MUNDO
La amenaza del extremismo en la era Trump
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
La historia ha demostrado que las sociedades, en momentos de crisis y desesperanza, buscan liderazgos fuertes que prometan restaurar un orden perdido. «La historia no se repite, pero a menudo rima», decía Mark Twain, y en el resurgimiento de Donald Trump y su visión extremista encontramos ecos de episodios oscuros del pasado.
Trump no es solo un líder político; es el arquitecto de una narrativa que, a base de miedos y resentimientos, ha tejido una identidad poderosa dentro de su base de seguidores. Por eso, su regreso a la escena política no es un accidente, sino el resultado de una estrategia perfectamente orquestada, basada en una combinación de victimización, propaganda efectiva y explotación del descontento social.
El extremismo de derecha que representa Trump no es solo una amenaza para los Estados Unidos, sino para el mundo. En una época donde la interconexión global exige soluciones cooperativas y un enfoque humanista, esta ideología propone lo contrario: el aislamiento, el rechazo al otro y el desmantelamiento de los derechos conquistados durante décadas.
La eliminación del derecho de nacionalidad por nacimiento es solo un ejemplo de cómo esta corriente política desafía principios fundamentales de los derechos humanos. La nacionalidad, más que un simple documento legal, es una declaración de pertenencia, una afirmación de dignidad. ¿Qué sucederá con los neonatos que sean privados de ella? ¿Serán apátridas? ¿Serán deportados antes de haber tenido la oportunidad de existir plenamente en el país que los vio nacer?
Trump ha sido hábil en utilizar el miedo como herramienta política. Su retórica antiinmigrante, su desprecio por las instituciones y su insistencia en teorías conspirativas han cimentado un movimiento que trasciende su figura. Su impacto no se limita a Estados Unidos, sino que inspira y fortalece a movimientos de extrema derecha en todo el mundo.
El respaldo de figuras como Elon Musk refuerza su poder, proporcionando un vehículo para amplificar su mensaje sin restricciones. Musk no es solo un empresario, es un actor político que, bajo la bandera de la «libertad de expresión», ha permitido que discursos de odio y desinformación se propaguen sin freno en plataformas digitales con un alcance incalculable.
El éxito de Trump radica en su capacidad de simplificar problemas complejos y ofrecer soluciones drásticas que, aunque inviables, resuenan emocionalmente con su audiencia. Ha convertido la política en un espectáculo, en un combate de lealtades donde la razón y la evidencia han sido desplazadas por la visceralidad. Su estilo de liderazgo no busca consensos, sino sumisión; no busca resolver problemas, sino exacerbarlos para mantenerse en el centro de la conversación.
El resurgimiento de la extrema derecha no es casualidad, sino síntoma de fallas estructurales en la política global. El descontento, la incertidumbre económica y la erosión de la confianza en las instituciones han creado un terreno fértil para el populismo. Empero, lo que hace a este momento particularmente peligroso es la normalización del discurso extremo. Lo que antes era impensable, hoy se debate abiertamente; lo que antes era rechazado por considerarse intolerante, hoy es defendido en nombre de la «libertad».
EL PROBLEMA ES LA RADICALIZACIÓN DEL DISCURSO
El problema no es la existencia de la derecha o la izquierda como ideologías políticas, sino la radicalización de estas hasta el punto de socavar principios fundamentales de convivencia y respeto. La política debe ser el arte del consenso, de la negociación, de la construcción de sociedades más justas. No obstante a eso, Trump y sus seguidores han optado por una política de confrontación permanente, donde el enemigo no es solo el opositor político, sino cualquiera que no se alinee con su visión del mundo.
Ante este panorama, la pregunta crucial es: ¿Cómo se enfrenta esta amenaza? No basta con indignarse ni con ridiculizar a sus seguidores. La lucha contra el extremismo requiere estrategias inteligentes que reconozcan la raíz del problema. Es fundamental recuperar el debate público con argumentos sólidos, con políticas que atiendan las causas del descontento social en lugar de explotarlo para obtener beneficios políticos.
Es necesario reconstruir la confianza en las instituciones mediante mecanismos que garanticen su independencia, transparencia y eficacia, asegurando que su actuar responda a principios democráticos y no a intereses particulares. Del mismo modo, resulta fundamental reforzar la educación cívica desde una edad temprana, inculcando en las nuevas generaciones el valor del pensamiento crítico, la participación ciudadana y la importancia del respeto al estado de derecho.
Asimismo, el periodismo debe asumir su papel como un pilar de la democracia, evitando convertirse en un mero amplificador de escándalos y apostando por una labor informativa rigurosa, que contextualice los hechos, verifique fuentes y desmonte narrativas falsas que solo alimentan la polarización y el desencanto social.
La historia nos ha enseñado que los movimientos extremistas no desaparecen por sí solos; requieren de una resistencia activa y sostenida.
La indiferencia es el caldo de cultivo perfecto para su avance. En tiempos de crisis, es más fácil ceder ante soluciones simplistas que enfrentarse a la complejidad de los problemas reales. Sin embargo, el precio de esa comodidad es alto. Cada derecho arrebatado, cada institución debilitada, cada mentira aceptada como verdad son pasos hacia un camino difícil de revertir.
El futuro no está escrito, pero las señales están ahí para quien quiera verlas. El ascenso de Trump y de la extrema derecha es un recordatorio de que la democracia no es un estado permanente, sino un proceso que requiere vigilancia y defensa constante.
Como advirtió una vez Thomas Jefferson, «el precio de la libertad es la vigilancia eterna». En tiempos donde la desinformación, el miedo y el autoritarismo se disfrazan de discursos patrióticos, recordar esta lección es más urgente que nunca.
