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La corrupción es una constante: ¿Quién le sirve al servicio público?

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En 1963, Martin Luther King Jr. escribió desde la cárcel de Birmingham que “la injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes”. Su frase es tan relevante hoy como lo fue entonces, especialmente en un país como México, donde el servicio público enfrenta un desafío constante: la contradicción entre los principios éticos y la realidad de un sistema político marcado por la corrupción y el oportunismo.

Hablar de ética en el servicio público en México puede parecer un ejercicio inútil, casi ingenuo, como intentar sostener un castillo de arena frente al embate de las olas. Los ejemplos son abrumadores. Desde la “Estafa Maestra”, que reveló el uso de universidades públicas como intermediarias para desviar recursos o el programa ‘’A toda máquina’’ que estuvo repleto de irregularidades en el proceso de licitación, hasta los gobernadores prófugos que transformaron sus estados en feudos personales, la corrupción parece una constante. Y no se trata solo de figuras aisladas, sino de un entramado sistémico que convierte al servicio público, no en un espacio para servir al ciudadano, sino en una maquinaria para saquear al país.

Este problema no es exclusivo de México. La historia está llena de ejemplos de sistemas que han colapsado por ignorar los principios éticos en la gestión pública. En la antigua Roma, el abuso del poder por parte de gobernantes corruptos debilitó las instituciones, pavimentando el camino para la caída del imperio. Más recientemente, la crisis de Watergate en Estados Unidos expuso cómo la corrupción, incluso en una democracia avanzada, puede comprometer la confianza ciudadana. Lo que distingue a las sociedades que avanzan de aquellas que permanecen atrapadas en el mismo ciclo es su capacidad para aprender de esos errores y construir un marco sólido de transparencia y responsabilidad.

En México, esa capacidad parece atrofiada. Los escándalos se suceden unos a otros sin que las consecuencias sean proporcionales al daño causado. El discurso oficial apela frecuentemente a la moralidad, pero en la práctica, la ética se diluye en un sistema que prioriza la lealtad política por encima de la competencia técnica o la integridad personal.

El servicio público se ha convertido en un espacio donde lo más importante no es el mérito, sino la cercanía con quien detenta el poder. Esto explica por qué tantas dependencias y programas fracasan: no porque falte presupuesto, sino porque quienes los dirigen no están comprometidos con el bien común, sino con su propio beneficio.

La pregunta es inevitable: ¿es posible revertir esta situación? Algunos países han demostrado que sí. Dinamarca, considerado uno de los menos corruptos del mundo, no siempre tuvo un sistema ético ejemplar. En el siglo XIX, la corrupción era endémica en su gobierno. El cambio comenzó con una transformación cultural que promovió la transparencia, acompañada de sanciones ejemplares contra quienes abusaban de su posición. Más importante aún, se construyó un consenso social en el que la corrupción dejó de ser tolerada, incluso en sus formas más cotidianas. En México, ese consenso parece lejano. Aquí, las prácticas deshonestas no solo se toleran, sino que a menudo se justifican con frases como “así se hacen las cosas” o “todos lo hacen”.

No obstante, no todo está perdido. México ha mostrado que puede movilizarse cuando las circunstancias lo exigen. Las manifestaciones ciudadanas que exigen justicia, las organizaciones civiles que denuncian irregularidades y los periodistas que investigan, incluso a riesgo de sus vidas, son prueba de que existe una base sobre la cual construir un servicio público más ético.

Pero esa base necesita fortalecerse. La transparencia, por ejemplo, debe dejar de ser un término burocrático para convertirse en una práctica real. Las declaraciones patrimoniales de los funcionarios, el acceso a la información pública y la rendición de cuentas deben ser la norma, no la excepción.

Además, es fundamental transformar la percepción del servicio público. En lugar de verlo como un espacio para enriquecerse o escalar políticamente, debe recuperarse como una vocación, un compromiso con la sociedad. Esto requiere no solo de cambios estructurales, sino también educativos. La ética no puede ser algo que se aprenda en un curso aislado; debe ser parte integral de la formación de los futuros servidores públicos. Y, por supuesto, las sanciones deben ser ejemplares. No es suficiente con que se investigue un caso de corrupción; es necesario que haya consecuencias claras y visibles para quienes traicionan la confianza pública.

Hay quienes argumentan que la corrupción está tan arraigada en la cultura mexicana que es imposible erradicarla. Pero esta visión es derrotista y peligrosa. Justificar el abuso y la deshonestidad como parte de una supuesta “idiosincrasia” no solo perpetúa el problema, sino que lo normaliza. La ética no es un ideal utópico; es una necesidad para la supervivencia misma de cualquier sistema democrático. Sin ella, las instituciones se debilitan, la desigualdad se profundiza y la confianza ciudadana se desvanece.

El verdadero desafío no está en legislar sobre ética, sino en convertirla en acción. Y aquí es donde todos tenemos un papel que desempeñar. La exigencia de integridad no puede limitarse a los altos funcionarios; debe permear todos los niveles del gobierno y la sociedad.

Cada vez que un ciudadano rechaza un soborno, denuncia una irregularidad o se resiste a las prácticas corruptas, está contribuyendo a construir un sistema más ético. Puede parecer un gesto pequeño, pero como decía Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”.

¿Podremos algún día ver al servicio público como un espacio para el bien común, en lugar de un botín político? Tal vez la respuesta dependa menos de los discursos y más de nuestras acciones cotidianas. La ética no es un ideal lejano; es una construcción colectiva que comienza con cada uno de nosotros.

 

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