OPINIÓN
La decencia

Por Luis Manuel Robles Naya //
El diccionario de Google la define como: observación de las normas morales socialmente establecidas y las buenas costumbres, en especial en el aspecto sexual.
Honradez y rectitud que impide cometer actos delictivos, ilícitos o moralmente reprobables.
Por su parte el diccionario de uso del español de María Moliner define a “decente” como un adjetivo aplicado a las personas, sus acciones y sus cosas, honrado o digno, incapaz de acciones delictivas o inmorales.
Conceptualmente, la decencia es un valor, uno de muchos que son necesarios para la convivencia armónica en sociedad y que desafortunadamente han venido cayendo en desuso, en parte porque dejaron de ser enseñados en las escuelas y en otra más grave porque cada vez menos se observan en el seno familiar.
Los psicólogos dicen que la decencia se debe enseñar en todo momento a partir del propio ejemplo, tanto en conversaciones como en gestos, actitudes y vestimenta. Comportarse decentemente implica un comportamiento que refleje la calidad de la persona y el respeto por los demás.
En política, la decencia tiene que ver con la conducta que se asume ante los ciudadanos. En el contexto de la política, lo central no es solo si la persona es decente, sino si la orientación política seguida es decente y eso termina por calificar a la persona.
En 1954, el senador republicano por el Estado de Wisconsin en USA, Joseph McCarty, instauró una época de persecución y difamación sobre personalidades de la cultura, el cine y la política cobijada en la bandera del anticomunismo. Dicha campaña vino a menos cuando la notoriedad de ésta provocó que las audiencias fueran televisadas, dando lugar a un evento definitorio cuando el abogado Joseph Welch, después de una encendida acusación de McCarty se limitó a preguntar “¿no tiene usted decencia señor mío? ¿No le queda ya ni un rasgo de decencia?” Dicho cuestionamiento llevó a una reflexión colectiva que a la postre devino en la defenestración política del senador y su funesta campaña difamatoria. Años después, la misma argumentación fue usada por el ex presidente Carlos Salinas al hacerle la misma pregunta al entonces candidato Donald Trump por su campaña xenofóbica, sin que hubiera obtenido los mismos resultados, obviamente porque la sociedad americana ya no es la misma de 1954 y su moral colectiva es diferente o al menos se encuentra muy dividida.
En México es claro que la moral política de los últimos años está muy alejada de la decencia que debiera caracterizarla. Se privilegian los intereses y los acuerdos de beneficio y hasta de complicidad por sobre el interés colectivo entre políticos y entre partidos y se antepone el interés particular del gobernante en un presidencialismo autárquico. La corrupción permea en todos los ámbitos de la vida social y su persecución e intentos de erradicación son tan superfluos e inmediatistas que sus alcances son vagos y de dudosa permanencia. Hasta el momento, parece que el combate a la corrupción es solo un instrumento de propaganda selectiva con objetivos a modo para satisfacer el morbo colectivo.
Es justo y necesario que se persiga y sancione a quienes cometieron actos de corrupción, esto nos dará una satisfacción momentánea, pero resulta inexplicable que a la vez que se persigue se desmantele el aparato institucional que se había creado para detectar, prevenir y castigar la corrupción y la impunidad, sin crear algo que lo sustituya y lo perfeccione.
El afán de posicionar ese combate superfluo a la corrupción tiene al actual gobierno al borde del McCartismo con la Unidad de Inteligencia Financiera hurgando en cuentas y movimientos de empresas y ciudadanos, congelando cuentas sin orden o mandamiento judicial o solo por la presunción desprendida de una carpeta de investigación, filtrando acusaciones y elementos que provocan un juicio sumario mediático y social. Alarma esto por el precedente que se impone, por la indefensión en que coloca al ciudadano y por el poco respeto a la legalidad.
Sin embargo, es loable que se persiga a fondo y que se impriman miles de cartillas morales (aunque sean distribuidas por iglesias al margen de la secularidad del Estado), lo necesitamos porque se debe recuperar el sentido de la decencia y los valores en una sociedad cada vez más empobrecida ética y culturalmente. Pero, difícilmente se puede creer que van contra la corrupción y por la renovación moral, si por otro lado permiten que las organizaciones magisteriales sigan lucrando con las plazas, corrompiendo el sistema escalafonario y algunos de los más nefastos líderes sindicales gocen de la protección oficial, mientras se persigue selectivamente a otros.
Vale la intención del presidente López Obrador de recuperar los valores del “pueblo bueno” apelando a una constitución y a una cartilla moral, pero los hechos borran con la cola lo que se hace con el pico. Recuperar la decencia en la política es necesario pero se necesita más que una intención y un discurso.