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NACIONALES

El execrable plan B

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

El plan B es inconstitucional, es un plan perverso, regresivo y perjudicial para el buen desarrollo de los procesos electorales, el presidente lo sabe pero lo impulsa porque así satisface una personal vendetta contra el Instituto Nacional Electoral y algunos de sus consejeros.

Ya se ha dicho bastante sobre los efectos negativos que traerá la aplicación de éstas reformas aprobadas. Una mayoría de ex consejeros electorales han advertido las graves implicaciones para la organización de las elecciones y en consecuencia sobre la credibilidad, la certeza y la confianza en los procesos electorales.

A ellos se han sumado innumerables voces de organizaciones y de comunicadores y formadores de opinión, esgrimiendo razones, no solo de teoría de la democracia sino también sobre la operatividad y la supervisión para que se cumplan las normas en la materia. Todas las voces se han perdido en el vacío, no hay receptividad en el lado gubernamental.

Ahora, con el más burdo, abyecto y servil comportamiento de los legisladores de Morena y sus aliados, en el más desaseado procedimiento legislativo de que se tenga memoria, se aprobaron reformas a las leyes que rigen los procesos electorales y al INE, una vez que el intento por reformar la Constitución General de la República fue abortado y como dijo Julio César al cruzar el Rubicón, “Alea jacta est” la suerte está echada, y solo resta confiar en la independencia del Poder Judicial, en la conciencia y convicción jurídica y moral de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, para evitar que el atropello a la Constitución y al avance democrático del país se consume.

Definitivamente no se puede considerar a la regresión propuesta un avance democrático, aunque el discurso oficial diga lo contrario, pues el retroceso es evidente, tanto en la organización de los procesos como en los procedimientos que dan certidumbre al conteo de votos y a los resultados, sin embargo, hay otros aspectos inmersos en el famoso plan B que deben preocuparnos, además de los que ya se han señalado y estos se encuentran en el análisis de las motivaciones que originaron este abominable plan.

No es un secreto que el presidente, en su larga lista de agravios, guarda la convalidación por el entonces IFE, de la elección de 2006, que perdió por reducido margen, aduciendo un fraude que no pudo comprobar.

Tampoco es desconocido que ha considerado un insulto que los Consejeros electorales hayan combatido su decisión de que nadie en la administración pública gane más que él, y en particular también el hecho real de que el presupuesto del actual INE sea multimillonario sin razonar que en este se incluye el financiamiento de los partidos, el mantenimiento del registro de electores, la supervisión permanente de los partidos políticos y las campañas, locales y federales, entre otras tareas. No se quiso escuchar esas razones y en cambio el discurso oficial se encargó de influir en la opinión pública insinuando un alto gasto en viáticos y lujos de los consejeros.

En el origen del plan B se asoma un interés perverso, pues se le hace daño a una institución por venganza, para satisfacción personal y sobre todo para demostrar a quienes marcharon para exigir que el INE no se toca, que en efecto y porque él así lo quiere, el INE sí se toca.

Pero la razón de mayor peso radica en la obsesión por conservar el poder para el movimiento que encabeza, en la aviesa intención de quitarle dientes al órgano rector del proceso para sancionar las violaciones a la normatividad electoral que han venido realizando sus candidatos y aspirantes utilizando recursos públicos, y en la total libertad que busca para llevar a cabo una elección de estado.

En efecto México tiene una democracia cara, producto fundamentalmente de la desconfianza en los procesos electorales, de la necesidad de mantener contenidos los apoyos oscuros a candidatos y partidos, de mantener al gobierno sin influencia en las decisiones del pueblo, de darle al país y a los contendientes certidumbre y confianza en los resultados electorales que es un ingrediente fundamental para la gobernabilidad y la estabilidad social, pero así lo quisieron cuando eran oposición. Sale caro satisfacer las exigencias de antaño que hoy, en el poder, no les acomodan.

