MUNDO
El reto de una buena estrategia: El partido de las narrativas; México ante la presión de Estados Unidos

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
El fútbol y la política tienen algo en común: en ambos se trata de ganar y de imponer condiciones. Sin embargo, hay una diferencia fundamental: mientras que en el fútbol las reglas son claras y no se pueden modificar de un momento a otro y a conveniencia, en la política internacional los países con mayor poder pueden reinterpretarlas para inclinar la balanza a su favor.
Esto es precisamente lo que ocurre en la actual disputa comercial entre México y Estados Unidos. Lo que está en juego no es solo un enfrentamiento económico, sino una batalla discursiva en la que Washington busca reafirmar su posición como la nación que sigue marcando la agenda global.
Los recientes conflictos arancelarios entre México y Estados Unidos son un episodio más en una larga historia de presiones económicas y políticas. Cada vez que el vecino del norte se siente amenazado en aspectos discursivos y políticos, responde con medidas proteccionistas disfrazadas de preocupación por la seguridad nacional, la calidad de los productos o la defensa de sus trabajadores.
Por ello, este conflicto no puede entenderse sin el contexto político en el que ocurre. La premisa discursiva de los republicanos ha sido que, durante la administración de Joe Biden, Estados Unidos se debilitó, permitiendo que sus rivales geopolíticos y comerciales ganaran terreno, mientras que, durante la primera administración de Trump, se fortaleció la influencia política y económica de su país. Fue este escenario, el que permitió a Donald Trump presentarse una vez más como el salvador que restaurará la grandeza del país, con el eslogan “Make America Great Again” como estandarte.
En este sentido, la guerra comercial con México no es solo una estrategia económica, sino un acto simbólico para demostrarle al electorado y al mundo que Estados Unidos sigue teniendo la capacidad de imponer su voluntad. De esta manera, cuando se imponen aranceles o se amenaza con imponerlos, es un acto de fuerza política y económica, pero si se aplaza su aplicación, es un acto de benevolencia que solo el poder absoluto tiene la capacidad de otorgar.
La historia nos ofrece múltiples ejemplos de este patrón. Desde la renegociación del TLCAN y la posterior firma del T-MEC hasta las recientes disputas sobre el maíz transgénico, el acero y los automóviles eléctricos, Washington ha utilizado su poder económico para doblar la voluntad de México. No se trata solo de imponer aranceles o bloquear productos; el verdadero objetivo es demostrar que la agenda comercial la sigue marcando Estados Unidos y que cualquier intento de autonomía económica por parte de México o cualquier otra nación, será respondido con medidas coercitivas.
Pese a ello, México no es un jugador pasivo en este partido y ha adquirido una narrativa propia que, a su vez, le ha permitido aprender a negociar bajo presión y a encontrar espacios de maniobra en un tablero que, aunque desigual, le ha permitido obtener victorias significativas. La diversificación de sus mercados, el fortalecimiento de su industria manufacturera y la creciente integración con Asia y Europa han dado a México una mayor capacidad de respuesta.
El problema radica en que la relación entre México y Estados Unidos no es meramente comercial; está atravesada por factores políticos y electorales que muchas veces determinan el tono de las disputas y en ese contexto, los políticos en Washington saben que culpar a México de los problemas internos siempre ha sido una estrategia efectiva para movilizar a ciertos sectores del electorado.
No importa que los datos muestren que el comercio con México beneficia a millones de trabajadores en ambos lados de la frontera; lo que importa es la percepción de que Estados Unidos está “protegiendo lo suyo”.
La analogía con el fútbol se vuelve aún más pertinente cuando observamos cómo Estados Unidos intenta redefinir las reglas para ajustarlas a su conveniencia. En este caso, el árbitro es el propio sistema de comercio internacional, que, si bien tiene reglas establecidas, también permite cierto margen de interpretación que Washington usa a su favor.
