NACIONALES
El reino del espejo roto
-Opinión, por Miguel Anaya
Había una vez, en una tierra llamada Vitralia, un reino brillante construido sobre cristales. Las calles relucían con luz reflejada, y las torres del palacio eran espejos altos donde todos podían ver, desde cualquier rincón, el rostro del trono.
La Reina Laya, astuta y de verbo afilado, había llegado al poder tras prometer que nadie volvería a ser callado. Dijo: “Yo soy el pueblo y el pueblo tiene voz. La verdad no necesita maquillaje”.
Pero una vez sentada en el trono, algo cambió. Su reflejo, antes claro, empezó a deformarse. Un día, notó que un espejo, el más viejo del reino, mostraba cosas que ella no quería ver: arrugas en las decisiones, manchas en los decretos, grietas en la justicia.
Ese espejo tenía nombre: Don Vidrio, un viejo cronista del reino, que cada semana narraba en voz alta lo que los demás solo murmuraban. La gente se reunía en la plaza a escuchar su columna: “La Esquirla del Espejo”.
Una mañana, la reina ordenó: “Que se coloque un velo- No quebraremos el espejo, pero tampoco se lo permitirá reflejar”.
Un juez del castillo cumplió la orden. Don Vidrio fue silenciado: no podía narrar sin permiso. Un supervisor real revisaría cada palabra antes de que saliera de su boca o de su tinta. Incluso en sus sueños, sentía que le corregían los pensamientos.
Al principio, muchos en Vitralia callaron. “No es para tanto”, decían. “Quizá exageraba.” Pero con el paso de los días, el reflejo del trono comenzó a desvanecerse. Sin el viejo espejo que mostraba lo incómodo, los demás se llenaron de bruma.
Los campesinos dejaron de saber qué pasaba en el castillo. Los comerciantes no entendían por qué subían los tributos. Los niños crecían sin historias que cuestionaran, solo escuchaban cuentos donde la reina siempre ganaba.
Y fue entonces cuando comenzó a desquebrajarse la ciudad. Sin verdad, los espejos se agrietaron desde adentro y más de uno se rompió. Nadie sabía qué ocurría, pero todos lo sentían: la luz ya no rebotaba igual. Vitralia se volvió opaca, no por falta de cristal, sino por exceso de silencio.
Una noche, una niña pequeña —que nunca conoció la voz de Don Vidrio— halló en la plaza una hoja vieja de sus columnas. La leyó, la entendió, y la gritó. Y otros espejos, que también recordaban lo sucedido, comenzaron a reflejar de nuevo lo que veían.
Y así, en Vitralia, la historia del espejo prohibido empezó a resonar más allá del reino. En tierras vecinas, algunos monarcas aplaudieron la mordaza; unos pocos, en cambio, empezaron a preguntarse si no estaban repitiendo el error.
Epílogo: Cuando el poder no refleja.
En el mundo real, la gobernadora Layda Sansores ha decidido cubrir con un velo judicial al periodista Jorge Luis González, aplicando medidas que prohíben su opinión, imponen la censura y coartan la libertad de expresión de un periodista que por décadas ha sido crítico.
Frente a esta “ley mordaza”, la presidenta Claudia Sheinbaum, reconoció públicamente que se deben “evitar los excesos”, abriendo así una brecha de sensatez en medio de la opacidad. Es un gesto importante, pero insuficiente.
Porque en democracia, no basta con reconocer que un espejo fue cubierto; hace falta destaparlo. Hace falta que el poder, si quiere ser legítimo, se atreva a verse reflejado incluso en los cristales que no lo adulan.
Y sobre todo, hace falta recordar que el silencio puede durar un tiempo. Pero los espejos, cuando se rompen, cortan.
