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NACIONALES

Desinterés y desdén

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

Este domingo se cerró un capítulo de la insensatez que nadie pudo parar. La elección por voto popular de todos los integrantes del Poder Judicial. Se dijo que fue la voluntad del pueblo la que decidió que así fuera, pero más allá del discurso presidencial que lo asegura, lo que se percibe es un profundo desinterés y si una enorme preocupación de la entidad designada para llevar a cabo el fenomenal despropósito.

El registro de aspirantes a jueces, magistrados y ministros se cerró el 24 de noviembre y hasta dos días antes, había solo 6 mil 479 registros en el Poder Legislativo, 2 mil 747 en el Poder Ejecutivo y en el Poder Judicial solo 1,092. Es notable el desinterés que existe en el Poder Judicial pues difícilmente cubrirá los 1,793 perfiles que podría presentar, según el supuesto legal, lo que no sucede con el poder ejecutivo y legislativo que ya superan ese número.

Como también es de hacer notar que en el Poder Legislativo haya tantos registros, lo que hace pensar en una operación política, ya sea para evitar el fracaso del proceso o bien por el interés probable, muy probable, de los diputados y senadores por incluir en las boletas de votación a personas afines en sus circunscripciones.

Hay poco interés de los que saben de leyes, para presentarse a competir por un trabajo en el que no tendrán seguridad laboral, pues solo serán electos por 8 años, con bajos sueldos y la amenaza constante del Tribunal de Disciplina Judicial que implica mucho riesgo para juzgadores sin experiencia.

Lo que contrasta y se comprueba con los registros de los otros poderes en los que predomina el interés político del momento y no la carrera judicial. Los actuales juzgadores han preferido el desdén negándose a participar, serán pocos los que lo hagan conscientes de que será una aventura electoral para la que no están capacitados, pero seguramente necesitados de continuidad laboral.

El proceso de organizar la elección está convertido en un galimatías, producto de la irreflexión, de las prisas y del servil deseo de complacer al expresidente. Ningún esfuerzo retórico al estilo Zaldívar, puede componer el desaseo en la concepción ni el desorden en la realización. El desinterés de los aspirantes es un reflejo de lo que sucederá con la elección a la que acudirán solo los que puedan acarrear los partidos.

Sirva para muestra la consulta para la revocación de mandato, que nadie pidió, salvo el presidente deseoso de mostrar su aceptación; en ella solo participó el 17.7% del padrón electoral, no llegó ni siquiera al porcentaje necesario para ser vinculante. Igual suerte había corrido la consulta convocada en 2021 para someter a la voluntad popular el llevar a juicio a los ex presidentes de la República en la que participó un raquítico 7.1%. Y no hablemos de las falsas y capciosas consultas como la instrumentada para justificar la clausura de un proyecto de la industria cervecera en Mexicali.

La elección de los jueces por voto popular es otro capricho como el de la revocación de mandato y por supuesto que nadie votó por ello al elegir a Claudia Sheinbaum, por eso es una falacia decir que vamos a ella porque el pueblo lo quiere.

Es ocioso abundar sobre lo que ya se ha dicho en demasía sobre la intención de dominar al Poder Judicial y ponerlo al servicio del Poder Ejecutivo, o de la virtual inexistencia de la división de poderes. La voluntad presidencial, la del anterior y la presente fue consumada por la abyecta actitud de un Congreso servil que ni siquiera lee lo que aprueba y la truculenta operación de los líderes camerales y el propio ejecutivo a través de sus operadores políticos.

Lo importante es señalar que por cómo se va desarrollando el proceso, además de ser evidente el desinterés popular, queda claro que la justicia estará sometida a la política, al interés político del presidente en turno y a la merced de los poderes fácticos en todos los niveles. Un juez que tenga que quedar bien con quien le asegura votos no podrá ser ni imparcial ni justo. Eso lo saben los juzgadores de carrera y por ello su desdén. Mientras la fecha llega y el INE termina de hacer malabares para dar orden al disparate, la ciudadanía seguirá en su fatal indiferencia.

