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OPINIÓN

En la Mira: Élite vestida de seda

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«Por sus frutos los conocereis».

Evangelio según San Mateo 7, 20.

Por Óscar Constantino Gutiérrez //

Los predicadores de la antipolítica son una especie de falsos profetas: ofrecen los mismos cuentos que el resto de los políticos, aunque se ostenten como distintos.

No existe propaganda más fácil de emitir que la de «somos diferentes de los anteriores»: la utilizan todas las oposiciones en el mundo y, en todos los casos, es falsa en algún grado. Pero, cuando un candidato sostiene que no pertenece a la clase política, esta mentira se lleva al extremo.

Veamos el caso de Berlusconi —il sultano, como lo apodó Giovanni Sartori—, un empresario de medios que hizo campaña como antipolítico y, ya en el poder, reprodujo todos los modos y mañas de los políticos comunes. Al igual que otros personajes con discursos similares, sus medios de acción fueron populistas o demagogos, poco importaba si estos sujetos se hacían llamar de derecha, izquierda, centro, liberales o cualquier otra cosa: todos recurrieron a las concesiones y halagos a los sentimientos elementales de la gente, con el objetivo de ganarse el favor popular y, en consecuencia, conseguir el poder. En esa lista aparecen personajes como Castro, Chávez, Perón, los Kirchner, Correa, Morales, Trump y un largo etcétera.

Entre ofrecer el regreso a una supuesta era dorada de la clase obrera blanca en Estados Unidos y prometer el bienestar de los descamisados, la única diferencia es terminológica: se invoca la raza, la clase, el agravio del pasado, la necesidad, el resentimiento, el extraño enemigo o cualquier otra emoción primaria que nuble la razón y, a continuación, se brinda una gracia o adulación a esos vencidos, con la finalidad de que encuentren en el vocinglero a su salvador, al redentor que los saque de la pobreza, los vengue, eleve o redima.

Castro, Berlusconi, Mussolini, Hitler, Chávez y Morales se mostraron como los benefactores del desatendido por los políticos, como los foráneos de la política, los outsiders del poder. Y, en todos los casos, esa antipolitiquería era tan falsificada como la de los políticos usuales.

Debe recordarse que Gaetano Mosca explicó que la clase dirigente sólo cambia sillas con otros miembros de la élite del poder —de distinto color, pero igualmente dirigente—. El genio italiano expuso que no puede ser de otra forma, que, incluso si la masa derribara a la clase dirigente, de esa masa brotaría otra minoría que realizaría la misma función que la élite desplazada: si no fuera así, «toda la organización y estructura social sería destruida» (Mosca, Gaetano. La clase política. FCE, 1984. página 108).

Ahora, que está de moda que los payasos propagandistas invoquen la lectura de Gramsci, a esos bufones hay que sugerirles las lecturas de Robert Michels, Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y, por supuesto, de Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero. La fingida sinceridad de esos portavoces se olvida del realismo político: la clase dirigente siempre es élite, venga de donde viniere, por lo que replica los modos y actitudes del grupo que depone. Parafraseando al refrán: la élite, aunque se vista de seda, élite se queda.

Antes que Mosca, Jesús de Nazaret lo explicó como consigna el Evangelio según San Mateo: «guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis».

Un político da frutos políticos, aunque se disfrace de forastero del poder: si habla demagógicamente, actúa y halaga con demagogia, no es una oveja…

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OPINIÓN

Más Mujicas, más coherencia…

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Opinión, por Miguel Anaya //

José “Pepe” Mujica nació en 1935 en Montevideo, Uruguay, creció en una familia humilde de ascendencia vasca. Desde joven estuvo ligado a las luchas sociales y a los movimientos populares. En la década de 1960 se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana que enfrentó a un sistema político percibido por su movimiento como desigual e injusto.

Fue capturado y pasó 13 años en prisión, gran parte de ellos en condiciones extremas, aislado y sometido a torturas. Esa experiencia no lo quebró; al contrario, lo transformó. Salió de la cárcel con una visión profunda sobre la libertad, la justicia y la dignidad humana. Su ideología y lucha es tema de opiniones encontradas, pero su coherencia, honestidad y cabalidad son reconocidas por propios y extraños.

Mujica asumió la presidencia de Uruguay en 2010, en un contexto de estabilidad democrática, pero con desafíos importantes: consolidar los avances económicos de gobiernos anteriores, profundizar la inclusión social y marcar una agenda ética en la gestión pública.

