NACIONALES
La virtud de irse a tiempo
Opinión, por Miguel Anaya
Miguel Hidalgo y Costilla es, quizá, el personaje más complejo de la Independencia de México. La historia oficial lo ha convertido en un rostro de bronce, congelado en el grito y en la estampa heroica; pero el hombre real —el cura estudiado, el lector voraz, el administrador torpe, el humanista rebelde— es mucho más interesante que la figura patriótica que nos enseñan en la primaria: una versión domesticada que cabe en un libro de texto, pero no en una conciencia crítica.
Hidalgo, como cualquiera, fue un hombre lleno de dudas y contradicciones; movido por una convicción moral profunda y, claro, también por algunos intereses personales de los que no se habla en los relatos edulcorados. Su levantamiento no obedeció a un plan militar sofisticado, sino a algo más humano: encauzar el hartazgo de un pueblo cansado de ser humillado y descartado. Su lucha duró poco —menos de un año—, pero el mensaje que detonó ha sobrevivido dos siglos.
Tras las derrotas de Aculco y del Puente de Calderón, en 1811, el movimiento insurgente quedó desarticulado. Hidalgo intentó escapar hacia el norte para reorganizar la rebelión desde Estados Unidos; sin embargo, no lo logró. Fue capturado en Acatita de Baján el 21 de marzo de 1811, traicionado por sus propios hombres.
Una vez preso, el virreinato necesitaba enviar un mensaje contundente: nadie podía desafiar al rey sin pagar un precio ejemplar. Como clérigo, antes de matarlo era preciso degradarlo. Lo despojaron de sotana, de sacramentos y de dignidades. Tras ese acto público —más humillante incluso que la ejecución—, el tribunal lo declaró “reo de alta traición”. Llamarlo traidor tenía una intención clara: impedir que la historia lo recordara como rebelde con causa y fijarlo, para siempre, como criminal que había profanado el orden sagrado.
Lo mataron el 30 de julio de 1811. Querían borrar su figura. Terminaron multiplicándola.
Si Hidalgo es el símbolo fundacional, López Obrador es, sin duda, la figura política más influyente del México contemporáneo. Ningún otro personaje del siglo XXI ha reordenado con tanta fuerza el tablero político, las instituciones, el discurso y hasta la manera en que el país se narra a sí mismo.
Pero, a diferencia de Hidalgo, López Obrador no murió ni se retiró: regresó. Regresó después de entregar la banda presidencial; volvió al centro de la escena, a emitir juicios, advertencias y directrices, olvidando aquella máxima que dicta que el que se va, se calla.
La presidenta lo dijo con una sorna suave, pero de filo innegable: “Afortunadamente, no estamos en ninguno de los tres supuestos que mencionó el presidente López Obrador”. Una frase que funciona como recordatorio y como acto de independencia simbólica: dicho con cortesía, pero entendido con contundencia, “no hay necesidad de que usted regrese”.
Lo que en Hidalgo fue tragedia —la imposibilidad de ejercer el poder— en López Obrador es persistencia. Lo que en Hidalgo fue martirio involuntario, en López Obrador es voluntad de seguir influyendo.
La historia suele tratar mejor a quienes se retiran a tiempo. Es benévola con los que no prolongan su sombra más allá de su ciclo natural. A Hidalgo lo mataron rápido; por eso lo santificaron pronto. A los líderes longevos, en cambio, la historia los examina con microscopio y con una luz que rara vez favorece (ahí están los casos antagónicos de Juárez y Porfirio Díaz).
López Obrador, al salir del retiro, renuncia a la inmunidad del mártir. Se expone al desgaste, a la reinterpretación, al contraste inevitable con quien ahora ocupa el cargo. Esa presencia constante —que en vida política le dio fuerza— puede convertirse en un arma de doble filo. La historia, con su hábito de pronunciar veredictos décadas después, dirá quién estaba en lo correcto.
Y, ya que hablamos de la virtud de retirarse, hace unos días la figura futbolística mexicana más relevante de los últimos años, “Chicharito” Hernández, falló el penal decisivo que llevaría a su equipo a una nueva instancia. Esperaba la reivindicación después de un año fatal y, como siempre, la historia trató mal a quien no supo irse a tiempo.
Porque en política, en fútbol y en la vida, la épica pertenece a quienes saben aparecer cuando deben y desaparecer cuando corresponde. Quedarse demasiado puede transformar a un héroe en un recordatorio incómodo de lo que alguna vez fue.



