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JALISCO

Tejido urbano fracturado: Torres de Babel en Guadalajara y Zapopan

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En el horizonte de la Zona Metropolitana de Guadalajara, las torres de departamentos se alzan como un bosque de concreto, una metáfora de un crecimiento desmedido y poco armonioso. Estas estructuras, que prometen modernidad y desarrollo, son también reflejo de un sistema que, como un río desbordado, ha dejado a su paso problemas que no pueden ignorarse: especulación inmobiliaria, saturación de servicios y la sombra persistente de algunos vicios.

De acuerdo con algunos datos que leí la semana pasada, desde el año 2010, cuando comenzaron a proliferar estos desarrollos verticales, la narrativa del progreso tomó forma en edificios de más de veinte niveles que cambiaron el rostro de colonias tradicionales como Providencia, Colomos y Vallarta. En apenas trece años, los proyectos registrados pasaron de 54 en 2010 a la asombrosa cifra de 291 en 2023. Este crecimiento, lejos de responder a una planeación adecuada, parece más bien el resultado de un apetito voraz por la urbanización a cualquier costo.

Ciertamente este tema no es para menos y debería ser un pilar en la agenda pública, ya que el impacto de estas construcciones no se limita al paisaje urbano. La especulación inmobiliaria ha convertido la vivienda en un lujo inalcanzable para muchos. En lugar de responder a la demanda real de hogares accesibles, las torres han inflado los precios de terrenos y propiedades a niveles que excluyen a una gran parte de la población. La ciudad, antaño accesible, ahora se parece más a una vitrina donde solo algunos pueden pagar el precio de la entrada.

Pero los costos económicos no son los únicos que pesan. Los servicios públicos de estas zonas, diseñados para una densidad habitacional mucho menor, enfrentan ahora el desafío de atender a una población multiplicada. Las vialidades, como arterias obstruidas, se colapsan bajo el peso de un tráfico cada vez más intenso. El suministro de agua, la recolección de basura y los servicios de drenaje muestran sus límites, poniendo en evidencia una infraestructura que no fue concebida para soportar este nivel de urbanización.

La pregunta inevitable es cómo se llegó hasta aquí. Parte de la respuesta yace en la flexibilización de normativas y, en algunos casos, en la omisión deliberada de regulaciones que deberían haber garantizado un crecimiento ordenado. Aunque los desarrolladores han argumentado que estos proyectos traen inversión y empleo, no puede ignorarse que muchos han encontrado la manera de sortear las reglas para maximizar sus beneficios.

Un ejemplo claro es el uso del Coeficiente de Uso del Suelo (C.U.S.) y el Coeficiente de Ocupación del Suelo (C.O.S.), cuyos parámetros, diseñados para regular la densidad y la ocupación máxima de los terrenos, han sido objeto de modificaciones discrecionales, como lo es la creación del CUSMAX que permite a los desarrolladores incrementar la densidad de construcción en áreas específicas, promoviendo un uso más ‘’eficiente’’ del suelo y fomentando el desarrollo urbano en zonas estratégicas, pero omitiendo tomar medias para contener el desarrollo inmobiliario vertical a través de los planes parciales de desarrollo urbano.

De esta manera, las autoridades han permitido el aumento en la densidad de construcción bajo argumentos como el «impacto positivo» o el «interés público», pero sin aumentar o incrementar los espacios de servicios públicos tales como parques, hospitales, obras de infraestructura hidráulica, para garantizar un verdadero impacto positivo o un crecimiento sustentable.

Sin embargo, estas decisiones suelen carecer de transparencia, dejando espacio para negociaciones opacas entre las partes involucradas y que suelen priorizar beneficios económicos inmediatos sobre el bienestar colectivo, dando como resultado que aquello que debió ser una herramienta para garantizar un crecimiento urbano sostenible se han convertido en piezas clave de un sistema donde la flexibilidad normativa sirve más a los intereses privados que al bien común.

De esta manera, este fenómeno deja entrever un problema más profundo que debe de ser también una invitación a reflexionar sobre los mecanismos que determinan cómo se otorgan los permisos de construcción, quién supervisa su cumplimiento y qué intereses se protegen en el proceso, preguntas que adquieren aún más relevancia cuando recordamos que cuando las leyes se convierten en sugerencias y los reglamentos en meros obstáculos burocráticos, el costo lo paga la ciudad entera.

En este contexto, la metáfora de las torres de Babel cobra un nuevo significado. Al igual que en el mito bíblico, estas construcciones parecen levantarse sin considerar las limitaciones del entorno, en un intento por alcanzar alturas que desafían la lógica y la sostenibilidad. Pero mientras en la historia original el castigo fue la confusión de las lenguas, aquí el resultado es un tejido urbano fracturado, donde los intereses privados eclipsan el bien común.

Es importante señalar que la crítica a este modelo de desarrollo no busca detener el progreso ni satanizar la urbanización vertical. Las ciudades necesitan adaptarse y crecer, pero este crecimiento debe ser resultado de una planeación estratégica que considere las necesidades de sus habitantes y respete la capacidad de sus servicios garantizando un desarrollo verdaderamente sostenible que a su vez brinde un verdadero equilibrio entre densidad y calidad de vida, entre inversión y regulación, entre lo público y lo privado.

Por eso mismo, el caso de Guadalajara y Zapopan, la proliferación de torres nos obliga a repensar el modelo de ciudad que estamos construyendo. ¿Queremos un espacio donde la modernidad se mida en metros de altura o una ciudad que priorice la equidad, la funcionalidad y la habitabilidad?

Ciertamente el reto que tenemos en frente es monumental, pero pese a esto no es imposible. Requiere de autoridades que actúen con integridad y voluntad política, de ciudadanos que exijan transparencia y participen en los procesos de decisión, y de desarrolladores que asuman su responsabilidad social. Solo así será posible transformar este paisaje urbano, para que las torres que ahora parecen desafiarnos desde su altura sean testimonio de un progreso auténtico y no de un sistema que ha perdido su rumbo.

La ciudad, como cualquier organismo vivo, necesita equilibrio. No basta con construir edificios; es imprescindible construir comunidad. La ambición desmedida sin planeación ni equilibrio puede fragmentar incluso las estructuras más imponentes. La verdadera pregunta es si seremos capaces de construir una ciudad que priorice el bienestar colectivo sobre los intereses particulares.

 

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