Su llegada al poder no fue la de un tecnócrata ni la de un político tradicional, sino la de un hombre que había vivido en carne propia el precio de sus ideas, y que ahora tenía la oportunidad de gobernar con esa misma convicción, logrando un gobierno abierto a la diversidad de opiniones.

Durante su mandato, promovió políticas progresistas que colocaron a Uruguay en el centro del debate global: legalizó el matrimonio igualitario, reguló el mercado de la marihuana y defendió con firmeza la redistribución del ingreso. Este tipo de agenda es aplaudida por algunos y desdeñada por otros.

Lo que no cabe duda es de que Mujica supo hablar con firmeza, convicción y argumentos alrededor de lo que él creía correcto; finalmente, lo que lo convirtió en una figura internacional no fue solo su agenda legislativa, sino su forma de vivir el poder.

Mujica renunció a los privilegios de su cargo. Vivía en una casa modesta, manejaba un Volkswagen viejo, vestía ropa sin marca y donaba la mayor parte de su sueldo. Su austeridad no era una estrategia de imagen: era la coherencia hecha costumbre. No hablaba desde arriba, sino desde el mismo lugar que había habitado siempre. Decía lo que pensaba y vivía como decía. Esa congruencia entre palabra y acción, entre idea y estilo de vida, fue su mayor acto político.

En tiempos donde la política se ha vuelto un desfile de discursos vacíos y gestos ensayados, la coherencia se vuelve un bien escaso y, por tanto, valioso. El problema de muchos líderes no es su ideología, sino la distancia que existe entre lo que prometen y lo que practican.

La mayoría opta por lo conveniente, lo inmediato, lo que proyecta popularidad, aunque carezca de profundidad. Mujica, en cambio, nos recordó que la verdadera influencia consiste en inspirar desde el ejemplo.

Más allá del personaje, lo que nos urge recuperar es el principio que encarnó: la coherencia. Pensar, decir y hacer en una misma línea. Defender las ideas no como pancartas para la tribuna, sino como principios que modelan la vida diaria. En un mundo saturado de superficialidad, las ideas con sustancia son las que sobreviven, las que arraigan, las que transforman.

Hoy necesitamos más Mujicas, sí, pero sobre todo más ciudadanos comunes dispuestos a vivir con honestidad intelectual y ética práctica. Más liderazgos que no se construyan sobre slogans, sino sobre valores vividos. Más ciudadanos capaces de exigir, pero también de asumir. Porque la coherencia no es solo una virtud personal: es un acto político, una herramienta de transformación colectiva.

En una época donde lo aparente suele ganarle a lo auténtico, tal vez el mayor gesto de rebeldía sea volver a lo esencial. A lo que no necesita adornos. A la congruencia como brújula, y a la sustancia como motor.

El cambio verdadero no comienza con nuevas promesas, sino con verdades vividas con convicción.

 

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NACIONALES

The black list

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Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez //

Lo que algunos definían como “política ficción” se ha tornado en una realidad.

La “lista de Marco”, puede llamarse la “lista del Narco “y ha dejado de ser una “leyenda urbana”. Marco Rubio, secretario de Estado (homónimo de un inolvidable amigo periodista y locutor) confeccionó una “black list” o lista negra, mediante la cual se expone -según ese listado- el contubernio que hay entre criminales…de todos los ámbitos, raleas, partidos, dependencias y sectores.

Apenas se ha medio publicado la primera parte. Se dice que hay más de lo que exhibe la lista inicial que alude a 44 personajes de la política, la administración, militares, vigentes y/o en retiro que, afirma, están ligados a los cárteles criminales ya como beneficiarios de sus tropelías, como cómplices, beneficiarios o protectores.

The black list, era considerada un mito. Otra ocurrencia (dijeron los eruditos de kermés) del gobierno norteamericano para presionar al mexicano que se ha hecho de la vista gorda en lo referente a los delitos que rodean a los facinerosos.

¿Por qué se tildó a la mencionada lista como improbable, inviable o de plano una mentira? Porque Marco Rubio, el secretario de Estado, no ha vociferado sobre ella; tampoco ha fanfarroneado y mucho menos alertado a los implicados.

Es, dicen los entendidos, un “trabajo de inteligencia”, que se puede traducir como de espionaje, cooperación de “fuentes anónimas” (ya ni tanto…algunas están cruzando la frontera bajo el esquema de “protección de testigos”) y de intervención de “soplones”, algunos pagados, otros no.

