OPINIÓN
Unidad, respeto y desarrollo, retos para Durazo

De primera mano, por Francisco Javier Ruíz Quirrín //
Tengo entendido que ayer por la tarde Alfonso Durazo Montaño recibió su constancia que lo acredita como Gobernador Electo del Estado de Sonora. Se cumple así con la voluntad de la mayoría de los ciudadanos que le dieron su voto y también su confianza.
Sobre esto último, quien fuera candidato de MORENA a la gubernatura ha adelantado que en su agenda de prioridades estará el impulso al crecimiento económico, la generación de empleos y recuperar la paz y la tranquilidad de la gente, tan atribulada en los últimos años por el crecimiento inusitado de la violencia.
Muy bien. Creo que todos debemos impulsar y apoyar estos propósitos. En nuestro papel de periodistas el ejercicio de la crítica responsable, la de todos los días, debe conducir a mejorar el estado de cosas. En realidad, los gobernadores que han impulsado la crítica han abonado mucho a la construcción y reforzamiento de la Democracia y la historia les ha otorgado un sitio privilegiado.
Sonora se ha reconocido como una tierra en la que los hombres (y las mujeres, se añadiría de manera más correcta, hoy) han vencido a la adversidad. El clima extremoso, el desierto, las enormes distancias, han forjado al paso de los años un recio carácter de un pueblo amante de la bondad, la generosidad y, sobre todo, el trabajo.
Siempre ha sido considerado el sonorense como una persona noble, franca y sencilla. Cuando se han tocado las estadísticas en materia de seguridad, muchos de los autores de los delitos que han consternado a la sociedad, son originarios de otros estados. Un sonorense, por su reconocido perfil, difícilmente ha sido calificado como un criminal.
A través de los años Sonora y los sonorenses han alcanzado positivos niveles de desarrollo, sobre escenarios de paz, -social y orgánica-, y tomando a la unidad como un símbolo de respeto.
En determinados casos, la desunión ha traído por consecuencia la división entre paisanos y el retroceso en los buenos propósitos por avanzar.
Por ejemplo, durante el sexenio del Gobernador Guillermo Padrés, se profundizó una fisura entre el norte y el sur de la entidad por la construcción del Acueducto Independencia, impulsado por la administración estatal como una forma de solucionar el desabasto del vital líquido en la capital del Estado.
Los cajemenses se sintieron agraviados, se autodefinieron como propietarios del agua e impulsaron la idea de que morirían de sed. La insensibilidad política de Padrés y su equipo ahondó en dicha división y Sonora vivió tensiones y amenazas que sólo se pudieron sortear con los resultados de las elecciones por la gubernatura en el año 2015.
La mentalidad del sonorense está muy ligada a los valores humanos de respeto en todos los aspectos. El respeto entre las personas, el respeto entre las clases sociales, el respeto a la propiedad privada, la solidaridad con quien menos tiene, el apoyo a los más necesitados, el respeto por la vida (mayoritariamente rechaza la práctica del aborto) y tiene en la familia a la célula básica de la sociedad, esencia de las relaciones interpersonales.
Alfonso Durazo ha reiterado que impondrá la cuarta transformación en Sonora, una vez sentado en la oficina más refrigerada de palacio de Gobierno.
Lo que iniciará entonces a partir del próximo 13 de septiembre, ¿será un antes y un después de los usos y costumbres que los sonorenses hemos construido y vivido por años?
Con su voto y la contundente victoria ofrecida a Durazo el pasado 6 de Junio, los sonorenses le otorgaron también su confianza.
Esperarían un gobierno que abrace sus anhelos, sus esperanzas y sus valores.
Si esto último se da, la confianza se habrá ganado.
Si se dan cambios, que sean cambios para bien y no para crear fisuras sociales.
Quien también recibió su constancia de mayoría como triunfador en la elección por la presidencia municipal de Hermosillo, fue Antonio “Toño” Astiazarán… Y aunque su adversaria Célida López ha anunciado que impugnará los resultados ante los tribunales, se espera que camine el proceso de “entrega-recepción” sin mayores problemas… Toño ha anunciado la instalación de siete mesas temáticas a las que integrará a ciudadanos en la conformación del plan de acción favor de la gente de la capital del Estado… Sus prioridades –expresó el alcalde electo- son seguridad pública, agua potable e infraestructura urbana.
