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JALISCO

Terror en Teuchitlán: Entre las cenizas del silencio

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

Jalisco es la ceniza, y entre sus rescoldos arde, aun sin apagarse, la violencia. Tres crematorios clandestinos fueron encontrados esta semana en un rancho en Teuchitlán, y en ellos la memoria calcinada de cientos, quizás miles, de vidas arrebatadas. México vuelve a tropezar con su misma tragedia: desaparecidos, impunidad, y el eterno retorno de la negligencia.

Fue en el Rancho Izaguirre, en La Estanzuela, donde aparecieron los hornos, enterrados bajo tierra y ocultos tras ladrillos, como una metáfora macabra del país mismo: lo peor siempre está ahí, aunque no se quiera ver.

Fueron las madres buscadoras, esos colectivos de mujeres que caminan las entrañas del dolor, las que pusieron luz sobre este nuevo horror. Ellas llegaron primero, como llegan siempre: antes que los peritos, antes que la Fiscalía, antes que la conciencia del Estado.

Ahí, entre las cenizas, encontraron zapatos, cientos, entre 200 y 400, dice el reporte. Cada zapato, una vida. Cada vida, una historia mutilada, un rostro borrado, una familia fracturada. También había ropa, mochilas, fotos arrugadas, cartas nunca enviadas, testimonios mudos de lo que alguna vez fue existencia cotidiana. Y luego, los hornos, tres construcciones rudimentarias diseñadas para borrar toda evidencia de humanidad, como si México no hubiese aprendido aún que la memoria resiste al fuego.

Este rancho no es nuevo para la tragedia. Fue intervenido dos veces en cinco meses. Primero en septiembre, después de un tiroteo que dejó diez detenidos y tres cautivos liberados. Luego en enero, cuando encontraron un campo de adiestramiento del crimen organizado y arrestaron a 38 personas, aunque casi todas fueron devueltas a la libertad por falta de evidencia. Y ahora, en marzo, tras una nueva alerta, se revelaron estos crematorios, desnudando la incapacidad o complicidad del Estado.

En septiembre, las autoridades habían inspeccionado el terreno, pero no encontraron los hornos. Dicen que eran difíciles de hallar, escondidos bajo tierra y ladrillos. Difíciles, claro, como difícil es gobernar un país en ruinas, o reconocer la responsabilidad de haberlo dejado llegar hasta aquí. Difíciles, como es difícil aceptar que cada día la violencia en México se escribe en los silencios, en las negaciones y en las ausencias.

Las madres buscadoras denuncian, una y otra vez, incansables, pero pareciera que solo hablan con los muros de un Estado que las oye sin escucharlas. En Tlajomulco, apenas a unos kilómetros, la búsqueda organizada por colectivos para los próximos días 10, 11, 12 y 13 de marzo, fue suspendida por falta de coordinación institucional entre la Comisión Nacional de Búsqueda y la fiscalía general de la República.

El resultado, otro golpe más a familias ya acostumbradas al golpe. El comunicado del colectivo Luz de Esperanza lo resume con crudeza: la descoordinación, la indiferencia y la inacción son ya el lenguaje común de las autoridades.

En México, la búsqueda de los desaparecidos no es un derecho garantizado por el Estado, sino una concesión negociada con instituciones lentas, desbordadas, deshumanizadas. Las búsquedas se suspenden porque faltan documentos, autorizaciones, coordinación, voluntad política. Mientras tanto, las familias permanecen atrapadas en una espera eterna, sujetas al capricho burocrático de un sistema que parece más preocupado por encubrir su incompetencia que por ofrecer respuestas.

Ante esta crisis, el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres, CLADEM, alzó la voz. Exigen rigor forense, intervención especializada y coordinación efectiva. Reclaman lo básico, lo obvio: que las investigaciones se realicen con protocolos estrictos, que se preserven evidencias, que se analicen objetos personales, que se tomen muestras genéticas. Pero, sobre todo, exigen respeto y dignidad para quienes, pese a todo, aún buscan esperanza en medio del horror.

Porque los objetos encontrados no son solo pruebas judiciales; son pruebas morales, éticas, humanas. Son lo que queda de quienes fueron arrebatados, y sus historias merecen más que un procedimiento administrativo. Merecen ser contadas, ser lloradas, ser honradas. México está lleno de altares, de veladoras, de recuerdos incompletos. Ahora también está lleno de cenizas. Y cada puñado de ellas es una acusación contra la impunidad.

Las autoridades prometen, como siempre, respuestas. Pero la impunidad persiste, como persistió en Ayotzinapa, en Tlatlaya, en San Fernando. En cada sitio donde el horror ha tocado tierra, el Estado promete que esta vez será distinto, pero siempre es lo mismo. La impunidad parece haberse vuelto condición esencial del Estado mexicano, un Estado que no resuelve, sino que administra tragedias.

Este nuevo hallazgo en Jalisco no es solo otro episodio de violencia; es un espejo que refleja todas las deficiencias de una estructura incapaz de proteger a sus ciudadanos. Y mientras la Fiscalía trabaja en procesar cada indicio, las familias siguen buscando en solitario, sumando días a un duelo sin nombre, en espera de una justicia que nunca llega.

México sigue siendo tierra fértil para el horror, donde la violencia es cotidiana y la indiferencia institucional, un protocolo más del gobierno. Los crematorios clandestinos de Teuchitlán son, tristemente, solo una nueva estación en esta larga noche, otra confirmación de que en este país la dignidad es un lujo, la justicia, una quimera y la memoria, la única resistencia posible.

Mientras no haya verdad, mientras no haya justicia, México seguirá caminando entre cenizas.

En X @DEPACHECOS

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