El morbo que ha despertado the black list en México va “in crescendo”. Surgió misteriosamente hace unas semanas; se decía que era una falacia; que era -en términos mexicanos- un “petate de muerto”, para espantar a quienes estuvieran enredados con esas mafias.

La “lista de Marco” aseguran informaciones “no oficiales” tiene bases jurídicas. Usa a la Ley Patriótica- de seguridad interior de USA- para fundamentarla. También se apoya en la controvertida Ley de Designación de Organizaciones Terroristas Extranjeras (FTOs por sus siglas en inglés) y, por supuesto que en el marco legal de la OFAC que es la Office of Foreign Assets Control.

Al estilo de este gobierno norteamericano, esa black list se maneja de manera discrecional.

El Departamento de Estado, Justicia, CBP, HSI y OFAC otorgan autonomía a agencias estadounidenses para actuar contra el crimen sin informar ni cooperar judicialmente con México.

La “Black List” de Trump genera enojo y temor en México, mientras la presidenta Sheinbaum admite desconocer su propósito, ante la inacción frente a los cárteles, considerados por Trump el mayor problema del país.

¿Cómo se destruye esa afirmación de algunos “entendidos” que consideraban o consideran, una ficción la existencia de la lista de marras y su aplicación?

Con los hechos. La cancelación de las visas norteamericanas a la gobernadora de Baja California y su cónyuge, así como a la familia de Américo Villarreal, gobernador de Tamaulipas, son los primeros actos oficiales del gobierno de EEUU emanados de dicha Black List.

Se afirma en los sótanos de los rumores, que además de los citados gobernadores y gobernadora, también tienen su expediente los de Nuevo León y señora; Alfredo Ramírez Bedolla, de Michoacán; Alfonso Durazo, de Sonora; Layda Sansores, de Campeche y, por supuesto y con subrayado doble, Rubén Rocha Moya, de Sinaloa.

Estas suposiciones que cobran cada día más consistencia, cual, si fueran lista de malos deseos y mala leche, exhiben nombres como los de Ricardo Monreal, Adán Augusto López, Mario Delgado, Clara Luz Flores, incluso el de Enrique Alfaro Ramírez, así como cuatro o cinco militares, NN, y, por supuesto, Manuel Barttlet Díaz.

En el ámbito municipal, The Black List alcanza a los alcaldes de Ciudad Victoria, Ciudad Madero, Ciudad Juárez, San Luis Río Colorado

Todos estos nombres, que conste, sólo son -hasta ahora- especulaciones, suposiciones, quizá perversidad de quienes los propagan, pero ¿cómo saber si son o no verdaderas esas acusaciones, si no hay pronunciamientos oficiales del gobierno norteamericano y menos del gobierno mexicano?

Otra constante en estos rumores es la aseveración de que personajes ligados a los negocios sucios de los malandrines operaron en toda la república como mecenas de todos, sí todos, los candidatos de Morena.

Cada día crecen los rumores sobre una “Black List” que señala la infiltración de mafias en gobiernos, según Donald Trump, sin que el gobierno mexicano desmienta estas acusaciones.

Por ello, urge se aclare si es verdad o mentira, aquí no importa el cristal con que se mira, lo que ha producido en nuestro país esa Black List que ha resultado más vista y misteriosa que la serie de televisión.

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JALISCO

El desafío de construir comunidad: Jalisco sin pulso

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

Cuando pienso en mi ciudad, viene a mi mente una singular metáfora: la de una ciudad que se queda sin semáforos. No porque haya fallado el sistema eléctrico, ni por alguna tormenta fuera de lo común, sino porque alguien, en algún punto de la cadena de decisiones, dejó de dar importancia a lo elemental.

Semáforos descompuestos, esquinas convertidas en caos, peatones que sortean autos como si se tratara de una competencia de supervivencia. Una ciudad sin semáforos es una ciudad sin reglas visibles. Por eso esta es también una metáfora precisa de lo que ocurre cuando el orden deja de importar en la administración pública.

En Jalisco, en casi todos sus rincones, hace tiempo que el orden — esa idea mínima pero poderosa que permite que una comunidad se mueva con certeza y con paz — dejó de ser una prioridad. La sensación es que hemos normalizado el desorden, lo hemos incorporado a nuestra cotidianidad al grado de que ya no nos escandalizan las estampas urbanas que deberían indignarnos.

Motociclistas que “toman” avenidas completas en las madrugadas como si se tratara de un ritual callejero, sin autoridad que los regule ni que aparezca siquiera a observar. Calles dañadas sin mantenimiento, zonas enteras que parecen atrapadas en un estado permanente de reparación y espacios públicos convertidos en campos de obstáculos urbanos.

