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¿Y ahora quién podrá salvarnos? Se fue como llegó, volando alto… Musk ha salido del edificio

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

Elon Musk ha dejado Washington. Lo anunció como suelen hacerlo los grandes hombres del siglo XXI: con un tuit. O, mejor dicho, con un post en X, esa red social que alguna vez fue Twitter y que hoy es su patio trasero digital.

El comunicado —sintético, ceremonioso y con tono de patriota involuntario— decía, en esencia, que su paso como empleado especial del gobierno había concluido. Su misión: adelgazar el Estado. Su legado: un DOGE a medio camino entre experimento fiscal y eslogan libertario.

Se retira en silencio (o lo que Musk considera silencio), después de haber prometido ahorrar un billón de dólares a los contribuyentes. En los hechos, el Departamento de Eficiencia Gubernamental que lideró detectó 175 mil millones de “desperdicio, fraude y abuso”. Una suma nada despreciable, pero bastante menos revolucionaria de lo que prometía el hombre que alguna vez creyó que podía colonizar Marte… y Washington.

Para los entusiastas de la política como videojuego, para quienes ven en cada multimillonario una especie de mesías que solo necesita Wi-Fi, ingenieros y testosterona para refundar la democracia, este es un golpe duro. Porque no solo se va Musk. Se va la ilusión de que la política puede resolverse como un problema de algoritmos, eficiencia o planes de negocios.

También se esfuma la fantasía de que, con Trump, Musk y Milei, el mundo iba a liberarse, por fin, de las “garras del socialismo” y del “estatismo empobrecedor”, para dar paso a un nuevo orden regido por CEOs, influencers y hombres providenciales.

Quienes compraron ese paquete completo —con sabor a capitalismo mesiánico y promesas de apocalipsis fiscal— deberán hoy revisar sus cuentas. No las bancarias, claro. Esas les siguen saliendo bien. Las cuentas políticas. Porque hay algo que ha quedado demostrado con la breve y accidentada incursión de Elon Musk en la política formal: tener dinero no te hace político. Te hace rico y ya.

La historia de Musk en la Casa Blanca comenzó con entusiasmo mutuo. Tras sobrevivir a un intento de asesinato, Donald Trump regresó al poder con la misma retórica de siempre, pero con una novedad: tenía ahora de su lado al hombre más rico del mundo. Musk, que en el pasado había coqueteado con los demócratas, decidió apostar en grande por Trump y puso sobre la mesa 260 millones de dólares.

A cambio, recibió una oficina, un título, un objetivo ambicioso y la posibilidad de moldear el Estado a su imagen y semejanza: delgado, disruptivo y con aspiraciones de unicornio.

El DOGE fue el emblema de esa alianza. Se suponía que sus ingenieros, jóvenes genios recién salidos de Silicon Valley, entrarían como cuchillo en mantequilla a todas las dependencias públicas. Lo hicieron. Y lo primero que encontraron fue resistencia.

Los despidos masivos, las auditorías exprés y la lógica empresarial aplicada sin anestesia encendieron las alarmas. Las demandas en tribunales federales no tardaron en llegar. Varias terminaron con fallos en contra. Las cosas en Washington, descubrió Musk, no se mueven al ritmo de una start-up.

Los resultados tampoco fueron los esperados. Los recortes proyectados no se cumplieron. Las promesas de ahorro fueron ajustadas (es decir, rebajadas), y las consecuencias políticas y económicas no tardaron en sentirse. Tesla, una de las joyas de su imperio, sufrió represalias públicas.

Desde boicots y sabotajes hasta una caída del 71% en las ganancias del primer trimestre del año. Las estaciones de carga, los concesionarios y los propios vehículos se convirtieron en blancos simbólicos del hartazgo ciudadano. Lo que iba a ser una cruzada contra el gasto innecesario terminó siendo una guerra contra sí mismo.

Para colmo, la ley fiscal impulsada por los republicanos —con el entusiasta respaldo de Trump— multiplicó el gasto público en proporciones que ni el DOGE pudo digerir. En una entrevista reciente con CBS, Musk calificó la propuesta como “grande y hermosa”, pero no necesariamente ambas al mismo tiempo. Su decepción era visible. La ironía: el hombre que vino a recortar se encontró promoviendo, sin querer, el gasto más irresponsable en años.

A eso se sumó la frustración: “dedicar tanto tiempo a la política fue un error”, dijo. “Lograr cosas en Washington es muy cuesta arriba”, agregó. Uno sospecha que no se refería a los debates ideológicos, sino a la burocracia, las reglas, los procedimientos, las instituciones… esas cosas que hacen a una democracia funcional. Es decir, lo que no se puede resolver ni con dinero, ni con carisma, ni con genio.

Es difícil no ver en este episodio una lección más amplia. Elon Musk no es un tonto. Tampoco un villano. Es, probablemente, el más brillante de su generación en su campo. Pero su fracaso como reformador político refleja un error recurrente: confundir talento empresarial con capacidad de gobierno. Confundir liderazgo económico con visión pública. Confundir éxito privado con legitimidad democrática.

Esa confusión no es nueva. La hemos visto en otros contextos, con otros nombres. Javier Milei, por ejemplo, llegó a la presidencia de Argentina prometiendo quemar el Banco Central y dinamitar el Estado. Hoy navega, entre crisis y contradicciones, los límites de sus propias metáforas. Trump, por su parte, ha demostrado que el discurso antisistema puede ser un excelente trampolín electoral, pero no siempre se traduce en una gestión eficiente, mucho menos ética.

El problema no es que la política esté llena de políticos. El problema es que demasiada gente quiere vaciarla de ellos para llenarla de millonarios iluminados. Como si la política fuera el problema, y no una herramienta. Como si el dinero, por sí solo, bastara para gobernar.

La política no es un juego de eficiencia. Es un arte complicado que combina sensibilidad, visión, empatía, responsabilidad y, sí, una buena dosis de vocación de servicio. Gobernar no es solo administrar recursos; es entender conflictos, construir consensos, saber cuándo decir no, y, sobre todo, aceptar que no todo se puede resolver rompiendo cosas.

Musk lo intentó. Con su usual mezcla de arrogancia y optimismo. Se fue, como llegó: volando alto. Pero esta vez sin cohete, sin escándalo, sin épica. Solo un post. Un gesto discreto para cerrar una aventura que empezó como redención ideológica y terminó como uno más de sus fracasos espaciales.

Y quizá ese sea el punto más importante: el dinero permite muchas cosas, pero no reemplaza ni la historia, ni las instituciones, ni la voluntad colectiva. Tener millones no te convierte en político. Te convierte en rico. Y no, los ricos no son mejores gobernantes. A veces, ni siquiera lo intentan.

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