MUNDO
El culto en tiempos de algoritmos y misiles

Opinión, por Miguel Anaya //
En un mundo saturado de imágenes, voces, notificaciones y estímulos, la figura del líder político ha dejado de ser solamente humana. Hoy se construye con inteligencia artificial, se edita en Photoshop, se transmite en TikTok, y se consume como si fuera un producto de Amazon. Pero detrás del carisma de 1080p, lo que se oculta es mucho más antiguo que la tecnología: es la necesidad arcaica de creer.
Mientras las bombas vuelan entre Israel e Irán, no solo chocan misiles, también colisionan narrativas sagradas, identidades colectivas y líderes que operan como profetas. Porque en ambos países —como en muchos otros del mundo actual— la política se ha convertido en una liturgia de identidades irreconciliables.
Benjamín Netanyahu no gobierna solo como primer ministro; gobierna como custodio de una misión bíblica, como la encarnación de una resistencia mesiánica. Su narrativa no solo es de seguridad, sino de destino. En su voz no hay duda, sino mandato. Su figura es alimentada por algoritmos, reforzada por redes sociales, y sostenida por una maquinaria de propaganda que hace del conflicto una cruzada y del enemigo una amenaza casi demoníaca.
En el otro lado, el régimen iraní proyecta al Ayatolá Jamenei como guía supremo, no como político. No debate, revela. No dialoga, interpreta. Y quienes están debajo de él, como el recientemente fallecido presidente Ebrahim Raisi (el “carnicero de Teherán”), tampoco se conciben como funcionarios públicos, sino como piezas en una epopeya divina.
Ambos lados, en distintos lenguajes y códigos, actúan como si fueran los guardianes de un guion escrito por Dios. Y aquí entra un problema de todas épocas: cuando el poder se vuelve místico, ya no es negociable. No hay tregua posible entre quienes creen que su causa es eterna. Se mata por símbolos, se muere por relatos.
Pero esta lógica no es exclusiva de Medio Oriente. La hemos visto también en Nicolás Maduro, que, entre rituales bolivarianos, arengas de Chávez desde el más allá, y discursos impregnados de un lenguaje casi esotérico, ha logrado mantenerse en el poder no solo por represión, sino por un mito nacional-popular que convierte al líder en figura providencial. En Venezuela, como en tantos otros rincones del mundo, el poder ya no se justifica con resultados, sino con relatos sagrados, con enemigos omnipresentes y con la promesa eterna de una redención futura.
Y en El Salvador, Nayib Bukele se autodefine como “el dictador más cool del mundo” y hace de su poder absoluto un performance de modernidad futurista. El carisma sustituye al Estado de derecho, los likes a los contrapesos.
Hoy los líderes ya no necesitan convencer: necesitan encantar. La política ya no se discute, se sigue. El pueblo ya no debate ideas, tiene fe; así, cree en lo que vota y vota en lo que cree. Y ese es el terreno más fértil para el conflicto, porque donde la razón se evapora, la guerra se vuelve lógica y hasta necesaria.
Entonces, cuando vemos las llamas en Gaza o las explosiones en Isfahán, no miremos solo los mapas ni los titulares. Miremos las mentes capturadas por relatos sagrados, las juventudes que nacen ya adoctrinadas, los algoritmos que refuerzan odio y los gobiernos que alimentan la polarización no como error, sino como estrategia.
Porque cuando el poder se vuelve altar, la política se transforma en religión, y la verdad en dogma. Ya no hay ciudadanos, hay feligreses. Ya no hay argumentos, hay herejías. Y en ese escenario, cada discurso es una procesión, cada voto un acto de fe, cada misil un sacramento.
Vivimos en un tiempo donde los algoritmos diseñan la devoción y los misiles la venganza. Donde los líderes no conducen naciones, ofician ceremonias. Y donde los pueblos, sedientos de propósito, se aferran a imágenes que prometen rumbo, aunque repitan el ciclo del conflicto.