Un ejemplo claro es el manejo de las disputas dentro del T-MEC. Mientras que México ha sido señalado por supuestamente no cumplir con ciertas disposiciones del tratado, Estados Unidos ha aplicado medidas unilaterales sin someterse a los mismos estándares.
Esto refuerza la idea de que el comercio no es solo cuestión de tratados y acuerdos, sino de poder y narrativa. Para Washington, no basta con ganar en los hechos; necesita que la percepción sea la de un país que sigue liderando la región, incluso si eso significa violar el espíritu del acuerdo que firmó.
¿Qué puede hacer México ante esta situación? En primer lugar, debe reforzar su estrategia de diversificación comercial. Si bien la relación con Estados Unidos es fundamental, depender en exceso de un solo socio lo hace vulnerable a este tipo de presiones.
Fortalecer lazos con Europa, Asia y América Latina no solo le daría mayor margen de maniobra, sino que enviaría un mensaje claro de que México no está dispuesto a jugar bajo reglas impuestas unilateralmente.
En segundo lugar, México debe ser más agresivo en la construcción de su propia narrativa. Durante demasiado tiempo, ha permitido que Estados Unidos defina los términos del debate comercial. Es momento de que México deje de jugar a la defensiva y empiece a posicionarse como un actor con voz propia, capaz de marcar agenda en el comercio internacional, esto sin abandonar la vía institucional con la que han abordado los más recientes conflictos.
La historia nos muestra que México ha sabido resistir presiones similares en el pasado. Desde la crisis de 1994 hasta la renegociación del TLCAN, el país ha demostrado que, cuando actúa con inteligencia y estrategia, puede convertir las amenazas en oportunidades.
Hoy, ante un Estados Unidos que busca reafirmar su hegemonía global a través de la narrativa del poder, México tiene la oportunidad de demostrar que ya no es un jugador secundario en la cancha, sino un contendiente que sabe cómo jugar bajo presión y que no aceptará un partido con reglas interpretadas a conveniencia.
Si el equipo poderoso intenta manipular el marcador, la mejor respuesta no es protestar sin rumbo, sino jugar mejor, aprovechar cada oportunidad y demostrar en el campo que el talento y la estrategia pueden imponerse, incluso ante los intentos más descarados de controlar la narrativa global. México tiene el balón. Ahora es cuestión de decidir cómo jugarlo.
MUNDO
Cónclave: Ganan terreno los moderados ante los radicales

Los Juegos del Poder, por Gabriel Ibarra Bourjac //
Este miércoles 7 de mayo inicia el Cónclave para elegir al nuevo Papa, cumpliendo con las normas vaticanas que establecen que debe comenzar entre 15 y 20 días después del fallecimiento del Papa, ocurrido el pasado 21 de abril de 2025.
El Cónclave arranca con una misa en la Basílica de San Pedro, seguida del ingreso de los cardenales electores a la Capilla Sixtina, donde quedarán aislados bajo estrictas medidas de secreto. Actualmente, 133 cardenales menores de 80 años participarán en las votaciones, que requieren una mayoría de dos tercios para elegir al nuevo Pontífice. ¿Quiénes son los favoritos para suceder a Francisco?
Entre los perfiles que dividen al Colegio Cardenalicio, los progresistas tienen ventaja numérica, ya que Francisco nombró al 80% de los electores, pero los conservadores y moderados también buscan influir. La gran interrogante es qué tipo de Papa buscan los cardenales: un perfil radical, ya sea progresista o conservador, podría fracturar a la Iglesia Católica, por lo que los moderados ganan terreno como opción de consenso.
El favorito es el cardenal italiano Pietro Parolin, de 70 años, actual secretario de Estado del Vaticano. Considerado un candidato de continuidad moderada respecto al legado de Francisco, Parolin destaca por su experiencia diplomática y su capacidad para unir facciones, aunque algunos cuestionan su falta de carisma y experiencia pastoral directa. Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, lo señala como el principal contendiente y un «candidato de unidad» por su enfoque pragmático.
