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MUNDO

La división susbsiste sin barreras físicas; la cicatriz alemana se abre treinta años después

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Política Global, por Luis Rivas //

(Cortesía Sputnik Mundo).- Si la crisis de los partidos tradicionales golpea a toda Europa, en Alemania pone de manifiesto, además, la fractura todavía abierta entre los dos territorios que hace casi treinta años celebraron la reunificación.

El auge espectacular del partido nacionalpopulista Alternativa para Alemania (AfD) en las elecciones de dos ‘länder’ de la antigua República Democrática Alemana —Brandenburgo y Sajonia— representa un nuevo aviso para la coalición que gobierna desde Berlín y también para todas las fuerzas políticas clásicas del país.

El establishment, con sus medios de comunicación al frente, debería admitir que blandir el espantajo de la amenaza nazi ya no es un argumento para frenar un voto que nació como protesta en la ex Alemania del Este, pero que está enraizándose como un sentir con mucho margen de desarrollo futuro.

Treinta años después de la desaparición del Muro de Berlín, la división permanece sin barreras físicas. Otro muro político, social, económico, y psicológico se está erigiendo en las fronteras que separaban a las dos Alemanias. AfD, un partido populista de derecha que ha sabido capitalizar el descontento en el Este del país, nada tiene que ver con la ideología que dirigió la antigua RDA (República Democrática Alemana) durante 41 años.

Si para cierta parte de la población la ‘ostalgie’, la nostalgia de la época pasada, supone un agarradero, los dirigentes de AfD retoman las consignas políticas que la oposición a la Alemania comunista gritó durante las manifestaciones previas a la caída del Muro: «Nosotros somos el pueblo», afirman, arrebatando a la disidencia de entonces el lema utilizado contra el SED, el Partido Socialista Unificado de la Alemania del Este.

SENTIMIENTO DE HUMILLACIÓN

Politólogos, escritores, periodistas, sociólogos y sicólogos intentan explicar el descontento de los ciudadanos del Este del país, casi 29 años después de la reunificación. Los miles de millones de euros que se transfirieron a esa zona para intentar poner en paralelo las economías de las dos zonas, no fueron suficientes para compensar el sentimiento de humillación sufrido por muchos ciudadanos de la ex República Democrática de Alemania (RDA).

Tres décadas después, alemanes del Oeste reprochan a sus vecinos ‘ossis’ (alemanes del este) sus lamentos y les indican cómo otros países de la Europa Central y Oriental han sabido instalarse en el sistema capitalista sin la generosa ayuda del entonces Gobierno de Bonn.

Es otra invectiva que los alemanes del Este no pueden admitir. Cierto, el Gobierno conservador de Helmut Kohl y los posteriores han gastado miles de millones de euros en subvenciones, pero no podían frenar otro tipo de fenómeno que la adaptación al sistema de libre mercado implicaba: el cierre de industrias consideradas no rentables; la compra de otras por empresas del Oeste y su inevitable reestructuración, la llegada de directivos y políticos de la élite occidental para dirigir los destinos de la unificación…

Desde 1991, el territorio del Este no ha podido frenar la sangría de más de un millón doscientos mil ciudadanos. La generación que rondaba los 50 años en el momento de la desaparición del Muro no pudo hacer valer sus experiencias laborales en una nueva realidad competitiva que les consideraba atrasados y desfasados. Como se repite estos días en todo el país, de héroes de la clase trabajadora pasaron a ser asiduos visitantes de las oficinas de empleo.

Resentimiento es la palabra que se utiliza también repetidamente para mostrar esa queja. Pero los ciudadanos de los ‘länder’ del Este no quieren quejarse por falta de dinero: «No queremos subvenciones, queremos un futuro». Consideran que, si bajo el antiguo régimen les imponían políticas sin ser consultados por el partido único, hoy sus quejas no son escuchadas por los grandes partidos.

En ese terreno, el nacionalpopulismo ha conseguido plantar su simiente, jugando con otro factor determinante como es la inmigración masiva aceptada por el Gobierno de Angela Merkel en 2015. Al igual que en otros países de Europa, las zonas menos favorecidas acogen a los recién llegados. Ese ‘Wilkomen’ decretado por Merkel, una ciudadana de la ex Alemania del Este, provoca una reacción comparativa entre los alemanes y también como en otras latitudes del Continente, se repite la misma queja: «¿Por qué los extranjeros tienen derecho a lo que a los nacionales nos niegan?»