En muchos rincones del mundo —y no sólo en Medio Oriente— el poder se sostiene más por símbolos que por resultados. También aquí, en México, hemos visto cómo la popularidad se vuelve escudo, cómo la narrativa sustituye al balance, y cómo el debate público se reduce a lealtades y consignas. No hay guerra, pero sí trincheras. No hay misiles, pero sí silencios cómplices.
Si no reconstruimos el valor del pensamiento crítico, si no exigimos humanidad antes que idolatría, seguiremos viviendo entre líderes que prometen redención y pueblos que se conforman con promesas. La mística en la política puede dar sentido en tiempos oscuros. Pero si no se le equilibra con límites democráticos, con crítica, con humanidad, termina siendo un espejo de los peores fanatismos del pasado.
MUNDO
Las verdades absolutas en política

Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez //
Aunque la teoría de la relatividad de Einstein no tiene ecuaciones para la política, la perspectiva del concepto puede muy bien evaluarla. Aquellos que crean que las “verdades absolutas” de quienes gobiernan prevalecerán por siempre, suelen llevarse verdaderos chascos.
La política es una ciencia social y, como tal, depende de momentos, circunstancias, costumbres, creencias y personas. Las condiciones políticas no están sujetas a algoritmos; tampoco a fórmulas exactas o teorías inatacables.
Dependen de interpretaciones, intereses ocultos y a la vista; de planes, estrategias y tácticas para hacerse del poder o ejercerlo. Tanto en sistemas autocráticos como democráticos o híbridos. Un mismo acontecimiento puede estar sujeto a diferentes interpretaciones, según el cristal con que se mire. Todas pueden ser válidas o lo contrario.
Otras ciencias sociales coadyuvan cuando se trata de contextualizar los hechos que afectan a las sociedades: la historia, la psicología, la sociología, la comunicación, el derecho y la filosofía son herramientas indispensables, muy importantes, para entender los porqués de tales o cuales decisiones, determinaciones, cambios, violentos o pacíficos.
Las políticas de los gobernantes tienen consecuencias para los diferentes estratos sociales. De acuerdo con la ideología o la estrategia de la gobernanza, es lo que se brindará a los diferentes integrantes de los grupos sociales. La interpretación de la realidad política, como ya se dijo, dependerá del observador… o de lo que le hagan creer al observador. Y de la congruencia del decir con el hacer.
Los cambios en las leyes son producto de circunstancias, modas, intereses partidistas, intereses de grupos o de grupúsculos del poder.
Como todo en esta vida, dichos cambios pueden a su vez ser cambiados. Una vez que llega otro grupo con ideología diferente, lo primero que hace es propiciar los cambios de lo que no le agrada o le estorba: de leyes, de funcionarios, de políticas, de formas y maneras de gobernar. Es un eterno vaivén que se puede observar cada vez que hay elecciones. Esto cuando se procede de manera pacífica a realizarlos. También los hay de manera violenta, sobre todo si los gobernantes se enquistan en el poder.
La relatividad en la política muestra cómo los gobernantes o quienes detentan el poder hacen todo lo posible por perpetuarse. A veces con dictaduras disfrazadas de democracia, como lo hizo el PRI y por lo cual el difunto Mario Vargas Llosa calificó al sistema político mexicano como “la dictablanda perfecta”, puesto que las transiciones sexenales se daban de manera tersa, aparentando una democracia popular, lo cual era totalmente falso.
Como los gobernantes tienen, en México, un amplísimo margen de error, de falla y hasta de perversidad, los cambios que implementan tampoco serán absolutos. Esa es una lección que solo los muy pentontos no alcanzan a comprender. Su endiosamiento no les permite ver que sus modificaciones y sus transformaciones, solo estarán vigentes bajo su mando.
Cuando la gente se harta; cuando descubre las realidades diferentes a quienes tratan de manipularlas; cuando se da cuenta de que todo es relativo y nada es absoluto, no solo en la física, sino en la política, se abren nuevas posibilidades de cambio reales.
