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OPINIÓN

Los tarahumaras, el corazón que corre con la tierra

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– Salud y bienestar, por Gabriela Arce Siqueiros

En las entrañas de la Sierra Madre Occidental, entre cañones que parecen tocar el alma del cielo, vive un pueblo que no corre detrás del tiempo: lo acompasa. Los rarámuris, conocidos por el mundo como tarahumaras, son un pueblo originario de Chihuahua que ha resistido siglos de historia, aislamiento, injusticia y olvido, preservando su identidad con la fuerza silenciosa de las montañas.

Su nombre —rarámuri, “los de los pies ligeros”— es más que una palabra: es una filosofía de vida. Correr no es solo desplazarse, es orar, es sanar, es vivir en comunión con la Madre Tierra.

UN PUEBLO QUE CONVERSA CON LA NATURALEZA

La cultura rarámuri está profundamente enraizada en la tierra. Cada elemento natural es un hermano: el viento que lleva los mensajes, el maíz que sostiene el cuerpo, el sol que guía las labores, el agua que limpia las penas.

No hay separación entre el ser humano y su entorno. Todo lo que existe tiene un espíritu y una razón de ser. Su cosmovisión es circular, nunca jerárquica: todos los seres están interconectados.

Sus fiestas, danzas y rituales —como el Yúmari o el Rarajípari— son expresiones vivas de gratitud, equilibrio y respeto. El tesgüino, bebida fermentada de maíz, se comparte como símbolo de unión; el canto y el tambor acompañan los ciclos de la vida; las mujeres tejen la historia en sus faldas coloridas, y los niños aprenden, jugando, a escuchar los mensajes del monte.

El silencio en la sierra no es vacío: está lleno de memoria.

DESAFÍOS DE UN PUEBLO QUE RESISTE

Pero entre esa belleza sagrada, se esconde también la herida. El pueblo rarámuri enfrenta hoy múltiples desafíos: pobreza extrema, desnutrición, falta de acceso a salud y educación, desplazamiento forzado por la tala, el narcotráfico y la crisis climática.

Muchos han migrado a la ciudad, viviendo en las periferias de Chihuahua o en condiciones de vulnerabilidad en la capital, intentando sobrevivir entre dos mundos que pocas veces se comprenden.

Aun así, su resistencia es admirable. A pesar del despojo, mantienen su lengua, su música, sus rituales y su manera de entender la vida. Donde otros ven carencia, ellos ven comunidad; donde el sistema ve atraso, ellos ven equilibrio.

Ser rarámuri es mantener la dignidad de lo sencillo, la riqueza de lo invisible.

La sierra, sin embargo, duele. En los inviernos, las bajas temperaturas golpean con dureza; los niños caminan kilómetros para llegar a la escuela; las mujeres enfrentan el parto sin atención médica; los ancianos cuidan los cultivos con manos agrietadas por el frío y el tiempo.

Y, aun así, sonríen. Siguen ofreciendo lo poco que tienen, como si lo mucho no les hiciera falta.

LA ENSEÑANZA DE SU ESPÍRITU

Hay una sabiduría profunda en la forma en que los rarámuris entienden la vida. Mientras el mundo moderno acelera, ellos desaceleran. Mientras la globalización destruye lenguas, ellos siguen rezando en su idioma. Mientras la sociedad habla de productividad, ellos recuerdan el descanso como un acto de respeto hacia el cuerpo.

El pueblo rarámuri nos enseña que el bienestar no es acumular, sino pertenecer. Que la verdadera espiritualidad está en el vínculo con la tierra, no en la distancia con ella. Que el correr no es escapar del dolor, sino abrazar la vida.

Su resiliencia es una lección de humanidad. Cada niño que pinta, cada mujer que teje, cada hombre que siembra es un testimonio de resistencia ancestral. Allí donde no hay tecnología ni lujo, hay sabiduría que sana.

EL ARTE COMO PUENTE DE ENCUENTRO

En medio de ese universo de contrastes, el arte se ha convertido en un puente.

Los talleres, las visitas, los encuentros culturales y las iniciativas que han nacido desde colectivos, artistas y asociaciones buscan reconectar a los rarámuris con su propio poder creador, y al mismo tiempo, sensibilizar a la sociedad chihuahuense sobre su valor.

Una de esas acciones ha sido el trabajo de Colectivo de Arte LoKal, en colaboración con asociaciones como Naranjo Azul, que han llevado talleres de pintura, dibujo y creación a comunidades de la sierra.

Allí, los niños descubren los colores del mundo, los mezclan con tierra, hojas y sueños. Las niñas dibujan soles con rostros de esperanza. Los jóvenes aprenden que el arte también puede ser una forma de sanar.

“Compartir arte con los niños rarámuris es compartir dignidad, identidad y alegría. Es sembrar belleza en el alma de un pueblo que nunca dejó de soñar”, explica la artista y gestora cultural Claudia Gabriela Arce Siqueiros, quien ha liderado diversos proyectos en la región.

A través de estos espacios, no solo se crean obras: se reconstruye el tejido social. Los niños se expresan, los adultos participan, y la comunidad vuelve a celebrar el color, el ritmo, la palabra. El arte se convierte en alimento espiritual y herramienta de transformación.

EL VALOR DE LA ACCIÓN Y LA EMPATÍA

Pero más allá de la poesía, lo que los tarahumaras necesitan es la presencia. Presencia humana, solidaria, constante. Ropa para el frío, alimentos, materiales escolares, abrigo emocional.

Cada visita a la sierra es un recordatorio de que el arte y la empatía son formas de justicia. Los proyectos de apoyo no solo deben quedarse en la caridad, sino en el respeto y la colaboración. Acompañar a los rarámuris implica escucharlos, aprender de ellos, crear con ellos. No desde la mirada asistencialista, sino desde la igualdad.

Pero los pueblos originarios no son una historia del pasado: son la raíz viva del presente. Proteger su cultura, su lengua, su territorio, es proteger también nuestra propia humanidad.

HACIA UNA CONCIENCIA COLECTIVA

La Sierra Tarahumara no solo es un paisaje: es un espejo. En su reflejo vemos lo que somos y lo que hemos olvidado ser. El respeto por la tierra, el valor del silencio, la fuerza de la comunidad, la gratitud por lo esencial.

La Conciencia Pública no es solo el nombre de un semanario: es una invitación. Una invitación a mirar con los ojos del alma, a comprender que el desarrollo no tiene sentido si deja atrás a quienes custodian el espíritu de México. Los rarámuris no necesitan que se les salve: necesitan que se les escuche, que se les respete, que se les acompañe.

Cada artículo, cada acción, cada gesto cuenta. Porque cuando un pueblo se levanta con dignidad, la humanidad entera se eleva con él.

EPÍLOGO: EL CORRER COMO ORACIÓN

Al atardecer, cuando el sol se esconde detrás de los pinos, los rarámuris corren. Corren con el corazón, latiendo al ritmo de la tierra, con los pies descalzos sobre la piedra, con el alma libre. No corren para competir, corren para agradecer. Para mantenerse en equilibrio con el universo.

Y mientras corren, parece que el viento les susurra el mensaje que todos deberíamos recordar: Somos parte de un mismo suelo, si uno cae, todos caemos.

Si uno se levanta, todos renacemos.

 

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