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Descalificar, ¿desligitima?

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya

Práctica común ha sido, desde que Andrés Manuel López Obrador entró a las grandes ligas de la política —ignoro si desde antes—, descalificar a sus críticos y opositores. A falta de argumentos: la calumnia, el sofisma, la insinuación, la burla. Ya en el poder, convirtió las conferencias matutinas en un ejercicio de desinformación y en una plataforma para desacreditar críticas y críticos, sin desmentir ni aclarar los señalamientos.

Todo aquello que no mereció burla o descalificación simplemente dejó de existir: no volvió a mencionarse o se convirtió en “politiquería”, “conspiración de los conservadores”, “resentimiento de quienes perdieron sus privilegios y quieren que vuelvan”; esto, incluso cuando se trataba de denuncias de corrupción o evidencias de entregas de dinero ilegal, “limpiado” bajo el eufemismo de “donaciones para la causa”.

Esa práctica ha sido heredada y, aunque no se ejecuta con el mismo ingenio, la descalificación continúa como instrumento para desviar la atención del fondo de la denuncia o crítica. Hay que advertir, además, que con frecuencia se utilizan datos confidenciales en poder del gobierno para exhibir a críticos y denunciantes.

La estrategia ha sido exitosa y volvió a utilizarse con motivo de la marcha convocada por la Generación Z, muestra del hartazgo social ante la impunidad del crimen que puede matar a plena luz del día a quien osa enfrentarlo, como ocurrió con Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán. A esta marcha se sumaron organizaciones políticas, partidos y figuras públicas, y eso bastó para descalificar y reprobar la movilización. Todo el discurso oficial se volcó en contra de los asistentes y promotores, acusando incluso conspiraciones internacionales para derrocar a la presidenta.

Nunca hubo referencia ni desmentido sobre la presencia y dominio del crimen organizado en la vida de numerosos poblados y municipios. La reacción de la presidenta y del oficialismo va más allá de la acostumbrada descalificación, pues perfila la formación de un Estado totalitario para el cual solo es legítimo aquello que emana de él, mientras que la disidencia —venga de donde venga— carece de legitimidad.

Asombra la desmesura de la reacción oficial, confiriéndole a la marcha atributos que no tuvo y ordenando, desde antes de su realización, investigaciones minuciosas sobre el origen de las convocatorias en redes sociales. El sobredimensionamiento del tema, las menciones reiteradas en la tribuna presidencial desde días antes, revelan un temor que solo puede provenir del reconocimiento de debilidades internas.

La conclusión es evidente: la presidenta se siente frágil porque dentro de su propio movimiento le escatiman autoridad y mando. Se siente impotente porque combatir la impunidad y el dominio criminal sobre amplios territorios implicaría desnudar las complicidades establecidas entre algunos gobernadores y el crimen organizado.

Se siente débil porque no puede deshacer los nudos que su antecesor colocó al crecimiento económico y sabe que, sin crecimiento, no podrá sostener sus políticas clientelares. Y se siente amenazada por la creciente inconformidad social, temiendo que esto se refleje en las elecciones intermedias con la posible pérdida de la mayoría legislativa.

Sabe que imponer una ley electoral que disminuya la representación de las minorías y limite el ejercicio democrático —asegurando la hegemonía de su partido— provocará la reprobación del país vecino, que utiliza la puerta falsa del tráfico de fentanilo para ocultar su apetito intervencionista. Sabe que la economía nacional es frágil sin el T-MEC y que tendrá que revertir medidas proteccionistas impuestas por el anterior presidente. Mira, además, cómo las finanzas públicas apenas sobreviven mediante un endeudamiento creciente.

Por ello, por su debilidad, se explica la paranoia oficial ante una marcha que no era para tanto, pero que trascendió internacionalmente por la irracional represión y la violencia inducida para desacreditarla. Lamentablemente para el oficialismo, la estrategia descalificadora operó en sentido inverso: no logró deslegitimar la protesta.

Es momento de que el gobierno revise su discurso y la retórica oficial, basada en culpar al pasado, y reconozca que los problemas que dieron origen al reclamo ciudadano —el que llegó al Zócalo— son exclusivamente suyos, y que a este gobierno, no a los anteriores, corresponde dar respuestas.

Las causas que la sociedad enarbola tienen sentido y justificación; descalificar a convocantes y participantes por su militancia política o clase social no deslegitima el reclamo, que merece atención y acción, no más retórica torcida ni planes demagógicos.

Los gobiernos populistas —y este lo es, aunque no lo reconozca— necesitan un enemigo para justificar sus acciones. Pero, en este caso, no deben buscarlo fuera: lo que les impide hacer un gobierno exitoso y sacar al país del estancamiento está incrustado en sus propias filas.

 

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