MUNDO
De la colaboración a la explotación: La transformación de la economía colaborativa
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
Hace unos años, las conversaciones en círculos de negocios y tecnología giraban en torno a la promesa de la economía colaborativa, un concepto que muchos creían revolucionaría la forma en que usamos los recursos. ¿Recuerdas cuando Uber y Airbnb eran presentados como el futuro? En ese entonces, se hablaba con optimismo de estas plataformas como la gran solución para maximizar el uso de lo que ya teníamos. Pero, como muchas historias modernas, la esperanza y el optimismo dieron paso a la voracidad del capital.
Para entender el trayecto, hay que empezar por el principio. La economía colaborativa es un modelo económico basado en compartir o intercambiar recursos, bienes o servicios entre personas, a menudo a través de plataformas digitales. En su origen, este concepto promovía la idea de utilizar los activos infrautilizados que ya poseemos—como una habitación libre en casa o el tiempo ocioso de un coche estacionado—para generar un beneficio económico.
No se trataba de construir negocios multimillonarios; se trataba de hacer un uso eficiente de los recursos que ya existen, beneficiando tanto a los propietarios como a los consumidores. La idea era simple y atractiva: si algo te sobraba, podías ofrecerlo y alguien que lo necesitaba pagaría por ello sin que tuvieras que incurrir en costos adicionales.
En los inicios de Uber, por ejemplo, la promesa era que, si tenías un coche y unas horas libres, podías ofrecer viajes a otras personas, obteniendo un ingreso extra sin tener que convertirlo en una ocupación formal. Airbnb ofrecía una dinámica similar: si tenías una habitación libre en casa, podías alquilarla a viajeros por unos días, permitiendo que alguien más evitara el costo de un hotel, y tú, por tu parte, obtenías un poco de dinero adicional. Era un modelo colaborativo donde la interacción entre iguales, el “peer-to-peer”, era el alma de la experiencia.
Pero, como en tantas otras historias de innovación, el capital entró en juego y lo que comenzó como un noble intento de optimización y colaboración, se convirtió en un sistema muy diferente. Es como si el joven Ícaro, con las alas hechas por su padre Dédalo para escapar de Creta, hubiera iniciado su vuelo con cautela y moderación, pero, cegado por la ambición, volara demasiado cerca del sol. Las promesas iniciales de la economía colaborativa, similares a esas primeras y equilibradas alas, no estaban diseñadas para el nivel de exposición que alcanzaron con el tiempo.
Hoy, Uber y Airbnb no son plataformas donde personas comparten lo que les sobra. Han mutado en gigantes corporativos que dominan el transporte y la hospitalidad, respectivamente. Se han convertido en verdaderos negocios para muchos, con conductores de Uber trabajando jornadas completas, y propietarios comprando inmuebles exclusivamente para alquilarlos en Airbnb. Lo que comenzó como un espacio para “colaborar” es ahora un mercado competitivo donde el pequeño usuario ha perdido frente a grandes intereses.
Tomemos el caso de Uber. La idea inicial era que cualquier persona con un coche pudiera trabajar unas horas y complementar sus ingresos. Pero ahora, la mayoría de los conductores trabajan largas jornadas, enfrentando condiciones laborales que a menudo son precarias, sin prestaciones ni protecciones básicas. Los autos ya no son vehículos personales que se comparten ocasionalmente, sino herramientas de trabajo de uso intensivo. Uber dejó de ser una plataforma para aprovechar el tiempo libre y se convirtió en una fuerza laboral informal, donde los conductores dependen de la plataforma para subsistir. La promesa de la economía colaborativa, en este caso, se desintegró bajo el peso del capital.
El impacto de Airbnb ha sido igualmente transformador, pero en muchos sentidos destructivo. Originalmente, la idea de alquilar una habitación libre en casa ofrecía una alternativa económica tanto para los anfitriones como para los viajeros. Pero hoy, en muchas ciudades del mundo, Airbnb ha dejado de ser sobre compartir habitaciones y ha impulsado la gentrificación y el aumento de los precios de alquileres.
Personas con mayor capital han transformado apartamentos y casas enteras en negocios de renta a corto plazo, lo que ha sacado del mercado tradicional a los arrendatarios locales. Como resultado, ciudades como Barcelona, Ámsterdam o Ciudad de México están lidiando con una crisis de vivienda, donde los residentes ya no pueden pagar los alquileres, mientras los turistas ocupan la mayor parte de los espacios disponibles.
De ser una idea comunitaria y colaborativa, estas plataformas se han convertido en herramientas de explotación tanto de trabajadores como de inquilinos. El capital encontró en la economía colaborativa una mina de oro, pero a costa de destruir los beneficios originales que se suponía debían traer. Estamos ante una economía que ya no colabora; ahora explota.
Un fenómeno parecido ocurrió con el concepto de ride-sharing. Lo que se anunciaba como una solución para reducir el uso de automóviles privados y disminuir las emisiones de carbono, se ha convertido en todo lo contrario. Uber, en lugar de reducir el tráfico, ha incrementado el número de autos circulando en las ciudades, con impactos negativos en el medio ambiente. Lo mismo pasa con Airbnb: al hacer más accesibles los viajes, ha fomentado una industria turística que en muchos casos agota los recursos locales y desplaza a las comunidades.
En lugar de debatir cómo estas plataformas pueden mejorar nuestras vidas, hoy discutimos cómo hacer para que no las empeoren. Las ciudades están intentando regular Airbnb, imponiendo límites al número de días que una propiedad puede estar en alquiler, mientras que los conductores de Uber en varias partes del mundo exigen derechos laborales básicos. Como el mito de Ícaro, el vuelo hacia el sol ha sido corto, y la caída parece inevitable si no ajustamos el rumbo.
¿Qué nos queda entonces de la promesa de la economía colaborativa? Quizá aún haya esperanza si logramos encontrar un equilibrio entre el espíritu original de compartir y colaborar, y los mecanismos para evitar que el capital transforme lo que debería ser un bien común en una fuente de explotación. Pero para eso, será necesario que las regulaciones sean claras, justas y que, al final del día, las personas vuelvan a ser el centro de estas plataformas, no el capital.