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MUNDO

Bojayá y la esperanza de paz

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Opinión, por Miguel Anaya //

A finales de los años noventa y principios de los 2000, Colombia vivió una crisis de violencia que superaba a la que actualmente enfrenta México. Uno de los departamentos más afectados fue el de Chocó, donde operaban las FARC, grupos delictivos y autodefensas.

El 2 de mayo de 2002, la pequeña comunidad de Bojayá se convirtió en el escenario de una de las tragedias más devastadoras del conflicto armado. En medio de intensos enfrentamientos entre las FARC y grupos paramilitares, cientos de habitantes buscaron refugio en la iglesia del pueblo, confiando en que sus paredes consagradas los protegerían del horror que se vivía afuera.

Alrededor de las 3 de la tarde, un cilindro-bomba impactó directamente en el templo, causando la muerte instantánea de 79 personas, entre ellas 48 niños. Los cuerpos quedaron mutilados y las paredes de la iglesia manchadas de sangre. Días después, el número de víctimas fatales alcanzó las 119, ya que muchos no sobrevivieron a las heridas.

Este acto brutal puso de manifiesto la vulnerabilidad de las comunidades atrapadas entre las fuerzas violentas. A raíz de este y otros eventos que conmocionaron al país, Colombia emprendió un camino hacia la pacificación y la reconstrucción social. Las políticas implementadas, que combinaban estrategias de seguridad con inversión social y económica, comenzaron a dar frutos en las dos décadas siguientes.

Según datos del Banco Mundial, la tasa de homicidios en Colombia pasó de 70 por cada 100 mil habitantes en 2002 a 25 en 2022. En ese contexto, la ciudad de Medellín llegó a tener una tasa alarmante de 380 homicidios por cada 100 mil habitantes.

El entonces gobierno colombiano aplicó la estrategia de ‘Seguridad Democrática’. Esta política implicó el despliegue masivo de fuerzas de seguridad para recuperar el control territorial, fortalecer las capacidades de inteligencia y aumentar la presencia del Estado en zonas rurales, donde guerrillas y grupos paramilitares habían establecido su dominio. La creación de redes de informantes y la colaboración con las comunidades fueron fundamentales para desmantelar estructuras criminales y reducir los enfrentamientos armados.

Tras el debilitamiento militar de las FARC, el gobierno reconoció que la violencia era también un efecto de problemas estructurales como la pobreza y la falta de oportunidades en las regiones rurales.

En respuesta, se implementaron programas de desarrollo rural que incluyeron la construcción de infraestructura, carreteras y electrificación, con el fin de conectar comunidades aisladas con el resto del país.

Además, se promovieron programas de acceso a créditos para pequeños agricultores y cooperativas rurales, incentivando la sustitución de cultivos ilícitos por productos agrícolas comerciales.

En el ámbito social, las políticas de reparación y reconciliación jugaron un papel central. La creación de una Unidad para las Víctimas permitió que quienes sufrieron violencia fueran reconocidos y compensados, generando un proceso de catarsis social.

La inversión en educación y salud fue un eje central: entre 2002 y 2022, el acceso a la educación secundaria aumentó en un 20 por ciento, mientras que la cobertura de salud pública se amplió significativamente en las zonas rurales. A pesar de que aún persisten desafíos en materia de seguridad, el avance en Colombia ha sido notable.

Esta experiencia ofrece lecciones valiosas para México. La implementación de políticas que fortalezcan instituciones, promuevan el desarrollo económico, social y fomenten la cohesión social son esenciales para revertir la tendencia de violencia.

La profesionalización de las fuerzas de seguridad, la recuperación del control territorial y la implementación de programas sociales en zonas marginadas son pasos fundamentales para reconstruir el tejido social. Políticas de desarrollo rural, como las aplicadas en el país sudamericano, podrían replicarse en México para incentivar la economía local, alejar a los jóvenes de las dinámicas del crimen organizado y generar alternativas económicas en comunidades atrapadas en el ciclo de la violencia.