Cierto es que hay margen para que, con racionalidad se pueda eficientar el gasto, pero un recorte como el que se plasma en el plan B lo único que exhibe es la necesidad de seguir consumiendo fondos y reservas para financiar políticas clientelares, sin reparar en el daño causado a instituciones de servicio e interés nacional. Organizar una elección con un padrón de casi 100 millones de electores es una tarea que cuesta, vigilar una proceso como el de 2024, en el que se habrán de elegir además del presidente de la república, 500 diputados,128 senadores, 8 gubernaturas más las elecciones locales concurrentes no es barato, ni se puede hacer con funcionarios improvisados, contratados eventualmente, sin tiempo ni dinero para una capacitación adecuada, a no ser que pretendan los autores del plan B, que las votaciones se realicen a mano alzada y que cada candidato gaste y reciba dinero de cualquier origen. Más responsabilidad y menos reacciones viscerales es lo que se esperaría de un gobierno que se precia de demócrata, mientras exhibe el rostro del autoritarismo en sus acciones.

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CARTÓN POLÍTICO

¿Dormirá tranquilo en Madrid?

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JALISCO

La justicia, un privilegio inalcanzable: Teuchitlán, la negación como crimen de Estado

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

Hay maneras múltiples de negar un crimen, formas infinitas de enterrar un cuerpo, procedimientos diversos para desaparecer personas, ideas, realidades. En México, especialmente en Jalisco, el gobierno parece haberlas aprendido todas. El más reciente y grotesco episodio de negación oficial se escenifica alrededor de un rancho en Teuchitlán, cuyo nombre, «Izaguirre», se volvió sinónimo del horror: fosas, huesos quemados, restos calcinados, zapatos sin dueño.

Pero, según la fiscalía general del Estado, allí nunca hubo hornos crematorios. Así lo dijeron, con palabras oficiales, tranquilas, demasiado tranquilas, con la frialdad de quien niega para no actuar.

Héctor Flores, vocero del colectivo Luz de Esperanza, habla con el tono cansado de quien ya conoce todas las versiones oficiales. «Quieren minimizar la crisis, callar lo que dicen las familias y los medios», señala. No habla desde la teoría; lo suyo es la práctica cotidiana de una búsqueda desesperada, un intento de hacer justicia con propias manos, mientras el Estado responde con burocracia y negaciones. Y no habla solo de Teuchitlán, sino de una realidad que atraviesa todo México: más de 15,000 desaparecidos solo en Jalisco y decenas de miles más en todo el país. Números que aumentan, cifras que no despiertan acción sino indiferencia.

«La confianza está en las familias, no en las instituciones», sentencia Flores. Las palabras golpean con fuerza porque reflejan una verdad ya inocultable: el Estado ha dejado hace tiempo de ser garante de seguridad para convertirse en cómplice por omisión, por negligencia, por indiferencia. Flores lo explica sencillo, pero la simplicidad de su denuncia encierra toda la complejidad del fracaso institucional: «La federación no puede lavarse las manos echándole la culpa a los estados. La delincuencia organizada es competencia federal y tienen que actuar».

Pero México es el país donde los gobiernos siempre encuentran razones para no actuar. La Fiscalía argumenta que necesita denuncias formales para iniciar carpetas de investigación. Las familias responden que denunciar es ponerse en peligro, es exponerse a la violencia del crimen organizado, protegido por autoridades corruptas. La paradoja es brutal: se exige que las víctimas, ya violentadas, vulnerables, amenazadas, sean quienes se arriesguen aún más para hacer el trabajo que el Estado rechaza.

La negativa oficial sobre los hornos de Teuchitlán no solo busca invisibilizar la tragedia, sino evitar las consecuencias internacionales que podría acarrear el reconocimiento de un crimen que claramente constituye una violación masiva de derechos humanos. Flores apunta hacia organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, advirtiendo que esta crisis, de ocurrir en cualquier país europeo, sería inmediatamente calificada como una emergencia global. Pero ocurre en México, donde los muertos pesan menos, donde los desaparecidos son culpables antes que víctimas.

