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Facebook con Trump y el «Deep State» con Soros

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Por Alfredo Jalife Rahme (Cortesía de Sutnik Mundo)

Lo magnificente del deslactosado ‘impeachment’ a punto de inclinarse a favor de Donald Trump, por errores estratégicos de los demócratas, ha sido la obscena exposición de la batalla campal entre Soros y Trump, quienes, en forma directa o mediante sus aliados, han desnudado a los grupos de interés geocibernéticos y geopolíticos que los apoyan.

La batalla a muerte de George Soros contra Trump es multidimensional y se libra también en el campo cibernético, en particular, por el control de las redes sociales.

El vilipendiado megaespeculador Soros, en el cementerio neoliberal del Foro Económico Mundial de Davos, arremetió contra Facebook —de la que fue en sus inicios accionista y luego por no poder controlar su agenda vendió sus acciones— porque «trabajará para reelegir a Trump y Trump protegerá Facebook». Soros indicó que le «preocupa mucho el resultado del 2020».

Soros se salió de Facebook y de Google porque no los pudo controlar, mientras consolida su control en Twitter y The New York Times.

El globalista Soros, de 89 años, no digiere a Trump, de 73 años, a quien flagela que «su narcicismo lo ha convertido en una enfermedad maligna». Tampoco Soros digiere al mandatario chino Xi Jinping, no se diga al presidente ruso Vladímir Putin, por lo que azota en forma tragicómica que «el destino del mundo está en juego en 2020».

Lo peor es que la senadora Elizabeth Warren, su candidata a la presidencia por el Partido Demócrata, a quien alabó como la «más calificada», no ha tenido un desempeño positivo frente al ascenso irresistible de Bernie Sanders y del desplome del exvicepresidente Joe Biden —el gran perdedor del fallido impeachment—, mancillado por la fetidez de su hijo Hunter en las transacciones con la gasera ucraniana Burisma que han explotado durante la cacofonía del tambaleante impeachment contra Trump.

Soros enalteció en los multimedia que controla a la activista adolescente Greta Thunberg, su agente bursátil, para promover los bonos de bióxido de carbono del cambio climático.

Al corte de caja de hoy, en el hipotético caso de una reelección nada descabellada de Trump, el proyecto globalista de George Soros será el gran perdedor, ya que el «nacionalismo económico», con sus virtudes y defectos consubstánciales, de EEUU (con Trump), Rusia (con Putin) y China (con Xi Jinping) prevalecerá en la biósfera.

Soros ya se había manifestado en 2018 en Davos contra las redes sociales, a las que denostó de promover la adicción a sus plataformas, lo cual «puede ser dañino, particularmente para los adolescentes».

¡Vaya cinismo!: el globalista Soros, preocupado por los jóvenes, a quienes contribuyó en destruir con sus lúgubres especulaciones financieras globales.

Hillary Clinton, íntima aliada de Soros, admite que Mark «Zuckerberg es inmensamente poderoso» con su empresa global que ha adquirido características de «poder foráneo» y agrega que Facebook es «el primer país tecnocrático mundial» con una «población de usuarios que eclipsa cualquier país, tan grande como la India y China juntos» y que «manipula las emociones de las poblaciones» y «afecta el resultado de una elección», por lo que «intenta reelegir a Trump».

Hillary arguye que Facebook sabotea a la senadora Warren por haberse pronunciado a favor de su regulación. Hillary Clinton concluye que «lo que es bueno para Trump es bueno para Facebook y viceversa». No dice que lo que es bueno para Soros es bueno para los Clinton, los Obama y Nancy Pelosi y viceversa.

Por cierto, en un documental sobre Hilary Clinton se filtra que Barack Obama, también lubricado pecuniariamente por Soros, definió a Trump de «fascista».

John Solomon, del portal The Hill, muy cercano al Partido Demócrata, expuso a Soros y su financiamiento a Hillary Clinton para su campaña presidencial y la forma en la que, a través de su operadora Victoria Nuland, asistente de la Secretaría de Estado con Obama, manipuló los «bonos soberanos de Rusia» para socavar sus lazos con Ucrania. Esa es una de las especialidades de Soros: las guerras financieras.

También Barack Obama y Nancy Pelosi han sido expuestos como beneficiarios de las lubricaciones pecuniarias del controvertido megaespeculador Soros.