Obreros y jóvenes votan mayoritariamente a AfD en una parte del país donde solo el 44% de los consultados se sienten «alemanes» y prefieren considerarse parte de un país menospreciado por Berlín.

Que alguno de los miembros de AfD tenga un pasado poco claro y haya flirteado con grupos de la derecha radical, no justifica que sus votantes puedan ser considerados simpatizantes del nazismo, como muchos medios de prensa quieren hacer ver, en un ya conocido reflejo de pereza intelectual interfronteras.

TURINGIA, REDUCTO DE IZQUIERDA, A LAS URNAS

Tras Brandenburgo y Sajonia, Alemania se prepara para otras elecciones en otro ‘länd’ del Este, Turingia. Es el único territorio del Este dirigido por la izquierda. Su ministro-presidente es, desde 2014, Bodo Ramelow, un exsindicalista nacido en Alemania Occidental, miembro del Partido Die Linke (La Izquierda), que gobierna con el apoyo de socialdemócratas y verdes. Die Linke es considerado el partido heredero del SED por muchos alemanes. La asociación de víctimas de los antiguos servicios secretos reaccionó a la victoria de Die Linke en 2014 declarando que «los antiguos camaradas del SED y los chivatos de la STASI dirigen ahora Turingia». Ramelow presentó públicamente excusas a las víctimas de la STASI.

Según sondeos realizados a finales de agosto, Alternativa para Alemania (AfD) obtendría el 21% de los votos, Die Linke, 26. Si ello se confirma, Die Linke salvaría el honor de la izquierda. Su partido en Brandenburgo y Sajonia apenas ha rebasado el 10% de adhesión popular. Sus dirigentes han catalogado los resultados como «un desastre».

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

 

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CARTÓN POLÍTICO

Edición 806: Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

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Edición 806: Es electa Mirza Flores para coordinar MC los próximos tres años; a debate segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

LAS CINCO PRINCIPALES:

Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

Colomos III: La batalla por el patrimonio ecológico de Jalisco

Convención Estatal de MC: Asume Mirza Flores dirigencia estatal del partido naranja

Primer Congreso Nacional de Personas Mayores: «Reconocer a las personas mayoes es un acto de justicia»

Primer informe de labores legislativas de Claudia Salas: «La gente quiere resultados, no pleitos»

 

 

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MUNDO

El dilema mexicano: Entre Caracas, Pekín y Washington

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– Opinión, por Miguel Anaya

México tiene la mala costumbre de creer que los conflictos internacionales son películas que se ven desde la butaca, con palomitas en mano y distancia segura. Pero lo que hoy ocurre en el Caribe, con barcos estadounidenses hundiendo lanchas venezolanas y un Nicolás Maduro agitando la bandera de resistencia, no es un espectáculo ajeno: es una tormenta que, tarde o temprano, alcanzará nuestras costas.

La posible intervención de Estados Unidos en Venezuela —sea directa o disfrazada de “operativo contra el narcotráfico”— nos recuerda varias cosas incómodas. La primera: que Washington sigue viendo a América como su jardín trasero, y que cuando la Casa Blanca mueve barcos y marines hacia el sur, México queda automáticamente dentro del perímetro de seguridad. No se nos pregunta si queremos, se nos asume dentro del esquema.

La segunda: que cada bomba que caiga en el Caribe traerá repercusiones en nuestras fronteras. No se necesita ser un experto en migración para imaginar lo que significaría una oleada de venezolanos huyendo de un conflicto bélico. Ya con los flujos actuales, el Estado mexicano colapsa en recursos y paciencia social; con una guerra en Sudamérica, el caos migratorio se multiplicaría. Y, como siempre, la presión no llegaría solo de los migrantes, sino de Estados Unidos exigiendo que México sea muro, policía y albergue al mismo tiempo.

El aspecto económico tampoco es menor. Si Venezuela, el país con las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo, se incendia, el mercado energético se agita. Podría ser una oportunidad para que México venda más crudo, pero también un riesgo de volatilidad y chantaje. Estados Unidos exigiría “solidaridad energética” a cambio de no apretarnos más en otros frentes. Y mientras tanto, China, Rusia y Corea del Norte —muy juntos, muy sonrientes en el reciente desfile de Pekín— lanzarían el mensaje de que existe un bloque alternativo para quienes no se sometan al viejo orden. Un coqueteo tentador, pero peligroso, porque México no puede darse el lujo de enemistarse con su principal socio comercial y cultural.