Nada de esto es producto del azar. Son consecuencias acumuladas de administraciones que, lejos de asumir el poder como un espacio para articular el bien común, han optado por convertirlo en plataforma de promoción personal o en escenario para la simulación. Se gobierna para la cámara, para la nota, para el siguiente cargo. Se construye más desde el marketing que desde el interés público…

En los últimos años, la clase política que ha ocupado los espacios más relevantes de representación en Jalisco ha tenido muchas oportunidades para demostrar una vocación genuina de servicio, sin embargo, lo que ha predominado es una preocupante indiferencia ante lo que de verdad duele y afecta a la gente.

No obstante, lo anterior, debo precisar que no se trata de descalificar en automático ni de rechazar todo lo hecho. Sería injusto desconocer avances, logros o esfuerzos aislados (que sí han existido).

Pero dado el contexto actual, es importante precisar que cuando esos esfuerzos se ven opacados por una percepción generalizada de abandono, de soberbia, de lejanía, es momento de hacer una pausa y repensar el rumbo. Gobernar no es administrar el espectáculo. No es diseñar slogans ni coreografiar conferencias de prensa. Gobernar es saber decir que no cuando hace falta, hacer cumplir la ley, aunque no dé aplausos, construir condiciones para que el ciudadano viva mejor sin necesidad de pedir favores.

En la política local se ha instalado una peligrosa comodidad: la de creer que el control electoral equivale a legitimidad permanente. Pero los votos, aunque importantes, no son cheques en blanco. La legitimidad se renueva todos los días con decisiones sensatas, con atención al detalle, con sensibilidad frente al dolor ajeno. Y eso no se logra desde la distancia ni desde la arrogancia, sino con cercanía real, con escucha activa, con voluntad de corregir cuando se ha fallado.

Hay temas que duelen especialmente por lo que revelan. Uno de ellos es la inseguridad que no se presenta en los grandes titulares, sino en las expresiones cotidianas de miedo y vulnerabilidad. La gente ya no llama a la policía porque ha aprendido que muchas veces no llega. Las mujeres modifican sus rutas para evitar zonas donde no hay alumbrado ni vigilancia. Los jóvenes asumen que ser víctimas de robo en el transporte público es una especie de impuesto urbano no declarado. Este tipo de violencia, que se infiltra en lo cotidiano, es la que más erosiona la confianza ciudadana.

Y al mismo tiempo, se ha perdido también el sentido profundo de lo público. Muchas decisiones se toman pensando en beneficios de corto plazo, sin atender las consecuencias a futuro. Se desarrollan zonas sin infraestructura suficiente, se sobreexplotan recursos y espacios, se promueven inversiones sin planes de sostenibilidad. Todo parece orientado a mostrar resultados “visibles” que sirvan para alimentar narrativas políticas, pero que no necesariamente responden a una lógica de bienestar colectivo.

Por eso, más allá de nombres propios o colores partidistas, lo que urge en Jalisco es una nueva ética del servicio público. Una visión que recupere el valor del orden, de la legalidad, de la equidad. Que entienda que gobernar no es una oportunidad para presumir poder, sino una responsabilidad que se asume con humildad. Que sepa que el verdadero progreso no se mide por la cantidad de obras inauguradas, sino por el nivel de vida que alcanza la gente en las colonias, en los barrios, en las comunidades rurales.

Las próximas generaciones nos juzgarán por lo que permitimos que se normalizara. Por los silencios cómplices, por las omisiones disfrazadas de eficiencia, por las prioridades mal asignadas. Y si algo podemos hacer desde la crítica —una crítica honesta, constructiva, sin estridencias ni linchamientos— es señalar que no podemos seguir aceptando administra desconectada de su gente. No podemos resignarnos a vivir en ciudades donde lo caótico se vuelve parte del paisaje.

Volver a poner orden, recuperar el sentido del servicio, construir confianza, no es tarea de un solo gobierno ni de una sola persona. Pero sí comienza por reconocer que algo no está funcionando. Que hace falta mirar con más seriedad los pequeños síntomas que revelan descomposición. Que gobernar exige más que ambición: exige vocación.

Una ciudad que pierde orden también pierde su ritmo. Y una sociedad que se acostumbra a ese caos corre el riesgo de perder su esperanza. Lo que está en juego no es una elección ni una narrativa, sino la posibilidad de volver a construir comunidad.

 

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