En conclusión, la trágica masacre de Bojayá simboliza el profundo sufrimiento que la violencia puede infligir a una nación. Sin embargo, también demuestra que por muy cruda que sea la realidad violenta que nos rodea, esta puede cambiar con voluntad política y estrategias integrales adecuadas.

El caso de Teuchitlán debe ser un llamado a la acción colectiva. Debemos abrir los ojos y encontrar en la experiencia de otros países una guía para diseñar e implementar políticas efectivas que conduzcan a un futuro más seguro y próspero.

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NACIONALES

Geografía del narcotráfico

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Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez //

¿Cuál es la geografía del narcotráfico en México? ¿Por qué ciertas regiones de nuestro país tienen más factores para su desarrollo? Hay varias versiones sobre el “nacimiento” de esta actividad ilícita en nuestro país. Una de ellas refiere que, al llegar centenares de chinos a nuestra nación, alrededor de 1890, traían con ellos la “flor del diablo”, también conocida como “adormidera” o amapola.

De esta planta se produce el opio y sus derivados. La amapola encontró una latitud perfecta, en México, para desarrollarse: Sinaloa, cuyas condiciones climáticas favorecieron su cultivo. Para 1910 algunos chinos de Sinaloa, no todos hay que decirlo, se dedicaron exclusivamente a ese cultivo y procesamiento.

Como en Estados Unidos estaba prohibido el opio y derivados, comenzó el tráfico ilícito por las descuidadas fronteras de entonces, creando las primeras redes de distribución para el incipiente mercado.

La Segunda Guerra Mundial trajo consigo mayor demanda y el tráfico de opiáceos creció considerablemente, puesto que la morfina (utilizada para quitar el dolor a los soldados heridos) se deriva de esta droga. En México, tras la Revolución de 1910, se prohibió el cultivo y uso de drogas opiáceas y la marihuana. Se combatió así el tráfico interno.

En 1948, cuando cientos de campesinos de Sinaloa, Durango, Chihuahua y Sonora dejaron el maíz para cultivar amapola y cannabis, el gobierno mexicano lanzó una campaña para acabar con las plantaciones y las riñas entre narcotraficantes que se disputaban las ya jugosas ganancias de estas sustancias prohibidas.

Comenzaron entonces los sobornos a policías municipales, estatales y federales y a también a autoridades civiles, así fue como los narcotraficantes compraron inmunidad para seguir con sus “negocios”.

El consumo de drogas se incrementó vertiginosamente en el país del dólar y los narcos mexicanos pasaron a ser magnates, por los ríos de billetes verdes que llegaron por esta causa.

La década de los 70 fue clave para la marihuana mexicana, al desarticular el gobierno de EEUU la llegada del opio turco. También se inició el consumo de la cocaína, que manejaban narcos de Colombia, de Cali y Medellín, principalmente.

El Gobierno Federal mexicano comenzó la operación “Cóndor”, para desmantelar los cultivos y redes de distribución de drogas. Los sinaloenses Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo y su líder Miguel Ángel Félix Gallardo, excomandante de la Policía Federal y “puente” entre los narcos y funcionarios públicos, se reagruparon en Guadalajara, creando el llamado “Cártel de Guadalajara”. Desde la capital tapatía se comandaron las operaciones que hicieron a este grupo, el más poderoso e importante de México.

Las regiones donde se desarrollaban las actividades de siembra de estupefacientes y narcotráfico fueron principalmente: Sinaloa, Durango y Chihuahua (triángulo dorado); la distribución floreció en Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Reynosa y varias ciudades de Nuevo León.

La encarnizada lucha por dominar las llamadas “plazas” ha ensangrentado al país. Merced a la intervención directa del gobierno norteamericano, los colombianos dejaron de ser los “jefes” de la cocaína, cargo que asumieron los diferentes capos mexicanos.