Otro nombre destacado es el cardenal filipino Luis Antonio Tagle, de 67 años, apodado «el Francisco asiático». Exarzobispo de Manila y actual jefe del Dicasterio para la Evangelización, Tagle es popular entre los progresistas por su apertura hacia la comunidad LGBTQ+ y su énfasis en la justicia social. Con el respaldo de los cinco cardenales filipinos, su candidatura podría hacer historia al convertirse en el primer Papa asiático.
Del lado conservador, el cardenal húngaro Péter Erdő, de 72 años, arzobispo de Esztergom-Budapest, emerge como favorito. Respetado intelectual con doctorados en teología y derecho canónico, Erdő defiende la ortodoxia doctrinal, oponiéndose a las bendiciones de parejas del mismo sexo y a la comunión para divorciados vueltos a casar. Su experiencia en dos cónclaves previos y sus conexiones con cardenales europeos y africanos lo posicionan como un posible candidato de compromiso para los conservadores.
Otros nombres que resuenan entre los 133 cardenales electores son el cardenal francés Jean-Marc Aveline, de 66 años, arzobispo de Marsella, y el cardenal italiano Matteo Zuppi, de 69 años, arzobispo de Bolonia. Aveline, considerado el favorito de Francisco, destaca por su enfoque en la inmigración y el diálogo interreligioso, aunque su cautela sobre las bendiciones a parejas del mismo sexo podría limitar su apoyo entre los progresistas. Zuppi, por su parte, es un progresista conocido por su labor como enviado de paz de Francisco en Ucrania y su inclusividad hacia parejas del mismo sexo, además de su trabajo con los marginados.
Desde África, el cardenal ghanés Peter Turkson, de 76 años, y el cardenal congoleño Fridolin Ambongo Besungu, de 65 años, representan opciones con posturas más tradicionales. Turkson, defensor de la justicia social y el medio ambiente, podría convertirse en el primer Papa negro en siglos. Ambongo, un líder outspoken en África, critica abiertamente la corrupción y el statu quo, pero su conservadurismo en temas como las bendiciones a parejas homosexuales podría generar división.
Pronto conoceremos al nuevo Papa y líder de la Iglesia Católica, que representa a más de 1,400 millones de fieles en el mundo. La fumata blanca y el anuncio del «Habemus Papam» marcarán el inicio de un nuevo capítulo para la Iglesia.
MUNDO
La moderación sobre el radicalismo

Opinión, por Miguel Anaya //
Durante años, en muchos rincones del mundo, la política pareció perder el centro. Ante el desencanto con partidos tradicionales y líderes que parecían cada vez más desconectados de las necesidades reales de la población, surgieron figuras que ofrecían rupturas radicales. Hombres y mujeres que hablaban con fuerza, que desafiaban las reglas, que prometían sacudir el sistema.
Y durante un tiempo, muchos ciudadanos, cansados de discursos acartonados que no resolvían de fondo las cosas, votaron candidaturas radicales.
El fenómeno no fue exclusivo de una región. En Estados Unidos, Donald Trump desafió el statu quo con un estilo confrontativo que rompió moldes. En Argentina, Javier Milei llegó a la presidencia con un discurso antisistema que canalizó la frustración de millones. En Italia, Giorgia Meloni representó un giro radical con raíces nacionalistas profundas, incluso en Nuevo León se eligió a Samuel García. Estas victorias compartían un mismo origen: la idea de que la política tradicional había fallado.
No solo fueron los errores de gestión o la corrupción los que abrieron paso a este péndulo hacia los extremos. También influyó la imposición de ciertas visiones ideológicas que no terminaron de convencer a la mayoría. Muchos ciudadanos sintieron que los discursos públicos dejaron de reflejar sus inquietudes reales, que los gobiernos se ocupaban más de debates abstractos que de cosas concretas: el precio de los alimentos, la calidad de la educación, la inseguridad en las calles. Ante eso, muchos decidieron voltear al extremo, al que gritaba más fuerte, al que prometía barrer con todo, al que hacía más espectáculo.
