MUNDO
Hacia la creación de dos fuerzas políticas: Frente Amplio por México podría devorar al PAN-PRI-PRD

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
La política en nuestro país, así como la democracia, han tenido muchos cambios, algunos positivos, y otros no tan positivos. Ejemplos de esto podrían ser la tan anhelada alternancia democrática que vivió el país en el 2000 cuando el PAN rompió con la racha de décadas de gobiernos priistas.
Otro ejemplo que no podemos dejar de mencionar es la creación del propio Instituto Federal Electoral (ahora INE) que llegó a nuestro sistema político a desempeñar el importante trabajo de vigilar, pautar y regular los procesos electorales en aras de defender la democracia y la participación ciudadana.
Pero, por otro lado, como ya lo mencioné, nuestro sistema político también tiene sus matices y sus problemas, y para esto me remitiré solo a un ejemplo: el sistema de partidos.
Siendo totalmente honesto con ustedes, creo que uno de los principales problemas con nuestro modelo político radica principalmente en nuestro robusto sistema de partidos políticos que, cuando las condiciones se prestan y los astros se alinean, permite tantos partidos, como Guillermo Ochoa goles en cualquier equipo que lo pongas.
De hecho, basta con recordar las elecciones del 2018 en las que, si contamos de manera individual los partidos que participaron en alianza, obtenemos que a dicha elección concurrieron, para la Presidencia de la República, un total de 9 partidos políticos: PRI, Verde, Nueva Alianza, PAN, PRD, Movimiento Ciudadano, Morena, PT y el Partido Encuentro Social, y aunque muchos podrían creer que tener muchos partidos es igual a tener una mejor democracia o un mejor sistema político, la verdad es que no. De hecho, hay países cuyas democracias funcionan a la perfección solamente con dos bandos, tal y como sucede con Estados Unidos con los republicanos y los demócratas.
En ese orden de ideas es que su servidor considera que, sin lugar a duda, lo mejor que lo podría suceder a nuestro país y a nuestro sistema político es la reducción del sistema de partidos de tal forma que las elecciones queden reducidas a dos o tal vez tres partidos políticos, de esta manera creo que podríamos garantizar una representación directa y proporcional más equilibrada que a su vez tendría un gran impacto en el presupuesto destinado a partidos y su proporcionalidad con la utilidad política y social de estos.
Y aunque no se pueda ver tan claro aún, la realidad es que el escenario político que ha permeado en nuestro país desde el 2021, a la fecha con tantas alianzas, coaliciones y frentes, todo parece indicar que nuestro modelo, sin querer queriendo, comienza a seguir los pases de muchos países y se perfila para consolidar un modelo competitivo de dos o tres partidos.
Sin embargo, debemos de tener presente que cualquier cambio, por más positivo que sea, siempre termina siendo perjudicial para otros, y en esa tesitura, no todos los partidos se podrán salvar de estos cambios que se vislumbran en el corto, mediano y largo plazo, siendo un claro ejemplo de esto, el del PRI, que, sin lugar a duda, es el partido más afectado del Frente Amplio por México.
No obstante, al margen de las opiniones, críticas y/o cuestionamientos, el fenómeno de Xóchitl Gálvez alrededor del Frente Amplio por México es digno de estudiar, ya que pareciera que, con esta coalición de tres partidos, parece que sin querer queriendo, nos estamos perfilando a un escenario nacional en el corto, mediano y largo plazo dominado únicamente por dos partidos o bien, por dos corrientes de pensamiento, tal como sucede con nuestros vecinos del norte.
Y es que, a raíz del Frente Amplio por México, y al fenómeno Xóchitl Gálvez, veremos la primera elección presidencial en la historia moderna de México en la que no participa un priista en la contienda. Pero para el caso en concreto, lo interesante del Frente en este escenario no solamente radica en que ha dejado al PRI en un estado de vulnerabilidad merecedor de terapia intensiva, sino que también radica en el hecho de que la virtual candidata del Frente, hasta el momento, se encuentra rodeada por un equipo más panista que el espíritu de Manuel Gómez Morín.
Según la revista político.mx, quienes se perfilan para formar parte del equipo de Xóchitl son: Santiago Creel, Margarita Zavala, Josefina Vazquez Mota, Kenia López Rabadán y Javier Lozano, entre otros. Así que, el Frente Amplio, por ahora no se ve tan amplio, al menos no para el PRI y el PRD.
Pero más allá de esto, lo que vale la pena destacar, es justamente el hecho de que una candidata panista, con un equipo de panistas de hueso colorado, ha logrado generar más eco y más reacción de ciertas partes del electorado sin abanderar al PAN, sino a un Frente Amplio por México, que, si lo dejan avanzar, podría convertirse en ese partido político con la capacidad de desplazar de nuestro sistema a viejos dinosaurios como el PRI, el PAN y el PRD.
En conclusión, el Frente Amplio por México representa un fenómeno político de considerable relevancia en el panorama actual del país. Este conglomerado de partidos y figuras (muchas de ellas controversiales) está dando forma a una nueva dinámica política que podría tener un impacto duradero en el sistema de partidos mexicano, siendo lo más notable el hecho de que muchas simpatías no se encuentra necesariamente ligadas a los partidos políticos tradicionales como el PRI, el PAN y el PRD.
Ciertamente este desarrollo que enfrentara a Morena y al Frente en el 2024, apunta hacia una reconfiguración significativa en el paisaje político, ya que si el Frente Amplio por México logra obtener vida, ideales y valores propios, existe la posibilidad real de que logre desplazar a las fuerzas políticas tradicionales como el PRI, el PAN y el PRD.
Es decir, tal como dijo Thanos, villano de los Avengers: ‘’use las gemas, para destruir las gemas’’. Dicho con otras palabras, se usó al PRI, al PAN y al PRD, para destruir al PRI, al PAN y al PRD.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos
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MUNDO
Tolerancia en tiempos de algoritmos

– Opinión, por Miguel Anaya
¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.
En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.
¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.
El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.
He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).
La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.
Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.
La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.
El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.
Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.
Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.
En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.
El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.
Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.
Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.
MUNDO
De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.
México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.
Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.
El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.
La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.
No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.
Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.
No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.
Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.
Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.
No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.
El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.
Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.
Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.
Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.
Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.
México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.
Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.