MUNDO
El objetivo de combatir la depresión y la soledad: Amigos por inteligencia artificial, el arriesgado plan de Zuckerberg

Política Global, por Jorge López Portillo Basave //
Como sabemos, la soledad y la depresión son dos enfermedades crónicas que se han ido incrementando entre los adolescentes. Ahora el fundador de Facebook que ayudó a conectar a miles de personas en todo el mundo, pero que también fue el primer método para que los humanos, especialmente jóvenes y ancianos, se desconectaran de su entorno inmediato para irse al mundo virtual, nos asegura ahora que la inteligencia artificial será la cura para la soledad y la depresión consecuente.
En entrevista en el podcast de Dwarkesh Patel, el supermillonario dueño de Meta, Mark Zuckerberg, declaró que su empresa está creando las herramientas para que las personas creen amigos virtuales a través de la IA, y que esto ayudará a reducir la epidemia de soledad.
Con todo respeto para el brillante empresario, creo que está mal. Dicho sea, con mucho respeto, él mismo admite que tiene un problema de autismo y tal vez para personas con ese problema esto sirva, pero para la mayoría de la gente no será. Simplemente, veamos los resultados de los encierros del COVID19.
Si bien es cierto que jóvenes con problemas de socialización pueden encontrar espacios para entretenerse, también es verdad que esto por gusto los podría aislar aún más socialmente. Además, esto se repetirá entre los jóvenes sin estos desafíos, quienes empezarán a generar mundos paralelos al real.
Los mejores y más exitosos programadores han tenido algo de autismo, como lo admite el propio Zuckerberg, y casi todos ellos son un poco bobos como los personajes de la serie “Big Bang Theory”. Pero eso muestra lo que podría causar en masas de jóvenes que no sepan diferenciar entre máquinas y personas y que de hecho prefieran a las máquinas como sus amigos.
Esto no solo tendrá cuestionables efectos en la salud física, sino en la salud mental y claro, en los valores morales. Digamos que todos hemos escuchado que algunas personas quieren más a sus coches o a sus bienes materiales que a sus amigos. Ahora imaginemos que ese bien material le habla y le da consejos.
Lamento escribir lo que a continuación advierto, pero la idea de que los objetos inanimados sean adorados como personas está cerca, pero también está cerca el momento en que los humanos piensen ser Dios y después que una máquina se lo crea y ellos la adoren. Este párrafo es realmente perturbador. Lo peor es que hace cientos de años autores de ciencia ficción nos lo habían anunciado y si entramos en los terrenos de la Fe podremos recordar que la Biblia también nos advierte de estos ídolos.
Así, la IA, que debiera ser herramienta, hoy ya es utilizada para sustituir la autorreflexión y muy pronto dejará de darnos respuestas y empezará a darnos instrucciones o sugerencias de acción. Al ser una “amiga de confianza”, muchos olvidarán que es una máquina que solo puede responder con base en su programa y en lo que a partir de ese programa interpreta.
He tenido pláticas con amigos que en principio toman lo dicho por la inteligencia artificial como dogma de fe y cuando les aclara uno, ellos se escuchan y de inmediato recapacitan. Pero eso se irá perdiendo. Poco a poco la gente confiará más en lo que le dice la IA que en lo que reflexionan otros seres humanos.
La IA no debiera sustituir al cerebro, pero sus promotores más ingenuos piden que sustituya no solo al cerebro, sino que sustituya a nuestros amigos. Yo soy admirador de la ciencia, pero como herramienta de la humanidad, no como sustituto. En esto coincido ampliamente con Elon Musk, quien advirtió a sus amigos creadores de la IA que debía tener límites, a lo que ellos se opusieron.
Soy “especista” y me interesa defender a la especie humana. Pero para algunos de estos también llamados “nerds”, la sociedad no les ha dado lo que ellos quieren, por lo que sus creaciones pueden ser más atractivas que la humanidad y, por ende, en una disputa, la inteligencia (aunque sea artificial) debe ser la que domine a la especie inferior. Este último párrafo fue la discordia que separó a Musk de los creadores de ChatGPT.
De cualquier forma, esto es muy interesante y claro que poder tener un robot de ayudante que además pueda reflexionar y ayudar va a ser genial, pero ¿dónde acabará la herramienta y donde empezará el influencer? Digamos que el AmiBot me dice que mi jefe es un desalmado o que el aparato decide poner en su lugar a unos tipos que me caen mal. Entonces ¿qué va a pasar?
Mark Zuckerberg puede estar sin querer diciendo lo que va a suceder y no sabe que tal vez no sea bueno. Crear amigos por computadora, no acabará con la soledad, sino que la garantizará; será lo más solitario y deprimente. Seremos borregos de los programadores que antes eran los llamados nerds y después podríamos ser simplemente suplantados por las máquinas en labores de todo tipo, desde la amistad hasta las pasiones sexuales. Pero para las élites siempre habrá humanos como una cosa exótica, así como la comida orgánica y los alimentos de origen silvestre. La IA está por llevar a nuevos límites y significados el adjetivo “amigos materiales”.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos
Si prefiere descargar el PDF en lugar de leer online: CLICK AQUÍ
Lectores en teléfono celular: Para una mejor lectura online, girar a la posición horizontal.
LAS NOTICIAS PRINCIPALES:
Crónica de una semana tensa en la UdeG: La rebelión estudiantil que desafía a la FEU
MUNDO
Tolerancia en tiempos de algoritmos

– Opinión, por Miguel Anaya
¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.
En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.
¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.
El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.
He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).
La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.
Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.
La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.
El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.
Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.
Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.
En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.
El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.
Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.
Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.
MUNDO
De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.
México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.
Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.
El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.
La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.
No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.
Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.
No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.
Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.
Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.
No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.
El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.
Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.
Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.
Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.
Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.
México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.
Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.