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MUNDO

El polvorín en Medio Oriente: Israel lanza ataque directo contra Irán

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Actualidad, por Alberto Gómez R. //

La respuesta de Israel a Irán por el bombardeo con drones y misiles balísticos a territorio israelí del sábado 13 de abril, no se hizo esperar, lanzando en la mañana del viernes 19 un ataque limitado contra objetivos en Irán, según informaron medios y autoridades de Estados Unidos.

Dos funcionarios israelíes y tres iraníes confirmaron el ataque a The New York Times.

Según el diario, los iraníes dijeron que cohetes golpearon las inmediaciones de una base militar próxima a la ciudad Isfahán.

Tres fuertes explosiones se escucharon en esa ciudad, en el centro del país y ubicada a unos 350 kilómetros al sur de la capital de Irán, Teherán, según la prensa estatal.

El ataque ocurre menos de una semana después de que Irán lanzara más de 300 drones y misiles contra Israel, que ese país repelió con la Cúpula de Hierro, su sistema de defensa antimisiles, y el apoyo de países aliados como EE.UU., Reino Unido y Jordania. (bbc.com)

Fue la primera vez en décadas que Irán lanza un ataque directo a territorio de Israel. Pero las tensiones entre ambas naciones y con los demás países árabes han ido en aumento, lo que podría significar una escalada mayor en las próximas semanas.

Funcionarios iraníes dijeron el viernes que un ataque israelí alcanzó una base aérea militar cerca de Isfahán, una ciudad en el centro de Irán. La magnitud y el método del ataque no estaban claros.

Funcionarios iraníes dijeron que otro ataque israelí fue frustrado en Tabriz, una región a unos 800 kilómetros al norte de Isfahán. Las agencias de noticias iraníes dijeron que se oyeron explosiones cerca de ambas ciudades.

Los medios de comunicación estatales de Siria, un importante aliado de Irán que limita con Israel, dijeron también que misiles israelíes habían alcanzado posiciones de defensa aérea en el sur de Siria el viernes.

Isfahán es una de las ciudades más famosas e históricas de Irán, conocida por sus hermosas mezquitas de azulejos turquesa y púrpura, sus pintorescos puentes arqueados y su Gran Bazar.

La zona alberga también cuatro pequeñas instalaciones de investigación nuclear y es un centro de producción de armamento iraní. Allí se ensamblan muchos de los misiles de medio alcance Shahab, capaces de alcanzar Israel y otros países.

En la provincia de Isfahán también se encuentra la planta de enriquecimiento de uranio de Natanz, así como una base aérea que alberga una flota de cazas F-14 Tomcats de fabricación estadounidense. Según The Associated Press, fueron adquiridos por el gobierno iraní respaldado por EE. UU. antes de la revolución islámica de 1979. (nytimes.com)

A pesar de la creciente animadversión, ambos países no siempre fueron enemigos, sino todo lo contrario: antes de 1979, cuando se produjo la Revolución Islámica que derrocó al sha Mohamad Reza Pahlevi, Israel e Irán mantenían una relación cordial, incrementada por el hecho de que ambos gobiernos eran aliados de Estados Unidos. De hecho, Irán fue uno de los primeros países en reconocer al Estado de Israel, solo dos años después de su proclamación en 1948.

Ambos gobiernos mantuvieron en el tercer cuarto del siglo XX una intensa relación diplomática y, sobre todo, económica, ya que Israel importaba el 40% de su petróleo de Irán a cambio de armas, tecnología y productos agrícolas.

Sin embargo, la llegada al poder del ayatolá Ruholla Jomeini y la instauración en Teherán de un régimen teocrático chií cambió por completo las tornas e Irán pasó a ser el principal antagonista de Israel en una región ya de por sí conflictiva. Si para los ayatolás Estados Unidos era el ‘Gran Satán’, Israel -como fiel aliado de Washington- se convirtió en el ‘Pequeño Satán’.

Pese a ello, durante la guerra entre Irán e Irak (1980-1988) Israel entregó misiles a Teherán en el marco de la venta ilegal de armas de Estados Unidos al régimen de Jomeini, un escándalo conocido como Irangate, cuyo objetivo era obtener la liberación de rehenes de EE.UU. retenidos en el Líbano.

La rivalidad entre Irán e Israel tiene raíces históricas, políticas, religiosas y geopolíticas complejas que se remontan a varias décadas atrás:

  • Contexto Religioso y Cultural: Irán es una república islámica chiita, mientras que Israel es un estado judío. Esta diferencia religiosa ha contribuido a una falta de afinidad entre los dos países, ya que el chiismo y el judaísmo tienen diferentes perspectivas teológicas y políticas.
  • Revolución Islámica de Irán: En 1979, Irán experimentó una revolución que derrocó al sha (rey) respaldado por Occidente y estableció una república islámica encabezada por el ayatolá Jomeini. Este cambio de régimen llevó a una postura antioccidental y antisionista en Irán, lo que contribuyó a la tensión con Israel, un aliado histórico de Occidente.
  • Apoyo de Israel a los rivales de Irán: Israel ha sido un aliado cercano de los países que han sido rivales de Irán en la región, como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos. Esta alineación geopolítica ha contribuido a la percepción de Irán de Israel como un adversario estratégico.
  • Apoyo de Irán a grupos antiisraelíes: Irán ha apoyado a varios grupos en la región que se oponen a Israel, como Hezbollah en el Líbano y Hamas en Palestina. Esta política de apoyo a grupos que luchan contra Israel ha exacerbado la animosidad entre los dos países.
  • Desarrollo de armas nucleares: La preocupación internacional sobre el programa nuclear de Irán ha aumentado la tensión con Israel, que ve la posibilidad de un Irán nuclear como una amenaza existencial.

Medio Oriente es y ha sido desde la segunda mitad del siglo XX una zona de constante inestabilidad política, sobre todo desde la creación del estado judío de Israel auspiciados por Reino Unido y los Estados Unidos -arrebatando a naciones árabes sus territorios- con la consigna de ser los ojos y oídos anglosajones en esa estratégica región del mundo, y colocar bases militares bajo la premisa expansionista de la posguerra, lo que generó para esta dupla el poder hegemónico durante 70 años, pero que está llegando a su fin.

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Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos

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Tolerancia en tiempos de algoritmos

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– Opinión, por Miguel Anaya

¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.

En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.

¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.

El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.

He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).

La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.

Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.

La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.

El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.

Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.

Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.

En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.

El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.

Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.

Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.

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MUNDO

De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.

México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.

Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.

El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.

La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.

No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.

Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.

No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.

Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.

Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.

No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.

El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.

Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.

Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.

Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.

Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.

México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.

No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.

Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.

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