Pero esa misma fuerza que los llevó al poder, en muchos casos, también los expuso. Las promesas imposibles, el tono agresivo, la falta de resultados tangibles, los shows montados cada vez más vacíos, terminaron desilusionando a buena parte de sus electores. Poco a poco comenzó el retorno a la moderación. No como una vuelta nostálgica al pasado, sino como una necesidad práctica.
La reciente elección en Canadá es un reflejo claro de este giro. Contra lo impensable hace apenas unas semanas, el liberal Mark Carney, un tecnócrata sin experiencia electoral, venció al conservador Pierre Poilievre, quien había liderado las encuestas durante meses con un discurso duro, directo y populista.
Carney no es un político de carrera, es un economista de prestigio internacional, exgobernador de los bancos centrales de Canadá y del Reino Unido. Su estilo no es carismático ni electrizante. Pero en un momento en que el país enfrenta incertidumbres económicas y tensiones diplomáticas, su figura representó algo muy valioso: confianza, estabilidad y claridad.
Poilievre, por su parte, apostó por una narrativa confrontativa. Atacó al gobierno saliente, prometió recortes masivos y se mostró abiertamente cercano a la agenda trumpista. En tiempos recientes, eso había sido una receta ganadora. Pero esta vez la estrategia no funcionó. La gente no quiso más ruido.
Esa reacción del electorado canadiense no es un hecho aislado. En Francia, el presidente Macron logró frenar a los radicales. En España, el PSOE logró mantener el poder pese a la presión de una coalición entre conservadores y extremistas. Incluso en países donde estas opciones si ganaron las elecciones, hoy enfrentan desgaste acelerado.
¿Por qué? Porque la gente quiere vivir en paz. Quiere que la política se ocupe de lo importante: la salud pública, la educación, la seguridad en las calles, la posibilidad de tener un empleo digno. Ni la revolución constante ni el inmovilismo absoluto ofrecen eso. El equilibrio sí.
La mesura no es una debilidad. Es una forma de reconocer la complejidad del mundo. Gobernar así es difícil, porque implica negociar, escuchar, ceder a veces. Pero también es la única forma sostenible de liderar sociedades diversas y modernas sin vivir en conflicto permanente. Las sacudidas son importantes, pero no se puede vivir en la incertidumbre constante (las caídas de las bolsas de Nueva York nos lo muestran claramente).
Lo de Canadá es una historia que vale la pena contar, no porque sea espectacular, sino precisamente porque no lo es. Es el relato de una sociedad que eligió con la cabeza fría, que prefirió a alguien que no buscó incendiar el país, sino repararlo. Cuando se apagan los gritos y las luces de la espectacularidad, lo que queda son las decisiones y acciones que realmente cambian la vida de las personas.
Quitemos el show de la política, de las decisiones públicas. Pensemos en sociedad, en agendas que favorezcan a la mayoría a largo plazo, seamos empáticos, construyamos desde la comunidad y desde el entendimiento. No es una receta mágica, es un remedio lógico.
MUNDO
God bless you, Mr. Trumpapa

Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez //
A quienes los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco, sentenciaron los griegos antiguos. Si aunamos la soberbia, la locura a la estupidez, podremos comprender la foto que la cuenta oficial del presidente Donald Trump publicó, en la que aparece como el nuevo Papa.
Burlarse de las creencias de la gente, sea cual fuere su religión, no es cualquier cosa. La reacción de los católicos a lo que se considera una blasfemia es una de las primeras manifestaciones de rechazo.