Por eso la justicia, las nuevas leyes, las transformaciones gatopardas, los cambios de formas, pero no de fondos, algún día, tarde que temprano, caerán de sus pedestales. Y con ellos quienes las propiciaron, las prohijaron o las programaron.
Hoy día, hemos observado cómo, en aras de una relativa transformación hacia el ideal de tener una sociedad más democrática, más participativa, más crítica e igual, se han cambiado leyes, reglamentos, normas. Se han suprimido instituciones, organismos, oficinas que a los actuales gobernantes les estorban para llevar al cabo su relativa transformación. Siempre con las etiquetas de nocivas, corruptas y o lesivas a la sociedad.
Todo lo que se ha cercenado, oficinas, instituciones, organismos, leyes en pro de la relativa transformación es sólo una muestra de cómo la política, el poder y la gobernanza obedecen a quienes se han hecho del dominio, del gobierno y de la política, sin recato, sin pudor y con bastantes justificaciones y maniobras para comprar la voluntad popular, eslogan favorito de los actuales “dueños” de esta república mexicana.
Las discrepancias, debates y respeto a la diversidad de opiniones enriquecerían la política, justicia y sociedad, si prevalecieran estadistas sobre políticos ambiciosos. Mutilar derechos humanos, fomentar violencia contra disidentes o minimizar oposiciones por una “verdad absoluta” evoca un pasado oscuro. Retroceder es cambio, pero ignorante. No hay absolutos en política; los triunfalismos transformadores colapsarán ante la relatividad.
MUNDO
Irán e Israel, el precio de la polarización sin mesura

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En 1962, el mundo contuvo el aliento durante trece días. Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron en el clímax de la Guerra Fría, cuando la instalación de misiles soviéticos en Cuba puso al planeta al borde de una guerra nuclear.
Lo que evitó la catástrofe no fue una superioridad militar ni un milagro diplomático. Fue algo mucho más básico: la prudencia. John F. Kennedy y Nikita Jrushchov, a pesar de ser enemigos ideológicos, entendieron que no había victoria posible en un conflicto total. Tuvieron miedo. Y ese miedo los hizo sensatos.
Hoy, más de seis décadas después, el mundo se asoma a una confrontación entre Irán e Israel que podría tener consecuencias igual de devastadoras, pero con una diferencia alarmante: el miedo ha sido sustituido por la arrogancia. En lugar de liderazgos sobrios y calculadores, tenemos figuras atrapadas en sus narrativas de fuerza, honor y venganza. Y el resultado es un escenario donde la guerra parece más deseable que la diplomacia, y donde el cálculo político ha sido sustituido por la polarización ideológica más brutal.
El reciente conflicto entre Irán e Israel ha escalado a niveles inéditos. En los últimos días, Irán lanzó más de 300 misiles y drones hacia territorio israelí, atacando ciudades como Tel Aviv, Haifa y Beersheba. Uno de los blancos fue el Soroka Medical Center, dejando al menos 40 heridos.
Israel respondió bombardeando instalaciones clave del programa nuclear iraní, como el reactor de Arak y centros de investigación en Teherán. No fue una escaramuza táctica, fue una declaración abierta de confrontación. Fue, como ha titulado un medio internacional, “una semana de guerra total”.
¿Por qué ha estallado esta violencia? La raíz es profunda y compleja, pero puede resumirse en dos factores: un conflicto histórico no resuelto y una polarización política sin precedentes. Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán ha adoptado una postura frontal contra Israel, al que no reconoce como Estado legítimo.
Por su parte, Israel ha seguido una doctrina de seguridad nacional basada en la disuasión absoluta: impedir a toda costa que Irán obtenga capacidad nuclear. La desconfianza es mutua, histórica y, sobre todo, alimentada por liderazgos que se han construido a partir del antagonismo.
Lo que antes era una “guerra fría” regional, ahora es una confrontación abierta, con la agravante de que la comunidad internacional parece incapaz de contenerla. Estados Unidos ha condenado los ataques iraníes y considera una intervención directa si sus intereses son amenazados. Francia, Alemania y el Reino Unido han hecho llamados urgentes a la diplomacia. António Guterres, secretario general de la ONU, ha rogado por una desescalada. Pero mientras los diplomáticos emiten comunicados, los misiles siguen cayendo.