La negación no es solo federal, es también local. Enrique Alfaro, gobernador saliente de Jalisco, dejó en herencia un récord macabro: pasó de 5,000 a más de 15,000 desaparecidos durante su mandato. Colectivos como «Por Amor a Ellxs» recuerdan cómo Alfaro prometió diálogo y puertas abiertas, pero solo entregó indiferencia y abandono. María del Refugio Torres resume así el gobierno de Alfaro: «ineficaz, lleno de omisiones y deficiencias».

Ahora la responsabilidad recae en Pablo Lemus, sucesor político que, al parecer, ante esta prueba está actuando a destiempo. En reuniones en noviembre del año pasado, previas a la toma de poder, Salvador Zamora, quien ahora es secretario general de Gobierno, asistió solo para sacarse la foto. No escuchó, no conversó, no actuó, en esta crisis, no ha aparecido.

La crisis institucional no se detiene en el Ejecutivo. Jonathan Ávila, del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), denunciaba al finalizar la administración de Enrique Alfaro que no había ni siquiera un programa estatal de búsqueda en Jalisco y que el rezago en el Servicio Médico Forense alcanzaba niveles vergonzosos: más de 9,400 cuerpos sin identificar.

Mientras las autoridades siguen negando la realidad, las familias se organizan y protestan. Este sábado pasado, frente al Palacio de Gobierno de Jalisco, más de dos mil personas gritaron consignas claras y dolorosas: «El Estado sí sabía, Alfaro sí sabía». Lo sabían porque es imposible no saberlo, porque los campos del horror no nacen en secreto sino bajo el amparo de complicidades. Daniela Gómez, quien busca a su hermano desaparecido, resume el sentimiento común: «No es posible que haya más de 18,000 desaparecidos y solamente seis buscadores en el gobierno».

La vigilia del sábado fue otra demostración del dolor transformado en resistencia. Héctor Águila Carvajal, padre de otro desaparecido, pidió unidad: «Sigamos uniendo fuerzas, el dolor no cesa». Y no cesa porque la respuesta oficial sigue siendo mínima, burocrática, cínica.

Y lo de que Teuchitlán no se trata de un caso aislado. La lista de sitios donde se repite la tragedia es dolorosamente extensa: desde la macabra «Gallera» en Veracruz hasta los cuerpos disueltos en ácido por el infame «Pozolero» de Tijuana, pasando por la escalofriante cifra de restos en «La Bartolina», Tamaulipas. Un catálogo infernal de barbaries toleradas, acaso protegidas, por autoridades que prefieren mirar hacia otro lado.

Esta crisis no puede seguir siendo escondida bajo excusas burocráticas ni minimizada con comunicados oficiales. Los colectivos lo denuncian: Teuchitlán no es un caso aislado, sino un símbolo más de la impunidad institucionalizada. Héctor Flores alerta sobre al menos seis puntos más similares en Jalisco, que nadie quiere investigar porque nadie quiere reconocer lo evidente.

Desde Madrid hasta Nueva York, mexicanos en el exilio exigen lo básico: reconocer el término «sitios de exterminio», proteger efectivamente a las buscadoras, garantizar justicia y reparación. Es un grito desesperado, es una demanda urgente, y es, sobre todo, una advertencia: la negación no borrará los muertos, solo prolongará el sufrimiento.

Negar lo evidente es una forma más de violencia. México merece más que excusas. Las víctimas merecen más que palabras. Y la justicia, que debería ser obvia, hoy parece un privilegio inalcanzable.

En X @DEPACHECOS

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JALISCO

La bestia de Teuchitlán

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Opinión, por Fernando Plascencia //

¿Qué nos hace humanos? La dichosa pregunta se ha respondido de muchas maneras. Dirían los antiguos que la racionalidad, o que tenemos un alma incrustada y atrapada en el cuerpo que funge como cárcel, o más complejo, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como seres pensantes. La pregunta viene bien ahora.