Dejo de lado los planes de inversión energética por 1.000 millones de dólares en Ucrania del mafioso oligarca ucraniano Dmytro Firtash en asociación con Soros.

A propósito de la acusación de Soros contra Facebook, se sumó su remunerada Hilary Clinton, quien arremetió contra Mark Zuckerberg, mandamás de Facebook, como un personaje «trumpiano« ya que ostenta «puntos de vista autoritarios sobre la desinformación» y ha «transmutado la rendición de cuentas moral por el lucro comercial». ¡Hillary y Soros perorando sobre moralidad! Insisto en la fractura de la comunidad judía en EEUU y en Israel, y, por extensión, a su diáspora.

Así las cosas, el actor israelí-británico Sacha Noam Baron Cohen —quien fue protagonista de la serie El Espía en Netflix: obsceno panegírico de los servicios secretos del Mosad en Siria y Egipto— condenó a Zuckerberg sobre la publicidad política de Facebook, que, a su juicio, «ayuda a destruir la democracia».

A propósito, el zelote Baron Cohen fustigó a Facebook, Google, YouTube, etc, como parte de la «mayor maquinaria de propaganda de la historia» durante su polémica premiación por la judía Liga Antidifamación —ADL, por sus siglas en inglés—.

Por demás interesante suena que Netflix haya sido señalada como un instrumento de propaganda de Soros y su Fundación Sociedad Abierta, con sedes en 70 países.

Soros fue «socio de Netflix» donde obtuvo ganancias estratosféricas en aproximadamente un año.

Netflix, con una capitalización de mercado de 157 milmillones de dólares, maneja la agenda de Soros, los Clinton y los Obama, como ha salido a relucir primordialmente en su demonización de Cambridge Analytica por su manipulación psicológica para el triunfo electoral del Brexit en el Reino Unido y de Trump en EEUU: en el documental El gran hackeo.

Hoy la capitalización de mercado de Facebook es de 598.720 millones de dólares, casi cuatro veces el valor de Netflix, mientras Twitter ostenta una capitalización de mercado de 26.109 millones de dólares (23 veces menor a Facebook).

El connotado investigador Wayne Maddsen, anterior analista de la Agencia de Seguridad Nacional —NSA, por sus siglas en inglés—, quien es muy crítico de Trump, ha exhibido los vínculos de George Soros con la CIA.

Llamó la atención que los dos vástagos de los grandes aliados Trump y Netanyahu coincidan en su cosmogonía dialéctica. Es muy conocida la crítica de Yair, hijo del primer ministro saliente Netanyahu, contra Soros, así como la condena de Donald Trump Jr. al Deep State (Estado profundo) que busca(ba) el impeachment de su padre.

En el mismo tenor, ha sido ampliamente expuesto por Rudolph Giuliani, abogado particular del presidente Trump y quien guarda los macabros secretos del operativo del 11S en Nueva York durante su alcaldía, la forma en que George Soros controla al FBI y a la Secretaría de Estado, en particular a los embajadores de Europa oriental, con el propósito de desvincularlas de Rusia y, de ser posible, provocar un «cambio de régimen» en el Kremlin.

La batalla letal de Soros contra Trump se ha expandido a la geocibernética y se asienta que, por las mutuas impugnaciones no desmentidas por ambas partes, Soros controla al conglomerado CIA/FBI/Deep State/Netflix/Twitter, mientras Trump cuenta con el apoyo de Facebook y de los grandes magnates israelí-estadounidenses como Sheldon Adelson (magnate de los casinos de Las Vegas y Macao), Stephen Schwarzman (de Blackstone), y Maurice Hank Greenberg de la aseguradora AIG.

En caso de una reelección de Trump, se le avecinan días sumamente difíciles a Soros y a su grupo a escala global, regional y local.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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El Capitán América y la batalla ideológica

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Opinión, por Miguel Ángel Anaya Martínez //

El cómic del Capitán América nació con un objetivo claro y acorde a un momento histórico muy concreto. El Nº1 de la serie apareció en los puestos de revistas estadounidenses en marzo de 1941, en su portada mostraba a un musculoso hombre enmascarado que portaba un traje lleno de barras y estrellas, mismo que propinaba un golpe en la mandíbula a Adolf Hitler. Este primer número vendió más de un millón de ejemplares.

