MUNDO
Realismo político
Opinión, por Miguel Anaya
La reunión entre el presidente Trump y el alcalde electo de Nueva York, Zohran Mamdani, dejó al mundo político con la ceja levantada. No porque dos figuras ideológicamente opuestas se hayan sentado a dialogar —eso ocurre más seguido de lo que la narrativa tribal permite admitir—, sino porque ambos lo hicieron con un nivel de madurez política que, en ciertos países, se siente tan exótico como un invierno sueco en pleno desierto.
Trump se mostró sorprendentemente complacido con la postura de Mamdani, y Mamdani, con igual pericia, entendió que la política cambia de temperatura cuando la elección termina y empieza la gobernabilidad. No fue un abrazo republicano-demócrata, sino el clásico pacto pragmático: “Tú reconoces mi poder, yo reconozco tu agenda, y todos seguimos respirando”.
Porque sí: la política es un juego de intereses. Elegante cuando se disfraza de institucionalidad, grotesca cuando se ejecuta con torpeza, pero un juego al fin. Ambos entendieron que los lemas de campaña no sirven para gobernar, que las frases incendiarias no resuelven presupuestos y que, por más incómodo que sea, negociar con el adversario es parte del oficio, no una rendición moral. Fue uno de esos momentos en que la ambición se acomoda y la realidad impone sus reglas.
En este contexto aparece la frase de Jacques-Bénigne Bossuet, escrita hace siglos, pero vigente como si hubiera sido redactada ayer para este mundo moderno: “La política es un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quieren salir”.
Nada describe mejor ese encuentro. Trump, siempre atento a conservar espacios y narrativas; Mamdani, consciente de que cada paso que da debe abrir puertas, no cerrarlas. Ambos jugando ese equilibrio eterno entre quienes poseen el poder y quienes llegan a disputarlo, no desde la confrontación perpetua, sino desde la coexistencia obligada que la realidad impone.
En la sala donde estrecharon manos no hubo coincidencias ideológicas: hubo realismo. A Trump le conviene que Nueva York no se convierta en un campo de batalla institucional, sobre todo en un país donde cada titular puede influir en la política internacional. A Mamdani le conviene evitar que la Casa Blanca lo vea como un opositor beligerante incapaz de construir acuerdos.
Bossuet estaría orgulloso: entendieron que la política no es una guerra eterna, sino un acto de equilibrio donde cada uno calcula cuánto cede y cuánto conserva, procurando el crecimiento institucional y la conservación ideológica.
Mientras tanto, en México abundan los actores que permanecen atrapados en el modo campaña permanente, como si la victoria los hubiera condenado a seguir peleando con el fantasma del adversario. Confunden negociar con claudicar, dialogar con rendirse, ceder con traicionarse. Y así, el equilibrio del que hablaba Bossuet se vuelve imposible: nadie quiere salir y nadie puede entrar. Resultado: la política deja de ser un arte y se convierte en un atasco.
En Nueva York, Trump y Mamdani demostraron que el ajedrez político puede jugarse sin incendiar el tablero. En México, a veces seguimos atrapados en un juego donde las piezas solo saben empujarse, donde los gritos y los mensajes improvisados sustituyen a la estrategia y a la visión de largo plazo.
Lo que debería ser un equilibrio se convierte en una pelea por ver quién expone más al otro. Así los escenarios: en uno se gobierna; en el otro, apenas se sobrevive.
