OPINIÓN
Quien controla la historia tiene el futuro: La política como ficción
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En la cumbre de nuestras sociedades modernas, entre campañas electorales, discursos ideológicos y banderas agitadas por la emoción, no hay nada más humano que contar historias. Historias que nos unan, nos movilicen, nos separen o nos enfrenten. Historias que no tienen que ser verdaderas en sentido estricto, sino creíbles, compartibles, contagiosas.
Así lo propone Yuval Noah Harari, quien sostiene que Homo sapiens no domina el mundo por su fuerza ni por su inteligencia, sino porque es capaz de crear y creer en ficciones colectivas. Desde las religiones hasta los derechos humanos, desde las constituciones hasta el concepto de nación, todo eso que consideramos el tejido de nuestra vida política no es más que un conjunto de relatos a los que elegimos dar sentido. No por falsos, sino por construidos. No por imaginarios, sino por compartidos.
Y en ese contexto, no hay escenario más adecuado para analizar esta condición narrativa de la humanidad que la política actual, donde las ideologías, más que sistemas racionales de ideas, operan como marcos míticos que nos dicen quiénes somos, quiénes son los otros y qué lugar merecemos en el mundo.
La política, más que una administración de recursos o una gestión técnica de lo público, es la batalla por imponer una historia.
El relato de la patria traicionada, el del pueblo humillado, el de la esperanza redentora, el de los buenos contra los malos. Todos estos relatos funcionan porque apelan al alma tribal que aún late dentro del animal narrador que somos.
Las campañas políticas no ganan por argumentos, sino por ficciones bien construidas. Por eso los partidos se parecen más a fábricas de sentido que a estructuras de gobierno. El político exitoso no es el que tiene el mejor plan técnico, sino el que cuenta la mejor historia. Uno que promete redención, futuro, orgullo, pertenencia.
Lo mismo ocurre con las identidades políticas. No se trata de convicciones racionales, sino de adhesiones emocionales a una narrativa que nos explica el mundo y nos ubica moralmente en él. “Soy de izquierda” o “soy conservador” se convierten en afirmaciones casi religiosas, que separan a los creyentes de los herejes. Las redes sociales amplifican este fenómeno: ahí, más que debatir ideas, competimos por imponer relatos que nos legitimen y deslegitimen al adversario.
De esta manera, Harari ofrece una lente aguda: las ficciones no son mentiras, son realidades intersubjetivas. Es decir, son reales porque todos creemos en ellas. El dinero, por ejemplo, no tiene valor por sí mismo, sino porque colectivamente hemos acordado tratarlo como valioso. Lo mismo puede decirse de una constitución, de una democracia, de una república. Su vigencia no depende de su fuerza material, sino de nuestra fe común. Lo peligroso —y lo fascinante— es que esa fe puede cambiar. Y cuando cambia, el edificio entero se tambalea.
Hoy vivimos un momento político en el que múltiples relatos compiten por el alma del ciudadano. Desde la narrativa tecnocrática que confía en los datos y la gestión, hasta la narrativa populista que apela al pueblo traicionado, pasando por las nuevas formas de activismo que reinventan las luchas sociales a través de lenguajes identitarios y emocionales. Cada uno de estos relatos propone una versión de la realidad, una épica, un enemigo y un destino. Y todos luchan por convertirse en verdad compartida.
Lo interesante —y peligroso— es que la eficacia de estos relatos no se mide por su veracidad, sino por su capacidad de producir adhesión. Una mentira que moviliza puede ser más efectiva que una verdad indiferente. Y en la era de la posverdad, esto se vuelve la norma. La verdad objetiva cede ante la verdad emocional. Lo que importa no es qué ocurrió, sino cómo se cuenta. El testigo se convierte en autor. La víctima en símbolo. El dato en anécdota. Y el poder no reside en tener la razón, sino en tener la palabra.
El riesgo de todo esto es que, en lugar de construir ficciones colectivas que nos unan, estamos creando burbujas narrativas que nos aíslan. Cada tribu política vive en su propia historia, con sus propios héroes, mártires y traidores. La deliberación democrática se convierte en un choque de mundos paralelos, donde ya no discutimos sobre la realidad, sino sobre cuál es la realidad válida. Esto erosiona la confianza en las instituciones, en el sistema y en el otro. Porque si el otro cree en una historia que yo considero falsa o perversa, entonces no es simplemente mi adversario: es mi enemigo.
Pero también hay una posibilidad esperanzadora en este diagnóstico. Si el ser humano es un animal narrador, entonces también puede reinventarse a través del relato. Puede crear nuevas ficciones que integren en vez de fragmentar, que unan sin uniformar, que en lugar de dividir entre “nosotros y ellos” propongan un “nosotros más amplio”. La política necesita recuperar su dimensión ética no desde la tecnocracia, sino desde la imaginación colectiva. Necesitamos historias mejores, no sólo gobiernos mejores.
Harari nos recuerda que, aunque nuestras creencias son construcciones, su impacto es tan real como un muro o una bala. No es menor lo que creemos. Creer que una elección es legítima o que fue un fraude; creer que un país está progresando o que se encamina al colapso; creer que se gobierna para todos o sólo para unos cuantos. Estas creencias moldean nuestras emociones, decisiones y acciones. Y lo hacen porque están narradas de forma convincente, repetidas hasta ser indiscutibles, convertidas en dogma.
Quizá la gran tarea del siglo XXI no sea descubrir nuevas verdades, sino contar nuevas historias. Historias donde el otro no sea el enemigo, donde el desacuerdo no sea traición, donde la verdad no sea monopolio de una sola voz. Harari nos invita a mirar de frente nuestra condición: no somos dioses, ni robots, ni ángeles caídos. Somos animales narradores. Y en esa capacidad —tan frágil y poderosa— reside tanto nuestro mayor peligro como nuestra mayor esperanza. Porque quien controla la historia, controla el futuro. Pero quien se atreve a reescribirla, puede cambiar el destino.
