada Ley Juárez, que atendía a situaciones administrativas.

Las presidencias de Juárez son otros capítulos de su historia personal y de México.

¿Cómo entonces comparar la trayectoria de Benito Pablo Juárez García con la del flamante electo presidente del nuevo Supremo Tribunal de Justicia de la Nación, el mixteco Hugo Aguilar Ortiz?

Por cierto, “polvos de aquellos lodos”, Juárez no “masticaba” a Porfirio Díaz no sólo por ser enemigos políticos, sino por pertenecer a etnias oaxaqueñas diferentes: la zapoteca y la mixteca, respectivamente. Igual correspondía Porfirio Díaz Mori a su rival, al que intentó destituir mediante un golpe militar.

Según se ha dicho, la mayoría de los votos (cuatro millones 883 mil 3897) se dieron para Aguilar Ortiz por lo que será presidente de la SCJN dos años y será ministro 12 años. La presidencia será rotativa y, según los votos obtenidos la irán ocupando. los nuevos magistrados durarán en el cargo entre ocho y 12 años.

Los otros ministros serán: Lenia Batres; Yasmin Esquivel; Loretta Ortiz; Sara Irene Herrerías; María Estela Ríos González; Giovanni Figueroa Mejía; Arístides Guerrero e Irving Espinoza Betanza.

Como es lógico, los dimes y diretes en torno a la integración de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación, han circulado profusamente. Se ha acusado a Aguilar Ortiz de ser un incondicional del expresidente Andrés Manuel López Obrador y, por consecuencia de la 4T.

Sobre la mayoría de los magistrados y magistradas pesa también la sombra de estar bajo la batuta del partido Morena, o lo que es lo mismo, del gobierno que encabeza la presidente Sheinbaum y que se extiende a las cámaras legislativas.

Los mexicanos (que votaron o no lo hicieron) estaremos a la expectativa para observar si en verdad se cumplen las expectativas en las que basaron la integración del nuevo Poder Judicial. Por lo pronto, será determinante la posición personal de cada uno de los ministros, en especial de quien habrá de presidir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, respecto a la muy importante tarea que tendrán a su cargo desde sus magistraturas.

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La elección que nadie entendió

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Opinión, por Miguel Anaya //

El pasado 1 de junio de 2025, México escribió un capítulo inédito en su historia electoral: por primera vez se votó de manera directa a jueces, magistrados y ministros, una reforma promovida bajo la bandera de la “democratización del Poder Judicial”. Una jornada que prometía ser histórica, pero que terminó pasando de noche para la mayoría de los ciudadanos.

La participación fue baja, los votos nulos, muchos, y el desconcierto, generalizado. ¿Por qué? Porque cuando se convoca a votar sin contexto, sin información y sin conexión real con la ciudadanía, lo que se obtiene no es democracia participativa, sino un teatro cívico.

Para entender lo ocurrido, hay que remontarse a los orígenes de esta elección. Tras años de confrontaciones entre el Ejecutivo y el Poder Judicial, el discurso presidencial encontró terreno fértil: el Poder Judicial era elitista, lejano e inamovible. Y es verdad que, por años, la justicia en México se administró alejada de las necesidades ciudadanas. Sin embargo, el remedio propuesto fue igual de drástico que riesgoso: abrir la elección de jueces y magistrados a voto popular, sin construir antes las condiciones necesarias para que la ciudadanía supiera qué estaba votando.

El resultado: millones de mexicanos se enfrentaron a boletas con nombres que no reconocían, cargos que no entendían y funciones que nadie les explicó. Lo anterior ahuyentó a muchos y a otros tantos los llevó a votar sin las herramientas mínimas de información, terminando en millones de votos nulos.

La elección del 1 de junio fue como entrar a una librería, cerrar los ojos y elegir un libro al azar esperando que sea un buen texto de derecho constitucional. ¿Quiénes eran los candidatos? ¿Cuál era su trayectoria judicial? ¿A qué corriente respondían? ¿Quién los propuso? La mayoría de los votantes no lo sabía.

