OPINIÓN
Entre la promesa y la realidad: Desentrañando la promesa meritocrática
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En nuestro eterno anhelo por construir sistemas sociales más justos y equitativos, la meritocracia emerge como el faro que guía nuestra visión de un camino donde el esfuerzo individual y el mérito personal son las monedas de cambio hacia el éxito. Este principio, en apariencia simple y seductor, nos promete un mundo donde aquellos que trabajan arduamente y destacan serán recompensados con ascensos, reconocimiento y, en última instancia, prosperidad.
Sin embargo, la realidad de la meritocracia, como destaca incisivamente Michael Sandel en su obra «La Tiranía del Mérito», está lejos de ser tan clara y justa como nos gustaría creer. La promesa de una sociedad basada en el mérito individual a menudo choca con la complejidad intrínseca de la vida real, donde las oportunidades no son uniformes y las condiciones iniciales pueden variar drásticamente.
Imaginen la meritocracia como una escalera. Una escalera en la que, teóricamente, cada peldaño representa un logro individual que te acerca más al éxito. No obstante, a medida que nos acercamos, notamos grietas en esos peldaños. Resulta que algunos están hechos de un material más firme que otros. ¿Y es justo que alguien suba más rápido solo porque su peldaño es más resistente?
Sandel argumenta que la meritocracia, en la práctica, no puede escapar a estas desigualdades. La meritocracia ignora factores como el entorno socioeconómico y las barreras que algunos enfrentan desde el principio. Entonces, en lugar de una escalera uniforme, nos enfrentamos a una estructura desigual, donde algunos tienen una ventaja injusta.
De igual forma, la meritocracia también se ve desafiada por la falta de visión frente a la diversidad de situaciones iniciales. Para algunos, el juego comienza con todas las fichas en su lugar, mientras que otros tienen que lidiar con un tablero desigual. La igualdad de oportunidades, en este contexto, se convierte en una quimera.
Esta disparidad en las condiciones iniciales no solo impacta la competencia entre individuos, sino que también tiene consecuencias profundas en la construcción misma del tejido social. La meritocracia, al no abordar las diferentes realidades de partida, perpetúa una brecha cada vez más amplia entre aquellos que tienen una ventaja desde el principio y aquellos que luchan contra obstáculos considerables. Esta falta de equidad en el punto de partida no solo refleja desigualdades económicas, sino que también se traduce en desigualdades en la representación y participación en diversos ámbitos de la sociedad.
Por otro lado, al no reconocer la diversidad de situaciones iniciales, la meritocracia tiende a subestimar el valor intrínseco de la contribución de cada individuo al tejido social. Se enfoca en recompensar ciertos tipos de méritos que se alinean con estándares preestablecidos, pero deja de lado experiencias, perspectivas y talentos valiosos que podrían enriquecer nuestra sociedad de maneras diversas. Esta ceguera ante la diversidad inicial limita nuestra capacidad colectiva de innovar y abordar los desafíos desde una gama completa de perspectivas, lo que resulta en una sociedad menos resiliente y adaptable. En lugar de fomentar la inclusión y la apreciación de la riqueza que aporta cada individuo, la meritocracia, al no considerar la diversidad en el inicio del juego, socava la posibilidad de construir una sociedad auténticamente inclusiva y equitativa.
De esta manera, este sistema, que se supone debería recompensar los méritos, a menudo olvida que algunos comienzan la carrera de la vida en desventaja. ¿Cómo puedes competir en igualdad de condiciones cuando algunos parten con un impulso inicial mientras otros luchan contra corrientes adversas desde el principio?
Las críticas a la meritocracia no solo vienen desde la base de la igualdad, sino también desde la diversidad. Un tablero de ajedrez desigual nos muestra cómo algunos jugadores tienen que enfrentarse a desafíos considerables debido a su género, raza u orientación sexual. ¿Cómo podemos hablar de mérito cuando la partida está sesgada desde el principio?
En esa tesitura, la crítica a la meritocracia no es simplemente una denuncia de sus imperfecciones, sino un llamado a reconocer y abordar las desigualdades sistémicas desde el inicio. Es una invitación a repensar el juego, a reconsiderar cómo distribuimos las fichas al comienzo y a trabajar hacia un sistema que no solo recompense el esfuerzo individual, sino que también reconozca y aborde las diferencias iniciales que influyen en el juego desde el principio. Solo así podremos construir un terreno de juego verdaderamente equitativo y justo para todos.
Entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿Deberíamos seguir apostando por una meritocracia que parece romper sus propias promesas? Aquí es donde entra en juego la solidaridad. En lugar de depender únicamente del mérito individual, la solidaridad nos llama a reconocer las desigualdades iniciales y a construir una sociedad que no ignore los obstáculos iniciales.
Apostar por la solidaridad implica reconocer que el éxito no puede divorciarse completamente de las circunstancias iniciales y los privilegios heredados. Significa aceptar la responsabilidad colectiva de construir un mundo más justo y equitativo para todos.
Al reconocer que el éxito no puede desvincularse por completo de las circunstancias iniciales y los privilegios heredados, nos embarcamos en una travesía colectiva hacia una sociedad más inclusiva. Este viaje implica no solo la redistribución equitativa de recursos y oportunidades, sino también la creación de entornos que fomenten la colaboración y la empatía.
La solidaridad no solo se trata de igualar las condiciones iniciales, sino de construir un tejido social donde la prosperidad de uno se entrelace con la prosperidad de todos. Al adoptar la responsabilidad colectiva, nos convertimos en arquitectos de un futuro donde la justicia social no es solo un ideal, sino una realidad palpable y compartida por todos.
En este dilema entre la promesa rota de la meritocracia y la llamada a la solidaridad, la elección parece clara. Tal vez sea hora de dejar de buscar una escalera perfecta y empezar a construir juntos un camino más sólido, donde la igualdad y la justicia social no sean solo palabras bonitas, sino la esencia misma de nuestra sociedad.