Cuando se publicó el cómic, Estados Unidos aún no había entrado en la Segunda Guerra Mundial pero la situación era cada vez más tensa con las fuerzas del Eje y el gobierno ya estaba preparado para lo que podía suceder.

En diciembre de ese año, Pearl Harbor fue bombardeado por aviones japoneses y entonces EEUU se unió a los aliados. El Capitán América, que había conquistado el corazón de los jóvenes lectores, se sumó a la lucha difundiendo mensajes patrióticos o apareciendo en campañas propagandísticas.

El origen del Capitán América decía bastante de él: Steve Rogers era un joven que intentó alistarse en el ejército llevado por el compromiso que sentía hacia su país, pero que fue rechazado debido a su mala condición física. Sin embargo, su valentía y valores llamaron la atención de un grupo de científicos que lo eligieron para ser el primer “supersoldado” de la historia inyectándole un suero especial.

Si bien es cierto que lo que hace a Steve un héroe es el resultado de la inyección del suero (fuerza sobrehumana, súper reflejos, etc.), sus habilidades son una consecuencia de los valores que ya tenía. Es decir, que Steve era tan importante cómo el capitán. Los propagandistas gringos tenían claro lo que querían comunicar: cualquier estadounidense puede ser un héroe para su nación.

El panorama que enfrenta Estados Unidos en pleno 2024 es diametralmente distinto al que se tenía previo a la segunda guerra mundial. Los jóvenes ya no creen en lo que hace el gobierno, piensan que la guerra contra el Estado Islámico y Hamás es incorrecta y aquel sentimiento patriótico que llevó a Estados unidos a ser lo que es, se desvanece.

Los jóvenes estadounidenses, empujados por una serie de ideas que ven en redes sociales y por un pensamiento propio que critica a las instituciones, han salido a protestar en sus campus universitarios. Los manifestantes exigen a los centros educativos que rompan vínculos con cualquier proyecto que beneficie al Gobierno israelí o a las empresas que financian el conflicto entre Israel y Palestina.

La primera manifestación se dio en la Universidad de Columbia. Decenas de estudiantes instalaron una zona de tiendas de campaña en el campus y en días pasados, la policía intentó desalojar el campamento, cuando arrestó a más de 100 personas.

El fin de esta historia es de pronóstico reservado, pues parece increíble que hoy los jóvenes salgan a protestar contra un gobierno que de una u otra manera garantiza su expresión y su desarrollo personal para en cambio, defender ideas de aquellos que han buscado destruirlos. Algo de razón tendrán los jóvenes, pero, de seguir adelante con esto, ponen en riesgo a las instituciones que les brindan una serie de privilegios que pocos tienen en el mundo; pareciera que viven el síndrome de Estocolmo.

México, con diferencias de fondo, vive una situación similar. La admiración a la delincuencia organizada y a lo que representa, lleva a los jóvenes aspirar a ser como aquellos que generan inseguridad en el país, a compartir sus ideas, escuchar su música, replicar su vestimenta y a llevar a cabo acciones similares a las de que aquellos que tanto dañan a la sociedad.

Tal vez la guerra ideológica se perdió cuando faltaron líderes positivos a quien admirar, cuando se inició una guerra y el estado se mostró débil, cuando la pobreza y marginación llevaron a los jóvenes a buscar salir de esa situación a cualquier costo o cuando se propuso que a los delincuentes se le debían dar abrazos.

Estados Unidos y México comparten el problema de la falta de credibilidad de sus jóvenes hacia el gobierno. En ambos casos, parece que la batalla ideológica está perdida. ¿Qué hacer para recuperar la admiración y el respeto de los jóvenes por el país que los vio nacer?

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El radicalismo viene de la izquierda

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Opinión, por Fernando Núñez de la Garza Evia //

“La estabilidad lo es todo”, dice un antiguo proverbio chino. Pronto nos daremos cuenta de su sabiduría al quedar atrás la relativa estabilidad vivida en el país y el mundo durante los últimos treinta años. Además del regreso de las rivalidades geopolíticas, del desafío del calentamiento global y los riesgos de las nuevas tecnologías, tendremos que añadir el regreso del radicalismo político. En ciertos países proviniendo de la derecha, mientras que en otros de la izquierda.

Ha habido un debilitamiento de la democracia ante una creciente radicalización política. En Estados Unidos, una parte de la izquierda se ha vuelto más fundamentalista con la cultura del woke, aunque se ha mantenido en los márgenes partidistas. En la derecha, sin embargo, la radicalización se ha normalizado al llevar al extremo los principios del libre mercado, la negación del calentamiento global y la militarización de la política exterior.