Este es el punto clave: en la Guerra Fría, a pesar del armamento nuclear y la tensión constante, existían mecanismos de contención. Había doctrina, había equilibrio, y sobre todo, había líderes conscientes del poder que tenían en sus manos. Hoy, en cambio, el tablero está dominado por personajes que gobiernan desde la polarización. En Israel, Netanyahu representa una derecha nacionalista que ha hecho del enemigo externo una parte esencial de su legitimidad. En Irán, el régimen teocrático radicaliza su discurso para mantener el control interno y proyectar fuerza en la región. Ambos operan desde trincheras ideológicas. Ninguno está dispuesto a ceder, porque ceder es visto como traición.
El gran peligro de este momento no es solo militar, es político. Estamos viendo cómo los liderazgos contemporáneos están dispuestos a jugar con fuego para sostener narrativas polarizadas. Ya no se trata de geopolítica, se trata de identidades. Ya no se trata de proteger ciudadanos, se trata de ganar guerras simbólicas.
Esa es la diferencia sustancial con la Guerra Fría: entonces, los actores principales sabían que había límites. Hoy, los límites son difusos, porque la polarización no admite grises. Se está con “nosotros” o con “ellos”. Punto.
Y esa lógica es profundamente peligrosa. Porque cuando el adversario se convierte en enemigo absoluto, cualquier medida se justifica. Cuando el discurso se basa en la eliminación del otro y no en la coexistencia, los puentes se dinamitan. La polarización no es una simple diferencia de opinión, es una maquinaria que deshumaniza y justifica la violencia.
Este conflicto entre Irán e Israel no se entiende sin reconocer ese trasfondo: los gobiernos de ambos países han alimentado durante años una narrativa excluyente, extremista y, en última instancia, suicida.
Pero esta polarización no se limita a los protagonistas directos. También se refleja en cómo el mundo reacciona. Hay países que justifican a Irán bajo el argumento de la lucha contra el imperialismo, y otros que justifican a Israel como único bastión democrático en Medio Oriente. El análisis se reduce a eslóganes. Se elige un bando y se defiende a ciegas, sin matices. Esta dinámica multiplica el conflicto. Lo alimenta. Lo hace más difícil de resolver.
La guerra, entonces, deja de ser el fracaso de la política, y se convierte en la política misma. Y eso es lo verdaderamente inquietante. En lugar de buscar formas de desactivar el conflicto, muchos gobiernos, medios y líderes de opinión lo encuadran como una batalla inevitable. Como si los pueblos no tuvieran otra opción que pelear hasta el final. Como si la diplomacia fuera una debilidad.
En este punto debemos hacernos una pregunta urgente: ¿qué se necesita para frenar esta locura? La respuesta no es sencilla, pero empieza por recuperar algo que hoy parece casi olvidado: la responsabilidad política. Necesitamos liderazgos que entiendan el peso de sus decisiones, que piensen más allá del próximo tuit, del siguiente ciclo electoral o del aplauso fácil. Líderes que hablen con sus adversarios, que acepten la legitimidad del otro y que asuman que la paz se construye, no se impone.
El conflicto entre Irán e Israel no será el último. Pero puede ser un punto de inflexión. Puede ser el momento en que la comunidad internacional entienda que la polarización mata. Que la guerra no siempre es evitable, pero que muchas veces es provocada por la arrogancia, la ceguera ideológica y la cobardía de no hablar. Y que cuando se cruza cierto umbral, no hay marcha atrás.
Kennedy y Jrushchov supieron contenerse porque sabían que no había ganadores en una guerra nuclear. Hoy, deberíamos recordarlo. Porque quizás lo que más falta hace en este siglo XXI no es más armamento, ni más poder, ni más sanciones. Lo que falta es mesura. Y, sobre todo, miedo. El miedo sano de quienes saben que, si no paran, todo puede desaparecer.
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