Al ser encarcelados o muertos los cabecillas, el escalafón se depuró. En algunos casos surgieron ramales de los cárteles tradicionales; en otros se agruparon delincuentes nuevos, guiados por algunos excapitanes de las diferentes bandas. Sus actividades ilícitas se diversificaron: extorsiones, secuestros, cobros de piso, lavado de dinero en negocios aparentemente legales, tráfico de armas y asesinatos por contrato. Los narcos contrataron exmilitares y organizaron ejércitos con armas modernas y sofisticadas.

La expansión de los cárteles se dejó sentir por todo el territorio mexicano. Ya no sería nada más la frontera norte la codiciada. Entidades otrora tranquilas, marginadas de la violencia y el trasiego de las drogas, perdieron su calma.

Tlaxcala, Colima, Michoacán, Guanajuato, Estado de México, Morelos, Hidalgo, Guerrero, Ciudad de México, Aguascalientes, Zacatecas, Oaxaca, Veracruz, Chiapas, Baja California Sur, San Luis Potosí, Tabasco, Quintana Roo… es decir el 95 por ciento del territorio nacional pasó a ser escenario de las disputas sangrientas, desalmadas, inhumanas de los narcos para lograr convertirse en los amos y señores de territorios, ciudades, policías, gobiernos y gobernantes, sin importarles a los facinerosos ninguna otra cosa que el poderío económico y político.

En 1984, Estados Unidos montó en cólera por la tortura y asesinato del agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena, quien —a su vez— había desatado la furia del Cártel Guadalajara, al arrasar el rancho Búfalo, donde destruyó toda la plantación de marihuana que pertenecía al mencionado cártel.

Al segar la vida del “Kiki” los cabecillas Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo fueron encarcelados, lo que propició el relevo de liderazgos y el surgimiento de nuevos cárteles que incrementaron la violencia a límites nunca vistos y corrompieron, también a alturas insospechadas.

Trump no tiene empacho en considerar que el gobierno de México ha permitido el crecimiento y el encubrimiento de las actividades ilícitas de los cárteles del crimen organizado.

Ha lanzado varias amenazas de intervenir nuestro país con su poderoso ejército para desmantelar laboratorios, capturar cabecillas de los mafiosos y no pocos políticos coludidos -dice él-, con los capos que -también lo dice él- tienen a México sojuzgado a sus nefastos intereses, por arriba, por abajo, por el centro y todos los litorales.

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MUNDO

La cumbre no es eterna: El peso del poder y la caída inevitable

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

La historia está repleta de ejemplos de líderes que, enceguecidos por la ambición, olvidaron la fragilidad de su posición. Luis XVI, convencido de que su linaje era suficiente para sostener su trono, ignoró las señales del descontento popular hasta que el filo de la guillotina le enseñó lo contrario. Napoleón, tras haber conquistado media Europa, creyó que Rusia sería otra joya en su corona, solo para encontrar en la crudeza del invierno su Waterloo anticipado.

El ascenso y la caída de los poderosos no es un fenómeno reciente ni exclusivo de una geografía en particular. Desde la antigüedad, los imperios han crecido con el ímpetu de la ambición y se han desplomado con la misma rapidez con la que olvidaron los límites de su propio poder.

Alejandro Magno conquistó medio mundo, pero murió sin dejar un heredero capaz de sostener su imperio. Julio César creyó que su popularidad y victorias militares lo hacían intocable, hasta que sus propios aliados decidieron que representaba una amenaza mayor que un beneficio. La política, como la historia, es una danza peligrosa entre la gloria y la ruina, donde el exceso de confianza suele ser el último paso antes de la caída.

El mito de Ícaro nos recuerda precisamente esto: el peligro de volar demasiado alto sin medir las consecuencias. Ícaro, fascinado por su recién adquirida capacidad de volar, olvidó la advertencia de su padre y ascendió hacia el sol, hasta que el calor derritió la cera de sus alas y cayó al mar.

La política, como la vida misma, requiere de equilibrio. Quien se eleva sin mesura, sin comprender la delgada línea que separa el éxito de la caída, está condenado a desplomarse con mayor fuerza. El poder tiene un peso que pocos pueden sostener sin perder la compostura. No se trata solo de alcanzar alturas, sino de saber mantenerse en ellas.