¿Y qué papel debe jugar la presidenta Sheinbaum? Aquí es donde la película se vuelve mexicana. Sheinbaum no puede limitarse al guion tradicional de “neutralidad” y “no intervención”, fórmulas diplomáticas que sirven en conferencias de prensa, pero no en medio de una crisis migratoria, militar y energética.

México debe anticiparse: diseñar políticas de contención migratoria con dignidad y sin colapso; blindar su economía para resistir turbulencias externas; y, sobre todo, plantear una estrategia clara frente a Washington. Porque la historia nos dice que, cuando el imperio se pone nervioso, México no es invitado a opinar: es arrastrado.

El dilema es cruel, pero inevitable: si nos alineamos ciegamente con Estados Unidos, perdemos margen de soberanía; si coqueteamos demasiado con Pekín y Moscú, arriesgamos represalias inmediatas. Lo que no podemos hacer es fingir que nada pasa. Porque cuando los cañones apuntan hacia el sur y las banderas ondean en Pekín, lo que está en juego no es la geopolítica abstracta, sino nuestra seguridad, nuestras fronteras y nuestra estabilidad interna. Una situación geopolítica muy complicada que deberá resolverse.

En suma, México no tiene opción de hacerse el distraído: lo que se juega en el Caribe no es un pleito lejano entre Maduro y Trump, sino un recordatorio brutal de que la geopolítica siempre cobra factura. El estado mexicano deberá decidir si quiere ser jugador con estrategia o simple ficha movida por inercia.

Y aunque la tentación nacional sea encogerse de hombros y decir “eso es problema de ellos”, lo cierto es que cuando los cañones rugen en el sur, los migrantes caminan hacia el norte y entre tanto, el centro tiembla. Lo irónico es que México siempre quiso ser neutral; lo triste es que, en este tablero, la neutralidad es el nombre elegante de la indefensión.

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MUNDO

Tejiendo lo colectivo: La política más allá del individuo

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En la mitología griega, existe un relato fascinante sobre las Moiras, esas tres hermanas encargadas de hilar, medir y cortar el destino de los hombres; de hecho, probablemente muchos más las recuerden por la famosa película de Disney: Hércules, donde son representadas por esas figuras enigmáticas y divertidas de un solo ojo que en algún punto de la película amenazan la vida de la amada de Hércules.

En esta historia, Cloto hilaba la hebra de la vida, Láquesis la medía y Átropos la cortaba cuando llegaba el final. Lo interesante de esta narración no es únicamente su carácter fatalista, sino la metáfora que encierra: ninguna hebra aislada tenía sentido por sí misma. El tejido de la vida es posible porque cada hilo se entrelaza con otros, formando un entramado que da consistencia a la existencia.

Por eso la política debería funcionar de la misma manera. No se trata de un solo individuo que define la ruta de una sociedad, sino de la capacidad de entrelazar múltiples hilos —experiencias, voces, demandas, historias— hasta construir un tejido común y, por ende, un movimiento plural articulado a través de causas que unan. Por eso, cuando olvidamos que la política es ante todo una tarea colectiva, corremos el riesgo de reducirla a un espectáculo personalista en el que se sobrevalora la figura del líder y se subestima la fuerza de la comunidad.

Nuestra cultura política ha sido moldeada por el mito del héroe. Desde tiempos antiguos, se nos ha enseñado a imaginar a los grandes líderes como Aquiles o Ulises: figuras que, gracias a su valor o astucia, logran conquistar batallas imposibles. El héroe se presenta como la encarnación de la voluntad y del destino de todo un pueblo. Sin embargo, esa visión, aunque seductora, es profundamente peligrosa cuando se traslada al ámbito de lo público.

Cuando la política se concentra en un solo rostro, en un nombre que se convierte en marca, se desdibuja la noción de comunidad y, por ende, el poder deja de responder a las necesidades colectivas, si no a la lógica de la autopreservación del líder, construyendo así una narrativa en la que la ciudadanía deja de ser protagonista y pasa a ser espectadora. Y sin ciudadanía activa, la democracia se vuelve frágil.