Asimismo, en Europa ha sido la derecha política la que se ha tornado más extremista, llegando inclusive al poder en países tan relevantes como Italia. Pero, ¿por qué es la derecha la que ha llevado la delantera radical? Fundamentalmente, por la migración masiva y sus crecientes problemas culturales. Y un problema mayúsculo es que ese extremismo no solo es a nivel de las élites, sino también de las poblaciones.

La derecha en México no se ha radicalizado, al menos no aún. Porque no ha hecho suyas las políticas de mano dura contra la inseguridad, como la derecha salvadoreña. Porque no tiene una dura retórica anti-migrante, como la derecha europea. Y porque no niega el calentamiento global ni ha hecho suyo el dogma del libre mercado, como la derecha estadounidense. Además, la derecha mexicana es democrática, porque cree en los canales institucionales, la negociación partidista y las elecciones populares como mecanismos fundamentales para resolver los problemas políticos nacionales.

Sin embargo, su problema fundamental estriba en su falta de cuadros políticos, tanto así, que una persona sin militancia partidista será su candidata a la presidencia de la República, y lanzaron a una ex-Miss Universo para tratar de recuperar su otrora joya de la corona en el norte del país: Lupita Jones en Baja California.

La izquierda en México es la que se ha radicalizado. Tiene sentido: si en Occidente la derecha lo ha hecho a raíz de la migración masiva y sus choques culturales, en México ha sido la izquierda derivada de un contexto de pobreza y desigualdad, y de la desconfianza social que inevitablemente generan.

Las políticas del populismo de izquierda están ahí: militarización de la vida pública, exclusión del calentamiento global y los temas medioambientales, una profunda aversión a la ciencia y la tecnología, reparto de dinero sin condicionantes de por medio, adelgazamiento continuo de las capacidades del Estado, y un largo etcétera. Ni hablar de su manifiesto autoritarismo y sus políticas que podrían llevar al fin de la democracia-liberal en el país.

La izquierda y la derecha son dos lados de la misma moneda ideológica. Sin embargo, ha sido la izquierda política la que se ha radicalizado en México, tomada por el populismo lopezobradorista. La buena noticia es que la radicalización ha ocurrido más a nivel de las élites, sin haber permeado del todo entre la población. Por ahora.

  • Fernando Nuñez es analista político con estudios en derecho, administración pública y política pública, y ciencia política por la Universidad de Columbia en Nueva York

E-mail: fnge1@hotmail.com

En X: @FernandoNGE

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Abordando la desigualdad económica: El papel esencial del gobierno en las políticas de redistribución

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En la actualidad, la desigualdad económica es un tema candente que suscita debates y preocupaciones en todo el mundo. Esta disparidad en la distribución de la riqueza y los recursos económicos no solo es un fenómeno presente en economías en desarrollo, sino que también afecta a las naciones más industrializadas.

Mientras algunos defienden el valor de la meritocracia y la libre empresa, argumentando que el éxito económico debería ser el resultado del esfuerzo y el talento individual, otros señalan la creciente brecha entre ricos y pobres como una injusticia fundamental que requiere atención urgente.

La idea de que cada individuo debe tener la oportunidad de prosperar según su mérito es una piedra angular de muchas sociedades modernas, pero en la práctica, esta promesa de igualdad de oportunidades puede ser inalcanzable para muchos debido a barreras estructurales y desigualdades sistémicas.

En este contexto, surge una pregunta crucial: ¿Cuál es el papel del gobierno en la reducción de la desigualdad económica? Si bien algunos abogan por una intervención mínima del Estado en los asuntos económicos, argumentando que el mercado libre eventualmente corregirá cualquier desequilibrio, la realidad es que la desigualdad económica persiste y se profundiza en muchas sociedades.

Esto plantea la necesidad de una evaluación cuidadosa del papel que el gobierno puede y debe desempeñar en la promoción de la equidad económica y la justicia social. La cuestión no es solo una de moralidad, sino también de estabilidad social y cohesión comunitaria. Una sociedad profundamente dividida por la desigualdad económica corre el riesgo de enfrentar tensiones sociales y políticas que pueden socavar la estabilidad y el progreso a largo plazo

En este contexto, el papel del gobierno en la reducción de la desigualdad económica es crucial, ya que a través de ella, y con debida perspectiva social, se pueden implementar políticas de redistribución que promuevan una distribución más equitativa contribuyendo así a una sociedad más justa y próspera.