Lo que ocurrió en Teuchitlán descompone cada supuesto de humanidad. La racionalidad se perdió, llegó el animalismo, se diría, pero ya Mary Midgley vino a decirnos que no hay animal más cruel que el humano, ni el feroz lobo es capaz de desollar a sus presas, porque no son rivales, son presas. ¿Nos distingue el alma? Pero quién con alma sería capaz de cometer atrocidades contra decenas de seres humanos, un desalmado. No se ve más el reflejo del alma en los ojos, los ojos solo reflejan desdicha y sufrimiento.

No importa a dónde vayamos, la violencia nos persigue y nos hace cada vez menos humanos. Nos persigue para condenarnos y llevarnos de su mano. Como sociedad no hemos sido capaces de evitarla. Como humanidad nos sentamos en comunidad, creamos normas, para no hacernos daño los unos a los otros, cuán lejos nos sabemos de eso.

El contrato social que nos hizo humanos en el principio – cuál principio – se rompe y se rompe a cada rato. Teuchitlán lo confirma, el desmoronamiento de lo que creíamos nos quita lo humano. ¿Qué somos ya?

Desde hace años se habla de deshumanización, de una extrañeza que nos invade y nos hace menos humanos. ¿Somos menos humanos con cada tragedia como la de Teuchitlán? ¿El humano que se atrevió a tanto con qué será comparado? No hay más comparación que con el mismo humano. La bestia que llevamos dentro emerge y no como bestia de la naturaleza, sino como la bestia que no conoce el límite moral, porque sí hay animales que viven con una moralidad más digna.

Nuestra humanidad se encuentra extraviada y con símbolos y con ríos de sangre y dolor lo comprobamos. 400 zapatos son la muestra de una capacidad infinita de derrotar al rival como sea necesario y con los medios que se tengan al alcance, pero más que derrotar al rival nos derrotamos a nosotros mismos. Fuimos capaces de crear un Estado, tan sofisticado en algunas partes con instituciones que resuelven el más pequeño inconveniente público, pero ahora no somos capaces de protegernos.

La humanidad se nos va de las manos, eso que se propuso como proyecto de humanidad no quedó más que en el papel de tratados morales y filosóficos. El trazado racional que por mucho tiempo hemos tratado de seguir se tambalea y estamos a la deriva no solo de una razón instrumental, sino de una lógica de violencia por la violencia. Lo que creamos para servirnos de protección ha dejado de servirnos y ha servido para incrementarla – la violencia -, con disposición para que unos cuanto sigan al margen. Pero lo que se predice es que la violencia está por atacarnos a todos y de una vez por todas no habrá quién se salve, será responder o morir.

Más que nunca es falso que somos los seres del centro de la vida social, qué limitados estamos para salir de la violencia, y es que ningún impulso nos ha sacado de ese baño de sangre. Divinizar la violencia es el camino más torpe que pudimos tomar o ¿será que el exceso de libertad nos trajo hasta aquí?

Lo que ocurrió en Teuchitlán debe ser llamado como uno de los peores actos que como sociedad nos han ocurrido. Qué lejos nos pone de una idea de sociedad que seguimos compartiendo muchos, donde la violencia debe ser el instinto más controlable que tengamos. La violencia es biológicamente natural, pero debemos entender cómo moderarla y evitar que los conflictos lleguen a más. La información más valiosa que tenemos es que la violencia no es el único impulso que tenemos, ni el mejor, sino que tenemos instintos que juegan un papel fundamental como sociedades: la cooperación o la empatía.

No reforzar la violencia y sus conductas es vital como humanidad, si no es real que el hombre es lobo para el hombre es porque tenemos más caminos y Teuchitlán no es el destino ineludible del que no podamos escapar, sino debe ser el inicio de entender que como sociedad y humanidad no es lo que queremos muchas, pero muchas personas.

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