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MUNDO

La primera derrota

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Opinión, por Iván Arrazola //

Claudia Sheinbaum lo ha ganado todo: ganó la elección presidencial con un amplio margen, aseguró mayorías calificadas para su partido en el Congreso y le han aprobado todas sus reformas. Sin embargo, enfrenta su primera derrota al dejar de dialogar con el presidente electo Donald Trump a través de los medios. Aunque esta medida busca poner fin a las polémicas generadas por las declaraciones cruzadas entre ambos líderes, también pone de manifiesto las dificultades para establecer un canal de comunicación efectivo con el próximo mandatario de Estados Unidos.

Es posible que la presidenta Claudia Sheinbaum haya seguido al pie de la letra el consejo de Maquiavelo sobre cómo gobernar un país cuando se hereda el poder político. Según el pensador florentino, en estos casos los habitantes suelen ser leales mientras el gobernante no altere de forma drástica el orden ni las costumbres establecidas. En línea con esta idea, Sheinbaum ha decidido conservar la estrategia de comunicación implementada por López Obrador. Sin embargo, esta elección parece no estar produciendo los resultados esperados.

El principal problema se encuentra en replicar el formato y el estilo de comunicación de su antecesor. Una de las fortalezas de López Obrador, incluso antes de asumir la presidencia, fue su habilidad para evadir responsabilidades en situaciones comprometedoras, como los casos de sobres de dinero relacionados con colaboradores cercanos o familiares, que él desestimó calificándolos de complots o estrategias para desprestigiarlo.

Este enfoque evasivo de comunicación resultó especialmente efectivo en su trato con Donald Trump. La estrategia de evitar confrontaciones directas con el entonces presidente estadounidense le permitió a López Obrador preservar su imagen frente a un actor indudablemente poderoso. Ante cualquier ataque o amenaza de Trump, el expresidente respondía que no caería en provocaciones, afirmaba que Trump era su amigo y atribuía cualquier hostilidad hacia México a que estaba en campaña.

El principal desafío de Claudia Sheinbaum parece ser su rigidez al comunicar, una clara diferencia respecto a la disciplina y el dominio que caracterizaban a López Obrador en su comunicación cotidiana. A diferencia de su antecesor, quien perfeccionó esta estrategia desde su etapa como jefe de gobierno y la utilizó con eficacia en la presidencia para confrontar adversarios y defender su gestión, Sheinbaum aún no ha logrado dominar este formato.

Sheinbaum parece no estar acostumbrada a un nivel de protagonismo tan elevado, como lo demuestra su evidente incomodidad durante las conferencias mañaneras. Su intento de reducir tensiones con Donald Trump, señalando que la imposición de aranceles perjudica a todos los socios comerciales, ha tenido un alcance limitado.

La comunicación directa entre ambos ha resultado complicada, ni la carta ni llamada han detenido los excesos verbales del presidente estadounidense que contrasta con el tono mesurado de Sheinbaum. A esto se suma la ausencia de un liderazgo dentro de su gabinete, donde ningún miembro parece asumir un rol que pueda aliviar la presión sobre Sheinbaum.

Interrumpir la comunicación, sin duda, no es una buena señal, ya que proyecta una imagen de debilidad. Desde el principio, la presidenta debió establecer una línea argumentativa clara, enfatizando que México no cederá a presiones externas y que actuará conforme al derecho internacional, particularmente en el tema migratorio.

En cuanto a los aranceles, el enfoque debería ser similar: destacar que existe un tratado entre tres países con reglas claras que todos están obligados a cumplir. Mantener un discurso fundamentado en los acuerdos internacionales habría permitido a la presidenta ganar tiempo para establecer un canal de comunicación menos público, reduciendo la presión mediática. En contraste, la falta de una estrategia clara ha permitido que Donald Trump tome la delantera en el terreno comunicativo, generando la percepción de que está imponiendo su narrativa sobre la situación.

Es el momento para que la presidenta adopte un estilo propio de liderazgo y comunicación. Un buen inicio sería fomentar un diálogo más abierto y fluido con diversos actores, en lugar de restringirlo a ciertos personajes, algo poco acorde con el rol de una jefa de Estado. Asimismo, deslindar responsabilidades de funcionarios como la excanciller Alicia Bárcena, aunque la reconozca como una funcionaria ejemplar, no es suficiente; llevar a cabo investigaciones sería más efectivo.

Mayor apertura al diálogo podría ayudar a reducir la rigidez que caracteriza su estrategia comunicativa. Además, sería recomendable que limite sus intervenciones públicas, reservándolas para momentos estrictamente necesarios, optimizando así el impacto de su mensaje.

De los consejos de Maquiavelo se desprende que una gobernante debe adaptarse a las circunstancias. Para Sheinbaum, lo que está en juego no es solo su movimiento político, sino su legado. La negociación con Donald Trump representa una oportunidad invaluable para reafirmar su liderazgo y demostrar su capacidad en el ámbito internacional. Un diálogo directo, cuidadosamente estratégico y, sobre todo, alejado de la imitación del estilo de su antecesor, sería clave para alcanzar este objetivo.

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Tolerancia en tiempos de algoritmos

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– Opinión, por Miguel Anaya

¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.

En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.

¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.

El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.

He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).

La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.

Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.

La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.

El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.

Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.

Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.

En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.

El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.

Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.

Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.

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MUNDO

De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.

México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.

La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.

Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.

El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.

La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.

No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.

Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.

No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.

Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.

Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.

No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.

El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.

Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.

Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.

Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.

Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.

México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.

No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.

Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.

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