Lo anterior cobra relevancia ya que en un sistema económico basado en la libre empresa, a menudo se promueve la idea de que el gobierno debe tener una mínima intervención en la economía, dejando que el mercado se autorregule.

Sin embargo, esta perspectiva puede pasar por alto el importante papel que el gobierno puede desempeñar en la reducción de la desigualdad económica a través de políticas de redistribución las cuales no necesariamente implican una intervención directa en la economía, sino más bien un enfoque en la redistribución equitativa de la riqueza y los recursos para garantizar un mayor equilibrio social y económico.

Por otro lado, en esta tesitura, el gobierno puede adoptar medidas para fortalecer la seguridad social, proporcionando una red de seguridad para los ciudadanos más vulnerables lo que puede incluir programas de asistencia social, como seguro de desempleo, subsidios alimentarios y programas de vivienda asequible, que ayudan a proteger a los individuos y familias de caer en la pobreza extrema debido a circunstancias adversas.

Asimismo, es fundamental invertir en infraestructuras sociales, como educación pública de calidad y acceso equitativo a oportunidades de desarrollo profesional. Al proporcionar a todos los ciudadanos las herramientas y habilidades necesarias para tener éxito en la economía moderna, se puede reducir significativamente la desigualdad económica y promover una mayor movilidad social.

No podemos perder de vista que, si bien la libre empresa puede ser un motor importante para el crecimiento económico, el gobierno tiene un papel vital que desempeñar en la reducción de la desigualdad a través de políticas de redistribución equitativa de la riqueza y los recursos. Estas políticas no solo promueven la justicia social, sino que también pueden contribuir a un mayor crecimiento económico y estabilidad social a largo plazo.

A pesar de ello, la realidad es que un enfoque equilibrado es necesario. Mientras que el exceso de intervención del gobierno puede tener efectos negativos en la innovación y la eficiencia económica, la falta de intervención puede exacerbar la desigualdad y crear tensiones sociales insostenibles. Por lo tanto, es importante que el gobierno encuentre el equilibrio adecuado, implementando políticas de redistribución que sean efectivas y eficientes sin socavar el espíritu emprendedor y la vitalidad económica.

Es evidente que la desigualdad económica es un desafío significativo que enfrentan muchas sociedades modernas, tanto que este desafío constantemente nos genera la necesidad de plantear preguntas difíciles, pero cuyas respuestas son necesarias.

Si bien la libre empresa puede ser un motor importante para el crecimiento económico, no puede garantizar por sí sola una distribución justa y equitativa de la riqueza y los recursos. En este sentido, el gobierno puede desempeñar un papel crucial en la reducción de la desigualdad a través de políticas de redistribución que promuevan un mayor equilibrio social y económico.

Al considerar estas políticas de redistribución, es importante tener en algunas de las ideas planteadas por Michael Sandel en su libro «La tiranía del mérito».

Sandel argumenta que la meritocracia, la idea de que el éxito se debe exclusivamente al mérito individual, ha contribuido a la creciente desigualdad económica al glorificar el éxito personal mientras denigra a aquellos que no tienen éxito. Esta narrativa del mérito puede llevar a la creencia de que aquellos que están en la parte inferior de la escala económica merecen su situación, lo que socava la solidaridad social y perpetúa la desigualdad.

Por lo tanto, las políticas de redistribución deben ir más allá de simplemente corregir las desigualdades económicas y también abordar las injusticias subyacentes en el sistema. Esto puede implicar cambiar la forma en que valoramos el éxito y reconocer que el mérito individual no es el único determinante del éxito económico. En su lugar, debemos adoptar un enfoque más colectivista que reconozca la contribución de todos los miembros de la sociedad y garantice que todos tengan acceso a oportunidades y recursos básicos para prosperar.

La lucha contra la desigualdad económica requiere un enfoque integral que combine políticas de redistribución efectivas con un cambio en nuestra concepción del mérito y el éxito. Al hacerlo, podemos trabajar hacia una sociedad más justa y equitativa, donde todos tengan la oportunidad de alcanzar su máximo potencial independientemente de su origen socioeconómico.

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