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MUNDO

El fracaso del modelo neoliberal: ¿Es el fin de la globalización? (segunda parte)

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Opinión, por Alberto Gómez //

El modelo económico del neoliberalismo global en realidad sólo benefició a las economías más poderosas; basado en el libre mercado, abrió la posibilidad de expandirse hacia los mercados de otras latitudes y culturas que lo adoptaron con la esperanza de que sería la mejor solución a las crecientes desigualdades sociales (¿?).

La promoción y firma de tratados comerciales multilaterales entre los países de economías más avanzadas y las naciones de economías emergentes, propiciaron la creación de organismos internacionales como la OMC (Organización Mundial del Comercio) en 1995, con la intención de formalizar y regular el intercambio comercial entre los miembros; esto fue una poderosa herramienta para continuar diseminando la ideología económica de que la conformación de un mercado global sería lo más adecuado para distribuir mejor las riquezas al tener la posibilidad de vender productos y servicios en mercados extranjeros, lo que traería consigo el aumento de actividades en todos los sectores productivos y crecimiento de sus capacidades, más empleos, mayor demanda de mano de obra calificada, sueldos mejores pagados, mayor integración científica-tecnológica, mayores accesos de la población a la educación profesionalizante o superior…; muchos supuestos beneficios deseables de alcanzar, lo que aceleró el proceso de la globalización al estrecharse los vínculos económicos de unos países con otros, no sólo en el ámbito comercial, sino a raíz de ello sobrevino una mayor movilidad e intercambio cultural, educativo, político-ideológico, capital humano y financiero.

Algunas de las consecuencias de la globalización -entre muchas- han sido los devastadores impactos globales que tuvo la grave crisis económico-financiera del 2008, originada en los Estados Unidos por entidades privadas –con nombre y apellido- y que aún una década después no han sido superados (la economía estadounidense como mejor ejemplo), y que fue la antesala de lo que ahora se está manifestando abiertamente: la más grave crisis económica nunca antes vista desde la sufrida por el imperio romano en el siglo III, lo que marcó el inicio del fin de su hegemonía transcontinental de la época.

En la Edad Contemporánea, las cíclicas crisis económicas en el hemisferio occidental se han suscitado debido conflictos político-bélicos (guerras) principalmente, como la Primera y Segunda Guerras Mundiales. Los costos que las guerras generan impactan duramente en las economías de los países involucrados, sobre todo de los vencidos o las naciones más débiles.

En el contexto de conflictos internacionales, es posible distinguir –incluso afirmar- que la Tercera Guerra Mundial se está sucediendo ya, con la diferencia de que comenzó no siendo bélica, sino económico-financiera. La confrontación comercial de China con los Estados Unidos y sus aliados está siendo el nuevo escenario de tal guerra; la globalización ocasiona que, aunque se trate de dos naciones en una abierta lucha por el poder mundial, los impactos socio-económicos se manifiestan en muchos otros países con los que ambas naciones tienen tratados comerciales o intereses geopolíticos. A pesar de los intentos y provocaciones de ambos bandos y de quienes esperan ansiosos nuevas guerras -no necesariamente los gobiernos de estos países- no se ha llegado a un enfrentamiento armado multinacional, afortunadamente para la humanidad y desafortunadamente para los provocadores, como el actual primer ministro israelí.

En estos tiempos de pandemia, con los cierres obligados de los sectores productivos –a excepción del primario- es posible distinguir algunos factores que están generando las condiciones para un verdadero cataclismo económico: la globalización de los mercados de bienes y servicios, cuya interdependencia representa una problemática mucho más profunda que los supuestos beneficios que la promovieron; la franca guerra comercial entre Estados Unidos y China -con su hegemonía en ascenso- con todas las implicaciones que conlleva para los socios comerciales de ambas naciones.

La dolarización de las economías de un gran número de países alrededor del mundo, cuyos bancos centrales –y sus ciudadanos- siguen utilizando la moneda estadounidense como divisa de reserva, cuya caída es inminente –a menos de que algo extraordinario suceda, como una guerra armada, por ejemplo- debido al enorme endeudamiento de su gobierno (más de 27 billones de dólares), y a la desconfianza mundial en la otrora potencia hegemónica mundial, cuyos graves y profundos problemas socio-demográfico-políticos se han evidenciado en forma de masivas protestas en un gran número de ciudades a lo largo y ancho de su territorio, azuzadas por intereses particulares que pretenden desestabilizar al gobierno y sociedad para “resetear” –reiniciar- el moribundo sistema económico prevaleciente, lo que provocará una estrepitosa caída económica de quienes siguieron el modelo del “sueño americano”, un ideal enraizado en prácticamente todos los países occidentalizados y envueltos en la red de la globalización, que parecía ser el escalón final para alcanzar ese sueño, pero que realmente fue la trampa que cambiará las reglas de juego económico mundial.

Es vital estar prevenidos y prepararse para lo que viene: la desglobalización.

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Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos

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MUNDO

Tolerancia en tiempos de algoritmos

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– Opinión, por Miguel Anaya

¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.

En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.

¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.

El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.

He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).

La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.

Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.

La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.

El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.

Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.

Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.

En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.

El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.

Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.

Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.

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MUNDO

De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.

México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.

Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.

El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.

La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.

No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.

Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.

No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.

Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.

Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.

No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.

El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.

Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.

Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.

Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.

Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.

México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.

No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.

Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.

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