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La política patrimonialista y el atraso mexicano

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Opinión, por Fernando Núñez

El común denominador de muchos de los problemas nacionales se resume en una palabra: patrimonialismo. Desde el crimen organizado, pasando por los monopolios económicos y hasta los partidos políticos y el gobierno como negocios, el patrimonialismo imperante en México es reflejo de un país que no ha podido alcanzar la modernización. Las políticas del partido en el poder solo lo han exacerbado.

“El cambio histórico del patrimonialismo a la burocracia es la transformación organizacional clave de los últimos mil años”, declaró el reconocido sociólogo estadounidense Randall Collins. El patrimonialismo clásico, explica el autor, era una organización basada en el hogar privado, que ejercía poder político mediante lealtades personales y con una amplia discrecionalidad arbitraria.

Sin embargo, no se fundamentaba únicamente en lazos familiares, sino también en relaciones personales más amplias, donde la dependencia material del jefe político era esencial. Inevitablemente, la creación del Estado moderno trajo consigo el debilitamiento —aunque no la completa desaparición— del orden patrimonialista, en el que “la lealtad personal es reemplazada por la adhesión impersonal a los deberes y objetivos abstractos de la organización y la posición de uno dentro de ella”. Entre más Estado, menos patrimonialismo y mayor desarrollo; entre menos Estado, más patrimonialismo y menor desarrollo.

En México, los partidos políticos se han convertido en organizaciones patrimonialistas. Sus reglas internas son constantemente violadas —o adaptadas a conveniencia— para que los mismos grupos se mantengan en el poder, accediendo a cuantiosos recursos públicos que se manejan con enorme opacidad.

No sorprende que los institutos políticos gocen de algunos de los peores niveles de confianza entre la ciudadanía y que la democracia constitucional mexicana haya fallecido.

Pero también el gobierno se ha vuelto víctima creciente de la lógica patrimonialista: ahí están los innumerables despidos de cuadros burocráticos; los nombramientos en puestos clave de personas cercanas al Poder Ejecutivo, sin experiencia pero con absoluta lealtad; las designaciones ad hoc no contempladas en ley; y los continuos escándalos de corrupción que involucran a familiares y amigos cercanos al poder.

Tenemos un Estado cada vez más débil y más capturado por familias políticas. La capacidad de respuesta gubernamental será progresivamente peor, con la inevitable inestabilidad económica y social.

Si los partidos políticos y el Estado mexicano están crecientemente colonizados por la política patrimonialista —por familias que dependen de relaciones personales y no por individuos regidos por reglas—, algo muy parecido ocurre en el sector privado con ciertos empresarios… y con el crimen organizado.

Un puñado de empresarios controla una parte considerable de la economía nacional, profundamente monopolizada y perjudicial para el bolsillo de los consumidores mexicanos.

La administración pasada y la actual los han favorecido ampliamente al mantener tasas marginales de impuestos bajas, eliminar organismos constitucionales autónomos que los regulaban —a través de reglas y burocracias— y otorgarles numerosos contratos públicos.

Peor aún: algo similar ocurrió con el crimen organizado, la expresión patrimonialista por excelencia, ante el retraimiento del Estado. Donde no hay Estado, inevitablemente surgen familias criminales de todo tipo.

La política patrimonialista impide el progreso del país. La vemos en el sector público, en el privado y en la expansión del crimen organizado. Por ahora crecen las protestas sociales, y todo parece indicar que solo seguirán aumentando.

X: @FernandoNGE

TikTok: @Fernando_Nunez_


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