La democracia, en su sentido más profundo, no consiste en depositar un voto cada cierto tiempo, de hecho, la propia Constitución de nuestro país define a la democracia como un estilo de vida y una tarea constante a través de la cual se debe priorizar la construcción del destino común y el progreso constante.

En ese contexto, la democracia significa reconocernos como parte de una trama compartida, como hilos que sostienen un mismo tejido. Las grandes transformaciones políticas no han surgido de la genialidad de un individuo aislado, sino del esfuerzo conjunto de comunidades que se organizaron para reclamar justicia, igualdad o libertad.

El movimiento obrero del siglo XIX, las luchas feministas que han cambiado estructuras jurídicas y culturales, o los procesos de descolonización del siglo XX no habrían sido posibles sin una visión de lo colectivo. Ninguna de esas causas prosperó porque alguien decidiera “iluminar” a los demás, sino porque miles de voces se entrelazaron hasta hacerse escuchar como un clamor ineludible.

En contraposición, cuando los proyectos políticos se sostienen únicamente en figuras individuales, se vuelven endebles. La historia está llena de ejemplos de líderes que, al caer en desgracia, arrastraron consigo a toda una estructura de gobierno, esto debido a que un tejido construido en torno a un solo hilo inevitablemente se rompe.

Hoy vemos cómo muchas democracias sufren precisamente de este mal. La política se reduce a una competencia de carisma, o de opiniones mediáticas y controversiales que buscan dividir desde la confrontación; basta con ver a Ricardo Salinas Pliego. Lo colectivo queda relegado. Y lo más alarmante: la ciudadanía se acostumbra a delegar su responsabilidad, convencida de que “otro” debe resolverlo todo.

Por eso, la tarea urgente es volver a tejer comunidad, y eso a su vez implica repensar los espacios políticos no como arenas de competencia individual, sino como laboratorios de cooperación. Significa promover el diálogo, la escucha y la corresponsabilidad. En un mundo donde las redes sociales amplifican el protagonismo del individuo, necesitamos contrarrestar esa tendencia con proyectos que valoren lo común por encima del ego personal.

Construir política desde lo colectivo no significa anular la individualidad, sino integrarla en un horizonte compartido. Como en el telar de las Moiras, cada hebra conserva su singularidad, pero cobra sentido únicamente al entrelazarse con las demás.

El gran reto de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades fragmentadas, donde la desconfianza se ha instalado como norma. Desconfianza hacia las instituciones, hacia los partidos, hacia los otros ciudadanos. Y sin confianza no hay tejido posible. La política colectiva requiere precisamente lo contrario: la certeza de que lo común vale la pena, de que cooperar produce más frutos que competir sin tregua.

Eso demanda nuevas formas de organización social y política. Demandará partidos que funcionen menos como maquinarias electorales y más como espacios de deliberación ciudadana. Demandará gobiernos que consulten y construyan con la gente, no solo para la gente. Y demandará ciudadanos que asuman su papel no como espectadores, sino como coautores del destino común.

Quizá ha llegado el momento de desplazar al héroe individual y recuperar la épica de lo colectivo. No necesitamos más relatos donde un líder salva a todos; necesitamos narrativas donde todos nos salvamos a nosotros mismos al reconocernos como parte de la misma trama.

Así como en la Grecia antigua el mito de las Moiras recordaba que ningún destino estaba aislado del conjunto, hoy debemos recordar que ningún proyecto político puede sostenerse en soledad. La política que realmente transforma es aquella que se teje desde abajo, desde los barrios, desde los colectivos, desde las voces diversas que encuentran en la pluralidad su mayor riqueza.

La política futura debe ser colectiva para fortalecer la democracia y enfrentar desafíos. Apostar por el individualismo arriesga liderazgos frágiles y sociedades divididas, debilitando el tejido común.

Si, en cambio, entendemos que nuestro destino depende de la fortaleza del tejido, podremos enfrentar con mayor solidez los desafíos de nuestro tiempo: la desigualdad, la crisis climática, la violencia, la polarización.

El hilo aislado se rompe con facilidad; el tejido entrelazado resiste el paso del tiempo. Esa es la lección que la mitología griega, con su sabiduría ancestral, nos recuerda. Y esa es la lección que deberíamos aplicar a la política: dejar de pensar en términos de “yo” para construir un sólido “nosotros”.

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