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Entre AMLO y Xóchitl: Belfegor, el demonio de las idolatrías

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Desde los Campos del Poder, por Benjamín Mora Gómez

Siendo adolescente se me dijo que la pereza es el pecado capital más metafísico de entre todos en cuanto a está íntimamente relacionado a la incapacidad de aceptar y hacerse cargo de la propia existencia y, por tanto, nos impide lograr nuestros objetivos al negarnos a hacer buen uso de nuestros talentos. Es, como bien se dice, la madre de todos los vicios. También se me dijo que la pereza es idolatría.

Aprendí que no se abandona a la pereza si no hay algo externo que mueva a decidir volvernos diligentes; supe que el perezoso cree que el esfuerzo y el trabajo no le son aplicables. La pereza es solo el síntoma de algo más profundo.

Nuestros legisladores se ufanan de haber elevado a rango constitucional las dádivas económicas a nuestros jóvenes como política social; sin embargo, en su pequeñez de espíritu jamás intuyeron los males que estaban instituyendo. Se quedaron en la forma sin llegar al fondo, a lo profundo de los orígenes de las desigualdades sociales y económicas, culturales y sociales, ambientales y comunitarias. Creyeron que todo se resuelve con dinero, ¿incluso la inclinación de los votos y las lealtades electorales?

y México perdió.

Pudimos conducir nuestro futuro con el rumbo -imaginemos que es un automóvil- que cada quien eligiera, pero prefirieron obligar a nuestros jóvenes a empujarlo al arrancarle el motor, quitarle las llantas y romper el volante, arrojando su llave a la vera del camino.

Hablo de Belfegor y sé que habrá quienes nieguen la existencia de los demonios, aunque acepten que vivimos en medio de una era de desconciertos, violencias, incertidumbres, inmundicias, lascivias, enemistades y diversas idolatrías, donde su imán se centra en lo inmediato, en dónde todo es descartable. La piedad sufre de desgano.

Hay miopía gubernamental. Vivimos en un entorno nacional en dónde lo público y de gobierno carecen de propósitos y rumbo porque un presidente impreparado se hizo de gente aún más incompetente para formar su gabinete.

En México, sufrimos de un fenómeno socio-psicológico desbordado: La idolatría política al atribuir en otros la responsabilidad de velar por nuestro bien, otorgándoles ideales irracionales, disolviendo los límites entre lo real y la fantasía, y sustrayéndonos de ser quienes decidan y construyan nuestro destino personal y de familia.

Hoy, tenemos dos ídolos políticos: Andrés Manuel y Xóchitl, ambos idealizados por amplios extremos de nuestra sociedad: chairos y fifís. Ambos son incuestionables; todo lo malo a ellos atribuido es negado. Se les admira sobre todas las cosas pues encarnan la capacidad de salvaguardarnos, la sabiduría al ejercer la política, el encauzar la lucha por la justicia y el bienestar, contener los odios justificados; son espejo de aquellas cualidades públicas que valoramos, que idealizamos. Entendamos, porque los ídolos políticos acrecientan nuestra autoestima es que no se les abandona; hacerlo sería tanto como atentar en nuestra contra.

Los seres humanos necesitamos creer, y en ello cabe nuestro entendimiento y explicación del mundo y de nuestras relaciones con los demás. Creer, hoy, en Andrés Manuel y Xóchitl es imaginar que aquel otro México sí es posible; ese México que se conecta con nuestros ideales más personales.

Sir Wiston Churchill alguna vez nos dijo: “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”. En México, la inmensa mayoría de quienes se identifican como anti peje hoy se preocupan más por tener a la -presumiblemente- candidata más competitiva para la próxima elección presidencial y no en quién pudiera ser la mujer, con altura de estadista, que nos ayude a sortear los retos de la reconstrucción institucional de México. En esa renuncia podría estar nuestra condena como nación y patria malparidas. Creo que hemos perdido la oportunidad de ser grandes entre los grandes y elegimos quedarnos a nivel de los liliputienses.

Sin duda, Xóchitl Gálvez tiene una buena estrella, y se llama Andrés Manuel López Obrado. Quién parecía el genio de la comunicación política resultó ser un imberbe en el momento decisivo de su sueño cuatroteíno. Torpeza tras torpeza, al peje lo achicó y a ella popularizó, pero no la iluminó. Bien lo explicó Enrique de la Madrid, una cosa es ser competitiva y otra es ser competente para y en el México que nos aguarda en 2024.

Alejandro Moreno Cárdenas, presidente del CEN del PRI, siempre arrebatado, se amilanó y perdió la oportunidad de abrir una nueva ventana a la democracia mexicana. Alito no alcanzó a intuir que, con la posible votación del domingo 3 de septiembre, tendríamos las primeras elecciones primarias formales en nuestra historia, perfeccionando a nuestro sistema político.

Desde la oposición, la inseguridad y la baja autoestima hizo que la sociedad civil se volcará por quién podría ganar a la corcholata ungida por López Obrador, y renunciara a tener a la más capaz. En lo personal, López Obrador me incomoda. Me parece un mal presidente. Es perverso y manipulador. Pero reconozco que las instituciones que destruyó aguardaron demasiado para ser evolucionadas.

Hoy, tenemos a una buena candidata, pero carecemos de proyecto y estrategia, de estructura y del discurso que venza y convenza, pero sobre todo de los límites saludables que impondremos a la presidenta para acabar con el presidencialismo hoy desbordado, pero siempre enfermo.

Quiero terminar con una reflexión que leí hace tiempo: “Cuando me di cuenta de que tenía miedo de perder a mi pareja, pensé que era bueno porque significaba que la amaba mucho y quería estar con ella. Pero luego me di cuenta de que el miedo no es una indicación de amor”… y que el miedo no es el camino hacia la democracia.

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