Y no es que el mexicano promedio no quiera participar. Lo que ocurre es que el mexicano no vota por lo que no entiende. Y en esta ocasión, no hubo campañas de información claras, ni debates, ni biografías públicas, ni nada que acercara el proceso judicial al lenguaje ciudadano, solo listas extensas, boletas complejas y la promesa de que “ahora tú eliges a tus jueces”, y eso no basta para una ciudadanía escéptica de las elecciones y de las instituciones políticas.

En redes sociales circularon cientos de memes con frases como: “Yo fui a votar por mi juez favorito, pero no me atendieron en la oficializa de partes”, “Había más gente en la fila de las tortillas qué en la casilla” o, “¿Y si mejor echamos un volado?” La sátira popular reflejó un sentimiento auténtico: la elección fue tan abstracta, que parecía más un ejercicio electoral entre amigos que de democracia real.

El voto informado es la base de cualquier sistema democrático. Pero este ejercicio fue una anomalía: Fue como invitar a toda la nación a elegir al nuevo director del Instituto Nacional de Física Cuántica sin siquiera explicar qué es un bosón. Un ejercicio tan enredoso y técnico que no acercó al Poder Judicial a la ciudadanía, sino lo contrario.

En fin. Lo que sigue es un reacomodo de piezas. ¿Podrán ser independientes jueces que llegaron al cargo por campaña electoral, con estructuras políticas establecidas? El tiempo dirá.

¿Qué sigue? El futuro inmediato está marcado por una alineación creciente entre los poderes del Estado. Un Poder Judicial renovado bajo una lógica electoral, un Poder Legislativo acomodado mayoritariamente con el Ejecutivo y una sociedad que observa, por un lado, con escepticismo los procesos y, por otro, con un bono de credibilidad hacia la presidenta.

Es evidente remarcar que, si no se invierte en educación cívica profunda, en información clara, en candidaturas transparentes y en participación genuina, lo que nos espera no es una democracia fortalecida, sino una coreografía de legitimidad vacía, y en la vida social de cualquier entidad, cuando hay vacíos de legitimidad, hay movimientos reaccionarios.

Aún es tiempo de corregir, de mejorar y de construir verdadera democracia para nuestra nación, con ejercicios auténticos, transparentes e incluyentes. Que lo sucedido sirva como lección, no como justificación ni como cacería.

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MUNDO

Discurso de individualismo extremo: La derecha que no salva, un riesgo disfrazado de esperanza

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

A la derecha le gusta imaginarse como el lugar del orden, de la razón y del mérito. Su narrativa gira en torno a ideas como “eficiencia”, “disciplina”, “libertad individual” y “trabajo duro”. Durante décadas, fue una forma efectiva de contrastarse con los excesos o fracasos de ciertas izquierdas: burocracias gigantes, discursos revanchistas, populismos disfuncionales.

Pero esa imagen está dejando de sostenerse. La nueva derecha —la que hoy marca tendencia en redes, encabeza algunos gobiernos y monopoliza micrófonos— ya no representa ninguna de esas virtudes. Lo que ofrece no es ni orden ni racionalidad: es puro espectáculo.

Ahí están Donald Trump, Javier Milei y Santiago Abascal como muestra. Tres líderes que han hecho del grito una política, del insulto un argumento y del caos una bandera. Ninguno de ellos ha demostrado ser particularmente eficiente, pero todos han sabido capitalizar una narrativa emocional basada en el resentimiento. Dicen luchar contra “el sistema”, pero lo hacen desde la cima.

Se presentan como outsiders, aunque lleven años en la política. Proclaman amor por el mercado, pero están más cómodos en la cultura del meme que en los fríos informes financieros.

Ya no les interesa defender un modelo económico coherente, ni sostener el legado intelectual de la derecha liberal o conservadora clásica. Su apuesta es otra: dominar el flujo de la conversación pública. Ser tendencia. Explotar la ansiedad de las masas que se sienten traicionadas por las élites ilustradas, por los expertos, por las instituciones. No importa si lo que dicen es contradictorio, vacío o incendiario: lo importante es provocar, atraer, dividir.

