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Elon Musk, el aliado de la extrema derecha alemana: El fantasma de Weimar y el eco del Silicon Valley

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En 1848, las calles de Berlín retumbaban con las demandas de libertad, democracia y justicia social. La Revolución de Marzo, parte de una ola de levantamientos en Europa, buscaba terminar con el autoritarismo monárquico prusiano y dar paso a una nueva era política. Sin embargo, a pesar del fervor revolucionario, las fuerzas reaccionarias terminaron por imponerse, sofocando el sueño democrático y postergando la modernización política alemana.

Ese episodio histórico resuena hoy con inquietante claridad en Alemania, donde el auge de la derecha radical, encarnado en Alternativa para Alemania (AfD), está marcando un retroceso preocupante en los valores democráticos. La sorpresa ahora no viene solo de los discursos ultranacionalistas o las teorías conspirativas que alimentan su narrativa, sino de una nueva variable que amenaza con amplificar su influencia: la irrupción de magnates tecnológicos en su ecosistema político. En este caso, Elon Musk.

La extrema derecha alemana ha encontrado en Musk un aliado inesperado. El magnate sudafricano, cuyo imperio tecnológico se extiende desde los autos eléctricos de Tesla hasta la infraestructura espacial de SpaceX, ha pasado de ser un empresario excéntrico a una figura política con una agenda cada vez más alineada con el populismo reaccionario. Su asistencia a eventos organizados por figuras de la AfD no es un simple gesto, sino un síntoma de una transformación en la manera en que el poder económico está interviniendo en la vida pública.

No se trata de una casualidad. Musk ha mostrado un patrón de acercamiento a movimientos ultraconservadores en distintas partes del mundo. Desde su retórica antiélite en X (antes Twitter), hasta su respaldo a figuras como Donald Trump y Javier Milei, su discurso ha ido evolucionando hacia una versión tecnológicamente sofisticada del populismo de derecha. Ahora, su atención sobre Alemania sugiere que la estrategia no es accidental, sino parte de un esfuerzo más amplio para redefinir los límites de la discusión política en Occidente.

Pero ¿qué es lo que hace que figuras como Musk sean tan atractivas para la ultraderecha? La respuesta radica en la confluencia de dos factores: la tecnología como herramienta de disrupción y el desencanto con las élites tradicionales. Durante años, la narrativa de Silicon Valley se ha basado en la idea de que las estructuras tradicionales son ineficientes y que la innovación es la única vía hacia el progreso. Esta lógica, cuando se traslada al terreno político, se convierte en un combustible perfecto para los discursos populistas que buscan destruir el statu quo.

El AfD, que comenzó como un partido de euroescépticos y evolucionó hasta convertirse en una fuerza abiertamente nacionalista y antimigrante, ha sabido captar el malestar social y la desconfianza hacia las instituciones democráticas.

En ese contexto, la llegada de Musk a su esfera de influencia no solo les otorga legitimidad ante un público más amplio, sino que también les proporciona una plataforma de difusión sin precedentes. X, la red social de Musk, ha flexibilizado sus políticas de moderación, permitiendo que el discurso de odio y la desinformación proliferen con mayor libertad.

Ante este panorama, la pregunta fundamental no es si los magnates tecnológicos deben participar en la vida política (porque, en una democracia, tienen el derecho de hacerlo), sino cómo contrarrestamos su creciente influencia cuando esta se inclina hacia posturas autoritarias y antidemocráticas. La respuesta no puede ser simplemente prohibir su participación o censurar sus discursos. La historia demuestra que los intentos de silenciar a los extremistas solo refuerzan su narrativa de persecución.

Lo que se necesita es una estrategia de contrapeso, una combinación de regulación, movilización social y narrativas alternativas. Primero, es urgente que la Unión Europea y otros organismos reguladores refuercen su supervisión sobre el papel de las grandes tecnológicas en la difusión de desinformación y discursos de odio. Musk ha utilizado la bandera de la «libertad de expresión absoluta» para desmantelar los controles sobre el contenido en X, pero la libertad de expresión no significa impunidad para la propaganda extremista.

Segundo, la sociedad civil y los medios de comunicación tienen la tarea de ofrecer narrativas que no solo refuten las afirmaciones de la extrema derecha, sino que presenten visiones de futuro más atractivas y viables. No basta con denunciar a Musk o a partidos y/o movimientos como el AfD; es necesario articular discursos que conecten con las preocupaciones reales de la población.

Esto implica reconocer que las inquietudes que alimentan el apoyo al populismo de derecha no son siempre irracionales, sino que responden a ansiedades legítimas sobre economía, identidad y seguridad. En lugar de simplemente descalificar estos temores, es crucial abordarlos con propuestas concretas y soluciones que resuenen con la ciudadanía.

Si el atractivo del populismo de derecha radica en su capacidad para explotar el desencanto, la mejor respuesta es una política que ofrezca soluciones concretas a los problemas que alimentan ese malestar. Esto requiere una combinación de políticas públicas eficaces, un liderazgo político comprometido con la transparencia y la inclusión, y una sociedad civil activa que fomente el debate informado y la participación ciudadana.

Es imperativo que las fuerzas democráticas no caigan en la tentación de imitar las tácticas del populismo, sino que construyan una alternativa convincente basada en hechos, justicia social y oportunidades para todos.

Por último, es fundamental que los partidos democráticos recuperen la iniciativa y dejen de jugar a la defensiva. La ultraderecha ha logrado imponer su agenda porque sus oponentes han caído en la trampa de responder siempre en términos reactivos. Es hora de que la política progresista y moderada recupere el espíritu transformador que, en su momento, inspiró revoluciones como la de 1848. No para repetir los errores del pasado, sino para asegurarse de que esta vez, el impulso hacia la democracia no sea sofocado por las fuerzas de la reacción y la desinformación.

Elon Musk no es el problema central, pero sí es un síntoma de cómo el poder económico puede distorsionar la política democrática cuando no se le ponen límites adecuados. La pregunta que debemos hacernos no es cómo lo silenciamos, sino cómo aseguramos que su influencia, y la de otros como él, no termine por redefinir la democracia según los intereses de una élite tecnológica sin compromisos con el bienestar común.

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