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MUNDO

Una lección desde Oriente

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Opinión, por Miguel Anaya //

Después de concluir los días santos, nos integramos nuevamente a la vida productiva. Esto conlleva hacer y dejar de hacer ciertas cosas. Los necesarios días de descanso se convirtieron en días de reflexión. Esa reflexión nos lleva a pensar cómo vivimos, qué rol desempeñamos en la sociedad, hacia dónde queremos ir en lo individual y colectivo. El leer a algunos autores y observar la realidad nos lleva a algunas ideas.

Vivimos en la era del “hiper”. Hiperconectados, hiperinformados, hiperestimulados. Nuestra sociedad occidental ha cruzado un umbral donde todo debe ser inmediato, visible y viral. Estamos atrapados en un flujo incesante de datos, imágenes y mensajes que configuran un ecosistema social marcado por la prisa, la competencia y la búsqueda de reconocimiento constante. Esta hiperactividad cultural no ha traído consigo mayor bienestar, sino una angustia silenciosa que se manifiesta en la soledad, el aislamiento y una desconexión cada vez mayor con el otro.

Byung-Chul Han, filósofo surcoreano afincado en Alemania, lo ha señalado como la sociedad de rendimiento —donde todos somos empresarios de nosotros mismos— misma que nos ha llevado a la autoexplotación. El sujeto moderno ya no es dominado por el otro, sino por sí mismo. Vive bajo la ilusión de la libertad mientras carga con la presión de ser productivo, deseable, visible, viral. En este contexto, el “yo” se vuelve el único centro de valor. La empatía se diluye. La cooperación, esa vieja virtud que sustentaba comunidades, se vuelve sospechosa o irrelevante.

El hipersexualismo en redes, la hiperexposición de vidas editadas, el culto al éxito individual y a la constante validación externa han terminado por generar una cultura de hedonismo fragmentado, donde los vínculos son débiles, temporales y funcionales. Todo se consume, incluso las relaciones humanas. Y al perder lo sólido —la comunidad, el sentido de pertenencia, la tradición—, nos volvemos náufragos emocionales en un océano de estímulos sin dirección.

En contraste, al otro lado del mundo, en el Oriente, China ha desarrollado un modelo distinto. No exento de contradicciones ni críticas, lo cierto es que el pueblo chino ha logrado avances extraordinarios en cohesión social, tecnología, infraestructura y crecimiento económico, sin abandonar del todo ciertos principios civilizatorios que les han acompañado por siglos. En tiempos recientes, han emprendido una campaña cultural y educativa que apela al orgullo nacional, al respeto por los ancianos, al valor del esfuerzo colectivo y a la continuidad de su historia.

En China, el concepto de “armonía” no es una palabra hueca. Está inscrito en su filosofía, en su urbanismo, en su manera de entender la vida pública. La cooperación no es vista como debilidad ni como pérdida de autonomía, sino como el engranaje natural para lograr el bienestar común. La familia, la comunidad y el Estado se entienden como esferas que se retroalimentan.

Por supuesto, este modelo también enfrenta tensiones con la modernidad, pero lo hace sin renunciar a una narrativa identitaria fuerte. Esa que recuerda al ciudadano que su éxito personal no tiene sentido si no es útil para el colectivo.

Mientras tanto, en Occidente, nos encontramos en una encrucijada. Hemos elevado el individualismo a dogma. Hemos confundido libertad con aislamiento, deseo con consumo, visibilidad con valor. Creemos que escalar significa dejar atrás a los demás, que ayudar es signo de debilidad, y que colaborar es una pérdida de tiempo frente a la inmediatez del éxito.

Pero necesitamos despertar. No se trata de romantizar otros modelos ni de ignorar los desafíos que enfrentan. Se trata de reaprender algo esencial: el ser humano florece en comunidad. El otro no es un obstáculo, sino una posibilidad. La cooperación es la única vía sostenible para construir un futuro más justo, más sano, más habitable.

Volver a mirar al otro, a construir redes verdaderas más allá de los likes, a compartir en vez de competir, es un acto de resistencia frente a la lógica del “yo primero”. Necesitamos recuperar el valor de lo común. Apostar por un progreso que no sacrifique lo humano en el altar del algoritmo.

Quizá haya llegado el momento de detenernos un instante. De respirar. De mirar con honestidad nuestras relaciones y nuestras ambiciones para preguntarnos: ¿a dónde queremos llegar? ¿con quiénes? ¿y a costa de qué?

La cooperación no es solo una estrategia de supervivencia. Es una forma de trascendencia. Una manera de recordar que nuestro mayor logro como especie no ha sido dominar la naturaleza, sino ayudarnos unos a otros a vivir con dignidad. Es momento de que el yo abra el espacio al nosotros.

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