Este fenómeno tiene su correlato empresarial. En América Latina, por ejemplo, el caso de Ricardo Salinas Pliego es ilustrativo. El magnate no solo es dueño de empresas y medios: se ha posicionado como una figura política, aunque sin partido ni candidatura. Lo hace desde sus redes sociales, donde predica una mezcla de darwinismo social, desdén por los pobres, burla al Estado y culto a su propio éxito. Su mensaje no es técnico ni ideológico: es emocional. Una especie de “si yo pude, tú también, y si no puedes, es tu culpa”.

Se presenta como víctima del gobierno, del sistema judicial, del fisco, de la prensa. Lo paradójico es que lo hace desde una posición de privilegio absoluto. Pero funciona. Porque hoy ser rico no te quita autoridad moral: te la da.

Lo que representa Salinas Pliego es la figura del empresario redentor. Ya no se trata sólo de emprender o generar empleos. Se trata de suplantar al político. De sugerir, directa o indirectamente, que sólo quienes han tenido éxito en los negocios deberían tener poder de decisión. Como si administrar una cadena de tiendas fuera lo mismo que diseñar políticas públicas complejas, garantizar derechos o defender libertades.

La nueva derecha abraza con entusiasmo esta figura. En lugar de cuadros técnicos, promueve personajes estridentes. En lugar de programas serios, vende frases virales. En lugar de instituciones sólidas, propone personalismos autoritarios. El resultado es un nuevo tipo de populismo: no uno basado en el pueblo contra las élites, sino en el individuo omnipotente contra todo lo que le incomoda: el Estado, los impuestos, los medios, la ciencia, el disenso.

Esto es peligroso por muchas razones. Primero, porque convierte la política en un campo de guerra cultural permanente, donde todo se juega en el terreno de la identidad y el agravio, no de las soluciones. Segundo, porque desmantela los equilibrios democráticos bajo la excusa de “quitar trabas” al genio del líder. Y tercero, porque socava la idea misma de lo público: el Estado ya no es visto como una herramienta de justicia o bienestar, sino como un obstáculo para los exitosos.

La derecha que alguna vez promovió instituciones, reglas, competencia ordenada y responsabilidad fiscal, ha cedido el paso a una versión desfigurada de sí misma: histriónica, rabiosa, individualista hasta el delirio. Y con ello ha perdido una oportunidad valiosa de ofrecer respuestas a las crisis reales del presente: desigualdad, cambio climático, desinformación, polarización social.

Lo más inquietante es que esa derecha ni siquiera cree en la derecha. No cree en la tradición, ni en los contrapesos, ni en la democracia representativa. No cree en el pensamiento liberal clásico ni en los valores conservadores. Lo que quiere es mandar, imponer, sobresalir. Su único principio es el triunfo inmediato. Su única ideología es el narcisismo.

No se trata de negar que muchas izquierdas también han fallado, ni de defender modelos ineficientes o autoritarios. Reconocer esos errores es fundamental para avanzar y evitar repetirlos. Sin embargo, es necesario advertir que esta derecha contemporánea no es en absoluto el remedio frente a esos fallos.

Más bien, puede ser vista como una versión invertida, que comparte con ellos la misma concentración de poder en figuras carismáticas, la misma tendencia a polarizar y simplificar debates complejos, y la misma dificultad para aceptar matices o posiciones críticas.

La derecha actual, con su discurso enfocado en el individualismo extremo, el rechazo a la diversidad de ideas y la tendencia a imponer su visión como la única válida, representa un riesgo igual de serio para la democracia y la convivencia social. Así, lejos de ser una alternativa equilibrada o una corrección necesaria, esta derecha puede resultar igual de problemática y dañina en el largo plazo.

Lo sensato —y quizás lo verdaderamente subversivo hoy— es pedir madurez política. Pedir ideas complejas. Pedir responsabilidad institucional. Pedir liderazgos que no se alimenten del conflicto constante. En tiempos de histeria, el pensamiento es revolucionario.

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