¿En qué cabeza cabe hacer este tipo de “chistosadas”? No es un meme que “alguien” publicó. Proviene de una cuenta oficial de Trump. En momentos donde todavía la grey católica mundial llora la muerte del Papa Francisco y en espera que se nombre al nuevo Vicario de Cristo, se antoja que, efectivamente, lo haya confeccionado y aprobado un loco, ensoberbecido por el poder del imperio otrora amo del mundo.
Roma comenzó su decadencia con los emperadores insanos, con Tiberio a la cabeza; enseguida otro no menos “zafado” como lo fue Calígula; Nerón, el piromaníaco incestuoso con su propia madre; Cómodo, el narcisista, también incestuoso con su propia hermana y el adolescente Heliogábalo, señalado como pedófilo, homosexual, sátiro y que se propuso imponer a su Dios (él nació en Siria y fue proclamado emperador a los 14 años) por encima de los dioses romanos.
¿A qué viene todo esto? Al imperio yanqui, otrora dueño del planeta, sólo le faltaba un “emperador” de la talla de los antes señalados para comprobar la decadencia que vive este “reino” en estos tiempos.
Esta pifia no va a pasar desapercibida. No es una “bromita” cualquiera. Es una declaración de guerra en contra de los católicos y en Estados Unidos de Norteamérica hay millones, sobre todo los de origen irlandés, italiano y latinoamericano.
José Saramago, escritor portugués, escribió en uno de sus geniales textos: “Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero ‘el factor Dios’ está presente en la vida como si, efectivamente, fuese dueño y señor de ella. No es un Dios, sino ‘el factor Dios’ el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden la bendición divina para América (la de Estados Unidos, no la otra).
Y fue el factor Dios lo que se transformó el dios islámico, que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones suicidas contra los desprecios y en venganza por las humillaciones sufridas por creer en ese dios.
Ese factor Dios es terriblemente igual en todos los seres humanos, dondequiera que estén y sea cual fuere la religión que profesen. Ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a la intolerancia más sórdida, que solo respeta aquello que se le manda creer; el que, después de presumir haber hecho de la bestia un hombre, terminó por hacer del hombre una bestia.
Esa “bestialidad” del hombre surge al volverse irracional y una de las condicionantes para perder la mesura es que “alguien” se atreva a burlarse de su dios, de su religión, de su clero.
Ahmed Salman Ruashdie, escritor hindú, de nacionalidad inglesa, sufrió por años el claustro obligado, luego de la sentencia de muerte que le fue proferida por los altos clérigos islámicos, quienes consideraron que su libro Versos Satánicos atentaba en contra del Islam.
En México no cantamos mal las rancheras. La guerra cristera se dio por varios y variados factores que motivaron a los católicos, sobre todo a los de la zona de Los Altos de Jalisco y el Bajío.
Muerte, destrucción, barbarie, fueron los resultados de esta guerra en la que participaron incluso sacerdotes católicos que desestabilizó la paz social en los años 20.
Donald Trump no es ningún comediante. Adolece de humor y no tiene vis cómica. Por tanto, su gracejada no será sólo anecdótica. Tendrá consecuencias políticas, sociales y quizá hasta económicas.
La grey católica no dejará pasar la oportunidad de arremeter contra Donald. Esa irreverencia, esa blasfemia (así la consideran los católicos) ha dolido en lo más profundo de la sensibilidad de los creyentes.
Entonces, bajo esa óptica, el imperio de los Estados Unidos de Norteamérica ya tiene su “emperador” demente. Ya solo falta ver cómo y cuándo se derrumba, y no por el escándalo que ha generado su meme donde aparece como el Papa, sino por las “locuras” económicas que ha impuesto “su majestad” y que -dicen los enterados de la economía- habrán de regresarse con creces y de manera destructiva a su nación.
¿No tendrá Donald Trump alguien con mediana inteligencia en su staff de asesores como para que le adviertan que su soberbia, su demencia le acarreará la perdición, no solo a su persona, sino a su país? Ahí se deja esa interrogante.
God bless you, Mr. Trumpapa.
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