MUNDO
Cumbre del G7 en Tokio ignora el riesgo del sobrepeso humano: Nueva York se ha hundido 22 centímetros

Política Global, por Jorge López Portillo Basave //
Desde Tokio los líderes de los llamados 7 países más desarrollados del mundo envían un mensaje para asegurar que están comprometidos con las causas sociales, la paz en Ucrania, el medio ambiente y la democracia. Pero poco hablan de los estudios de riesgo emitidos por sus propios servicios geológicos. Política y no cambio climático hunden a las grandes ciudades de forma más acelerada que el aumento de los mares.
Por avaricia, negligencia o por todo lo anterior los gobiernos de las grandes metrópolis del mundo han permitido la sobre explotación y con ella podrían estar cavando la tumba de sus propias ciudades. En años recientes mucho se ha dicho de los riesgos asociados con el alza de los mares. Pero casi nada se ha dicho de los hundimientos por sobrecarga de las tierras en las que están asentadas grandes e importantes ciudades del mundo.
Hasta hoy se nos ha dicho que el principal riesgo para NY, Miami, Yakarta, Londres, Venecia, Tokio, Shanghái y otras de esas grandes zonas urbanas es el cambio climático por la probable alza de la línea costera. Pero poco o casi nada se ha dicho que dichas ciudades están ya en hundimiento acelerado y no es prcisamente por el agua del mar, sino por el sobrepeso, porque en su suelo están poniendo más peso del que el subsuelo puede resistir. El pasado fin de semana varios medios de EUA publicaron un reporte dirigido por expertos del Servicio Geológico de ese país (USGS).
En el mismo se indica que “… no fue un error el construir tantos edificios tan altos en NYC, pero hay que recordar que cuando se pone algo pesado el suelo se va compactando…”. Es decir, la ciudad que nunca duerme se hunde. Desde 1950, época en la que se popularizaron a lo loco los rascacielos gigantes de acero, la Gran Manzana se ha hundido más de 22 centímetros.
Veamos, se está pidiendo que se acabe el combustible porque un metro arruinaría la línea costera de las principales ciudades del mundo en 100 años, pero el sobre peso ya ocasionó al menos en Manhattan un daño equivalente al 22% y eso no es importante.
La verdad es que es un tema de gran importancia que por intereses políticos y económicos ha sido solapado en todo el mundo bajo el pretexto de aumentar la densidad para evitar la expansión de manchas urbanas. Es obvio que hay zonas que pueden soportar más que otras, pero poco se ha estudiado el impacto en conjunto de grandes zonas con acumulación de edificios. Obviamente los temas de agua, electricidad y servicios son analizados, pero nunca se ha analizado el efecto del peso de todos esos edificios habitados.
En la CDMX tenemos problemas similares, pero poco se han comentado y lo mismo sucederá en Cancún y otras ciudades expuestas a la súper concentración de grandes edificios.
Pero ¿por qué no se está haciendo algo? La respuesta es simple. El dinero que dan los grandes constructores a los gobernantes es muy atractivo. Fuertes aportaciones económicas que van desde donaciones a campañas políticas hasta jugosos regalos para sus familiares, es decir corrupción han afectado el desarrollo de zonas en todo el mundo. Como he mencionado al inicio de esta nota, estudios satelitales indican que grandes ciudades en zonas costeras se hunden mucho más rápido de lo que el nivel del mar aumenta, pero poco se hace para encontrar materiales más ligeros.
Podríamos estar ante el anuncio de una crisis metropolitana de la que se culpará al mar y al clásico villano del cambio climático, pero que tuvo causas menos conocidas que han llenado la bolsa de políticos en todo el mundo. Por ejemplo, el peso de los edificios gigantes de NYC sin gente y sin contar las calles o los vehículos, se calcula en casi un trillón de kilos, o 140 millones de elefantes solo en rascacielos.
Según el Servicio Geológico de Inglaterra y con datos de hace 5 años, las grandes ciudades generan sedimentos minerales anuales por más de 367 gigatoneladas, lo que sería suficiente para llenar 267 veces la bahía de Sídney, Australia. A esto debemos sumar la llamada huella de carbón que según estudiosos de Reino Unido es del doble en los rascacielos que en los edificios medianos. Es decir que, por los materiales de alta ingeniería requeridos, su impacto ecológico es mucho muy superior.
Como lo hemos dicho antes. No todo lo que nos dicen las grandes economías es verdad y menos en la llamada lucha por un medio ambiente limpio y la baja de emisiones del CO2. No existe hasta el momento ninguna tecnología de cero emisiones o de cero impacto, como tampoco existe la solución perfecta para el desarrollo vertical.
Al peso de los mega edificios y sus efectos en el subsuelo hay que añadir los efectos de las obras subterráneas de una gran ciudad. Según estudios de Inglaterra, tan solo en Londres se calcula que al piso natural se le han sumado seis mil millones de toneladas métricas en materiales de todo tipo, lo que es equivalente al peso de 948 millones de camiones de pasajeros, una verdadera locura de peso muerto que carga el piso de dicha ciudad.
El futuro de las grandes ciudades y de sus economías no solo es el tema del calentamiento global sino de reconocer que todos los excesos son malos. El verdadero reto es saber cuándo es demasiado y cuando es sólo un pretexto para justificar negocios a favor de los amigos de políticos poderosos.
El Empire State Building pesa más de 2,600 toneladas y es uno de las decenas de edificios gigantes de NYC, pero como ahí, también hay decenas en cada una de las otras grandes ciudades costeras del mundo. Imaginemos el efecto de presión en el subsuelo de cada una de esas zonas, que terminan por deslizarse lateralmente o sumiéndose por fracturas de su propio subsuelo.
Hay más de 300 millones de habitantes en las principales ciudades costeras del mundo, mismas que se están hundiendo por su propio sobrepeso. Yakarta en Indonesia es uno de los ejemplos más dramáticos de este asunto. En años recientes la ciudad se ha hundido a un ritmo de 5 centímetros por año. Una verdadera locura. El cambio climático no hundió a Yakarta, pero sí lo hizo el saqueo de recursos subterráneos como el agua y el peso de la ciudad. La ironía es que por sacar el agua del subsuelo, el agua del mar ahogará a la ciudad.
Nuestras notas tratan de informar a usted de lo que pasa en otros países pero que no es muy difundido por no ser parte de la narrativa más conveniente para los grandes intereses globales, para que usted tome sus precauciones, especialmente económicas y políticas. Como en nuestras decisiones individuales, el problema y las soluciones radican en encontrar un balance idóneo para cada zona, para cada ciudad y para cada país.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos
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LAS CINCO PRINCIPALES:
MUNDO
Tolerancia en tiempos de algoritmos

– Opinión, por Miguel Anaya
¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.
En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.
¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.
El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.
He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).
La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.
Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.
La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.
El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.
Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.
Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.
En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.
El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.
Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.
Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.
MUNDO
De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.
México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.
Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.
El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.
La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.
No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.
Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.
No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.
Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.
Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.
No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.
El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.
Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.
Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.
Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.
Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.
México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.
Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.