Pero si Ícaro es el ejemplo de la caída, Sísifo representa la otra cara de la moneda: el castigo de quienes están atrapados en una lucha interminable. Su condena consistió en empujar una roca cuesta arriba solo para verla rodar de nuevo al punto de partida. En la política, muchas veces la lucha es constante y el esfuerzo parece nunca rendir frutos.

Sin embargo, el verdadero peligro no está en la repetición del intento, sino en la ilusión de que la cima es un lugar permanente. Muchos políticos creen que el poder les pertenece, que su ascenso es definitivo y que su esfuerzo no necesita ajustes. Pero la realidad es que la piedra siempre caerá, y lo único que define a los grandes es cómo afrontan la inevitable repetición del ciclo.

No hay imperio ni liderazgo que sea eterno. La historia es cíclica, y los excesos suelen conducir al mismo desenlace. En México y en el mundo, las trayectorias políticas están marcadas por ascensos meteóricos y caídas estrepitosas. Basta con observar cómo en cada sexenio surgen figuras que, creyendo haber conquistado la cima, terminan en el olvido o el descrédito. Quienes llegan al poder suelen olvidar que su estancia en la cúspide es efímera, que la rueda del destino sigue girando y que lo que hoy es gloria mañana puede ser polvo.

El sistema político parece diseñado para producir nuevos Sísifos, figuras condenadas a empujar sus delitos cuesta arriba, solo para verlos rodar nuevamente cuando cambian las administraciones. Cada sexenio, cada legislatura, cada relevo de poder trae consigo un ajuste de cuentas disfrazado de justicia o renovación, donde los caídos de ayer se convierten en los verdugos de hoy y los actuales intocables pronto serán las nuevas piezas sacrificables. La impunidad no es eterna, pero sí cíclica, y quienes creen haber asegurado su permanencia descubren, tarde o temprano, que la roca siempre vuelve a caer.

Las reformas, los cambios de gobierno y los giros políticos no son más que un nuevo acto en esta obra repetitiva, donde las promesas de castigo a la corrupción se mezclan con la selectividad de la justicia. Los escándalos que hoy cimbran las instituciones terminan convertidos en anécdotas cuando el tiempo y la indiferencia los diluyen, hasta que nuevos nombres ocupan los titulares y el proceso vuelve a empezar. En este juego de relevos, algunos consiguen deslizarse entre las grietas del sistema, mientras que otros terminan aplastados por el peso de sus propias ambiciones.

Y así, en un ciclo interminable, la historia se repite de forma tal que la pregunta no es si caerán, sino cuándo y con qué consecuencias. Algunos lo harán con estrépito, arrastrando consigo estructuras enteras y exhibiendo las miserias del sistema; otros, con sigilo, desaparecerán en la sombra de negociaciones y pactos que les garanticen una caída suave. Pero la constante es ineludible: nadie se mantiene en la cumbre para siempre, y aquellos que creen haber burlado el destino solo están posponiendo lo inevitable.

La enseñanza es clara: la política requiere mesura, prudencia y un entendimiento profundo de la transitoriedad del poder. Nadie es eterno en el cargo, y quienes lo olvidan terminan consumidos por el peso de sus propias decisiones.

En la vida, como en la política, el equilibrio lo es todo. El dinero, el éxito y la influencia pueden convertirse en espejismos que hacen olvidar el propósito inicial. La historia nos ha enseñado que aquellos que se ven a sí mismos como intocables, como dueños de un destino inalterable, terminan siendo arrastrados por la corriente de su propia soberbia. La verdadera habilidad no está en acumular poder, sino en administrarlo sin perder el sentido de la realidad.

El desafío es claro: no ser Ícaro ni Sísifo, sino aprender a volar sin olvidar que siempre habrá una caída, y a empujar la piedra con la consciencia de que el esfuerzo nunca es definitivo. Porque en la política, como en la vida, nadie es eterno en la cumbre, y solo aquellos que lo entienden logran caer con dignidad y levantarse con sabiduría.

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