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OPINIÓN

Nueva prepotencia

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Por Óscar Constantino //

Si algo positivo había dejado la alternancia, era la irreverencia al poder. Las dos presidencias panistas y la de Peña estuvieron marcadas por una fuerte crítica opositora, frecuentemente llevada a la burla e incluso a la injuria.

Criticar y quejarse no sólo es un mecanismo de desahogo ciudadano, es un ejercicio indispensable de rendición de cuentas y de diálogo entre el detentador de poder y sus destinatarios: democracia es que el poder tenga límites y controles, uno de ellos es que el gobierno tome sus decisiones con atención y respeto a las necesidades y conocimientos con el que cuentan expertos, empresas y sociedad civil.

De otra forma, es improbable que las medidas gubernamentales sean racionales, óptimas y acertadas: una autoridad que no escucha, difícilmente satisface a la sociedad que debe servir. La sordera política hace perder mucho talento, información y retroalimentación, que la sociedad gustosamente aportaría al gobierno, si hubiera disposición a atenderla.

La normalidad democrática hizo que se despenalizaran algunas expresiones, hasta entonces consideradas como delitos contra el honor. También se amplió la tolerancia al periodismo contestatario y a la opinión ciudadana inconforme. Quizá no fueron gobiernos muy efectivos, pero los tres sexenios anteriores trajeron una vigencia mayor de la libertad de expresión.

Pareciera que eso se acabó.

Así como retornaron las ideologías y prácticas políticas de los años setenta, la actitud gubernamental a la opinión distinta es de alta violencia. No sólo por el uso de términos descalificadores a los medios, sino por la represalia constante a quien opina distinto, hasta dentro de las tres ramas de los gobiernos de todos los niveles. Si bien no hay purgas al estilo Díaz Ordaz, la respuesta violenta al «no estoy de acuerdo» alcanza a legisladores, secretarios de Estado y jueces, ya no se diga a los subordinados de directivos con problemas de autoestima.

Y no, no hay condiciones políticas para revertir espontáneamente el regreso de esta prepotencia. El jurista Eugenio Raúl Zaffaroni, al hablar del poder punitivo, permite deducir que el Estado de Derecho no es otra cosa que una armadura contenedora del Estado Tiránico, al que asimila a un enano furioso guardado y limitado por la ley: pareciera que esa armadura se resquebraja momento a momento, desgastada por la diatriba desde el poder.

Hay que tener claro algo: cuando un gobernante responde a un ciudadano, no hay igualdad de condiciones y es muy fácil que la réplica se convierta en un abuso de poder o en un llamado a que los lacayos del político agredan al crítico. La leyenda cuenta que Enrique II, harto de Thomas Becket, dijo una frase que motivó el asesinato del arzobispo: «¿nadie me librará de este cura turbulento?». A pesar de que se considera apócrifa, esta expresión marca el peligro de que los deseos de un gobernante sean entendidos como órdenes, por parte de sus secuaces. Ningún político puede, cándidamente, asumir que sus insultos o respuestas a un medio, ciudadano u otro político, no serán interpretados como mandatos de represión al disidente.

Los comentarios contra Peña Nieto y su familia fácilmente pudieron terminar, en la mayoría de los casos, en sentencias contra sus detractores, aún con el estándar interamericano de amplísima libertad adoptado por la Corte Suprema. En estos tiempos la diferencia de reacción es evidente: ahora se responde con violencia, física o moral, hasta a los señalamientos puntuales de hechos. La voluntad del poder se ha vuelto tan autocrática e intolerante como en los tiempos del antiguo régimen.

En este país se han asesinado senadores, extorsionado fiscales y masacrado periodistas por no satisfacer caprichos de gobernantes. Desde Belisario Domínguez hasta Manuel Buendía, pasando por todos los activistas y comunicadores agredidos o muertos en condiciones extrañas, existe un registro de la nula tolerancia de muchos gobernantes. Parafraseando el título de uno de los libros de Borges, es la historia nacional de la infamia.

El arribo de la nueva prepotencia política es un indicador de la disminución de la calidad democrática en México. Si nuevamente vamos a tener miedo de nuestros gobernantes, el futuro próximo sólo puede ser oscuro.

Ya bastante lidia la sociedad con la inseguridad, mala economía e ineficacia gubernamental, como para pasar de ciudadanos a súbditos. A pesar de lo absurdo que parece, hay defensores de ese «nuevo estilo de comunicación política»: a esos bufones hay que recordarles que la libertad de expresión no se garantiza cuando el detentador del poder, respaldado por la fuerza pública y la coacción estatal, responde agresivamente. Al ser autoridad, cada conducta del gobernante implica la amenaza de violencia contra el crítico, quien carece de los medios para repelerlo. Las únicas defensas del gobernado son la ley y la censura social, mismas que en México son más débiles y deformables que el papel en que se escriben las normas.

Como país, nos toca rechazar la violencia ejercida por los gobernantes contra los medios y ciudadanos que disienten. Una democracia que ni siquiera respeta el derecho de protestar, es una simulación completa y eso no es admisible: está de por medio la sobrevivencia de nuestras libertades básicas. Los cañones de la democracia están en los medios, de poco sirven si los gobernantes quieren silenciar a los artilleros.

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