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La ganadería mexicana al borde del abismo

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Opinión, por Víctor Hugo Celaya

México está perdiendo su ganadería. No es una frase alarmista; es un diagnóstico que duele porque toca una de las actividades más antiguas y arraigadas de nuestra identidad rural.

En estados como Sonora, Chihuahua, Coahuila, Durango, Sinaloa, Jalisco, Veracruz, Tabasco y Zacatecas, donde el ganado ha sido sinónimo de trabajo, cultura y orgullo, hoy se vive una crisis existencial que amenaza la seguridad alimentaria nacional.

El 70 % de las unidades de producción son pequeñas o familiares, con hatos que rara vez superan las 30 cabezas. Carecen de economías de escala, infraestructura, asistencia técnica y acceso real al crédito.

Mejorar genética, subir índices de parición o simplemente sobrevivir se volvió imposible. En las zonas áridas del norte, las sequías más severas de los últimos treinta años han vaciado presas, acabado el pasto y obligado a miles de rancheros a vender o sacrificar vientres de cría.

Cada animal que se va es una pérdida genética que tardará décadas en recuperarse. A eso se suma el golpe de los insumos. México importa más del 60 % del maíz amarillo y casi toda la soya que consume la industria pecuaria.

Desde 2021, el precio de estos granos subió entre 40 % y 50 %, según datos de la Unión Nacional de Productores de Leche y Carne. El margen de ganancia desapareció; muchos productores hoy trabajan para pagar alimento y diesel.

El resurgimiento del gusano barrenador del ganado (Cochliomyia hominivorax) fue el golpe de gracia sanitario. México lo había erradicado hace más de 60 años con un programa binacional ejemplar.

Su regreso, asociado a ganado centroamericano mal inspeccionado, degradó el estatus sanitario de regiones enteras. Estados Unidos cerró la frontera a ganado vivo del sur y sureste, dejando sin mercado a miles de pequeños exportadores.

Recuperar ese estatus cuesta cientos de millones de pesos que hoy simplemente no existen: los recortes federales desmantelaron campañas de sanidad y dejaron a los Comités Estatales de Fomento y Protección Pecuaria sin presupuesto.

En el mercado interno la competencia es brutal y desleal. Carne brasileña y argentina, muchas veces subsidiada o producida con estándares ambientales y laborales más laxos, entra a precios de dumping.

El engordador mexicano paga alimento en dólares, salarios en pesos y compite contra producto que llega 20-30 % más barato. El “superpeso” que tanto celebra el gobierno federal es, paradójicamente, otro torniquete: encarece los granos importados y abarata la carne extranjera.

La industria de engorda concentrada en el norte tiene plantas TIF de primer mundo y reconocimiento internacional, pero opera al límite.

Sonora, que en 1969 dio al país el primer programa estatal de engorda y clasificación de carnes (impulsado por Alfonso Reyna Celaya), hoy ve cerrar corrales que hace medio siglo exportaban con orgullo a Estados Unidos y Japón.

El contraste entre aquella visión pionera y la actual lucha por la supervivencia es desgarrador.

La crisis climática agrava todo. Las cuencas hidrográficas están en rojo; los bancos de forraje comunitarios desaparecieron. Sin agua ni pasto, el inventario nacional puede tardar lustros en recuperarse.

Y mientras tanto, el gobierno eliminó o redujo drásticamente los programas de repoblamiento, capacitación y seguro ganadero.

El modelo actual subsidia indirectamente al productor extranjero y condena al mexicano. Cada kilo de carne que importamos es un empleo rural que se pierde, una familia que migra y un pedazo de soberanía alimentaria que se evapora.

El camino de regreso (y no hay tiempo que perder)

  1. Blindaje sanitario inmediato. Trazabilidad digital obligatoria desde el rancho hasta la TIF (arete SINIIGA vinculante y auditado). Cierre real de fronteras al ganado centroamericano sin doble inspección. Inversión masiva en laboratorios y campañas de erradicación.

  2. Competencia leal. Crear un Observatorio de Competitividad Ganadera que detecte subsidios ocultos y active salvaguardas automáticas cuando la importación cause daño grave. La Secretaría de Economía debe tener dientes, no solo discursos.

  3. Financiamiento real y urgente. Reactivar un Fondo Nacional de Fomento Ganadero con crédito blando de avío y refaccionario, tasas del 4-6 %, plazos de 10-15 años y garantías líquidas. Seguro climático obligatorio y bancos comunitarios de forraje y agua.

  4. Valor agregado y diferenciación. Incentivos fiscales para nuevas plantas TIF regionales y creación de marcas colectivas de origen (“Carne Sonora”, “Carne de la Comarca Lagunera”, “Carne de los Altos de Jalisco”) que cobren premium en Japón, Corea, China y Europa.

  5. Ganadería verde y regenerativa. Subsidiar la transición a silvopastoreo y pastoreo rotacional intensivo que capture carbono, regenere suelos y posicione a México como proveedor de carne carbono-neutral.

  6. Planeación de Estado. Reinstalar el Consejo Nacional Ganadero como órgano autónomo y vinculante. Lanzar un Plan Nacional de Desarrollo Ganadero 2025-2040 con metas claras, presupuesto etiquetado y diplomacia agroalimentaria agresiva.

Sin estas medidas, el futuro es claro y sombrío: más importaciones, menos ranchos, mayor dependencia y pérdida irreversible de capacidad productiva.

La ganadería mexicana no pide caridad ni subsidios eternos. Pide reglas claras, inversión estratégica y competencia justa. Porque si seguimos así, muy pronto los únicos que recordarán que México fue alguna vez autosuficiente en carne serán los libros de historia… y los miles de ranchos convertidos en desiertos silenciosos.

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