OPINIÓN
Serrat, el maestro que nunca pidió dar cátedra
Los Juegos del Poder, por Gabriel Ibarra Bourjac
Hay personajes que no necesitan ocupar cargos públicos ni ganar elecciones para cambiar la vida de millones. Hay voces que no requieren micrófono oficial para entrar en la conciencia colectiva de un país.
Joan Manuel Serrat pertenece a esa rara estirpe de artistas que, sin proponérselo, se convierten en educadores de pueblos enteros. Esta semana, en la Feria Internacional del Libro (FIL), la Universidad de Guadalajara le entregará el Doctorado Honoris Causa y la ciudad le abrirá sus puertas con la llave simbólica.
No son distinciones de protocolo ni homenajes de cortesía: son reconocimientos tardíos a quien fue profesor de varias generaciones de latinoamericanos que nunca pisaron Barcelona ni estudiaron en la Facultad de Filosofía y Letras del Poble Sec.
Yo lo conocí, como tantos otros, en una secundaria pública de Hermosillo, Sonora, a mediados de los setenta. Un maestro de historia y español —de esos que ya casi no existen— llegaba al salón con un casete pirata y ponía “Para la libertad”, “Mediterráneo”, “Pueblo blanco” o “Esas pequeñas cosas” antes de hablar de la Guerra Civil Española o del dominio del PRI como partido único en México.
No era clase de música; era clase de dignidad. Aquel profesor sabía que ciertas canciones explican mejor la opresión que muchos libros de texto oficiales, y que la frase “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar” era un curso completo de filosofía política para adolescentes que vivíamos bajo gobiernos que se creían eternos.
En aquella época, España aún olía a franquismo rancio y México a priismo autoritario. Serrat cantaba en catalán cuando estaba prohibido, se negó a representar a Eurovisión si no podía hacerlo en su lengua, y cuando lo censuraron, se fue al exilio voluntario.
Nunca levantó una piedra, nunca quemó un contenedor, nunca llamó a la insurrección armada. Su única arma fue la palabra bien dicha y la melodía que se mete en la sangre. Con eso bastó para que medio continente lo adoptara como propio.
Años después, ya como periodista, comprendí que Serrat había logrado algo más difícil que rebelarse: había sobrevivido a su propia rebeldía sin traicionarla.
No se convirtió en caricatura setentera, no se vendió al mejor postor, no se arrepintió en entrevistas de los noventa para quedar bien con la derecha elegante.
Siguió siendo el mismo noi del Poble Baix que cantaba a la fiesta popular mientras denunciaba que “Gloria a Dios en las alturas recogieron las basuras, de mi calle ayer a oscuras y hoy sembradas de bombillos”.
El barrio nunca dejó de ser su argumentario, aunque el barrio ya no fuera el mismo: hoy está lleno de hijos y nietos de latinoamericanos que llegaron huyendo de la miseria que él mismo denunciaba en sus canciones.
Cuando escucho a ciertos políticos hablar de “valores” con la boca pequeña, pienso inevitablemente en Serrat. Él nunca necesitó decir “soy de izquierda” o “soy republicano”; bastaba con que cantara a Miguel Hernández en tiempos de plomo o dedicara “Fiesta” a los que limpian la ciudad mientras otros brindan en las alturas.
Su coherencia fue tan natural que ni siquiera parecía mérito: era simplemente su forma de estar en el mundo.
Serrat es un personaje universal a quien hoy rendimos un justo homenaje. Un catalán ejemplo de vivir con dignidad, que nunca bajó la cabeza ante nadie, sin actitudes de soberbia; el poeta libre de dogmas, dueño de sus ideas, que se convirtió en luz en aquellos tiempos de oscurantismo.
Serrat se enfrentó al franquismo con una guitarra y recorrió América Latina para llevar su credo sin buscar hacer proselitismo ni quedar bien con el poder. Un ser pensante y crítico que contrasta con gran parte de la generación actual, muchas veces embobada con la tecnología y la frivolidad.
Serrat nos enseñó que la dignidad no se negocia, que la libertad no se pide de rodillas, que la memoria no se entierra. Y lo hizo sin sermones, sin manifiestos, sin redes sociales.
Lo hizo con canciones que se aprendían de memoria en las cocinas, en los camiones, en las fábricas y en las escuelas públicas donde un maestro valiente ponía un casete y decía: “Escuchen esto antes de que les digan qué tienen que pensar”.
Esta semana, Guadalajara abraza a Serrat y Serrat abraza a Guadalajara. Él dice que le gustaría cerrar el ciclo como lo empezó: cantando. “Llegué a este mundo cantando y cantando me gustaría que me despidieran”, declaró ante la prensa.
Ojalá nosotros, que lo adoptamos como maestro sin pedirle permiso, aprendamos por fin la lección que nos dio gratis durante sesenta años: que la libertad no se pide, se canta; que la dignidad no se negocia, se vive; y que un pueblo que olvida sus canciones termina olvidando también su camino.
Gracias, Joan Manuel, por enseñarnos que incluso en los tiempos más oscuros siempre hay alguien que se atreve a cantar bajito, pero claro. Y gracias por recordarnos que, aunque a veces parezca lo contrario, todavía vale la pena hacer camino al andar… y cantar mientras se hace.



