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NACIONALES

Símbolo de resistencia y esperanza: El último acto de Ifigenia Martínez

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

La noche del 5 de octubre terminó con una mezcla de esperanza y duelo. A solo cuatro días de entregar la banda presidencial a la primera mujer en asumir el cargo más alto de la nación, la política mexicana, Ifigenia Martínez, falleció – según la información de la Cámara de Diputados – a los 99 años. La noticia sacudió las redes sociales, donde la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo lamentaba la pérdida de una de las figuras más influyentes de la izquierda en México.

La historia de Ifigenia Martínez es la crónica de un país que se resiste a quedarse en las sombras del pasado. Nacida en 1925, en un México en constante cambio, Ifigenia fue una pionera en todos los sentidos. Fue la primera mujer mexicana en obtener un posgrado en Economía por la Universidad de Harvard, y su vida entera fue una lucha constante por la justicia, la igualdad y la democracia.

Su trayectoria marcó el rumbo de la política mexicana durante décadas, desde su papel como cofundadora de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) hasta su participación como una de las fundadoras del Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Los últimos días de Ifigenia estuvieron marcados por la fragilidad física, pero su espíritu seguía tan fuerte como siempre. El 1 de octubre, a sus 99 años, llegó en silla de ruedas al pleno del Congreso General para presidir la sesión en la que Claudia Sheinbaum recibiría la banda presidencial. Fue un momento histórico, el culmen de una lucha que Ifigenia había comenzado décadas atrás, cuando junto a Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, desafió el poder hegemónico del PRI y ayudó a cimentar los ideales de la izquierda moderna en México.

Aquel histórico 1 de octubre, Ifigenia tenía preparado un discurso. Un mensaje dirigido a Sheinbaum, que no solo celebraba su ascenso a la Presidencia, sino que también reconocía a las mujeres que, como ella, habían allanado el camino. Sin embargo, la salud le jugó una mala pasada y no pudo pronunciar esas palabras. Su estado físico ya no le permitía hablar con la misma energía de antaño, pero el peso de su presencia era innegable. A pesar de su edad avanzada y las complicaciones respiratorias que la obligaron a utilizar un tanque de oxígeno, Ifigenia se aferró a su deber. Presidió la ceremonia y entregó la banda presidencial, cumpliendo con uno de los actos más simbólicos de su vida política.

Aquella ceremonia, sin embargo, no estuvo exenta de momentos tensos. Los empujones de los diputados que querían fotografiarse con Sheinbaum provocaron que el tubo de oxígeno de Ifigenia se obstruyera, generando un breve caos. La propia Ifigenia, consciente de su delicado estado, alertó a Sheinbaum, quien, preocupada, pidió que se atendiera a la maestra de inmediato. El personal de Protección Civil intervino rápidamente, retirando a Ifigenia del tumulto. Fue un momento tenso, pero la maestra no permitió que su salud interfiriera con el evento. Ese 1 de octubre, cumplió con su misión y entregó la banda presidencial, aunque sin leer su discurso.

El mensaje que Ifigenia no pudo dar quedó escrito como testamento de su lucha incansable. “Hoy nos encontramos aquí en este recinto solemne de la democracia mexicana como testigos de un momento que marca un antes y un después en nuestra historia: la toma de protesta de la doctora Claudia Sheinbaum Pardo como la primera mujer presidenta de México”, comenzaba el texto. Aquel discurso era la culminación de su vida, un reconocimiento no solo al logro de Sheinbaum, sino a todas las mujeres que habían luchado a lo largo de los años por hacer posible lo impensable: que una mujer llegara a la Presidencia de México.

El legado de Ifigenia Martínez es amplio y profundo. Fue una académica destacada, directora de la Escuela Nacional de Economía de la UNAM en 1967, y una defensora férrea de la autonomía universitaria. En su juventud, trabajó como asesora del secretario de educación pública Jaime Torres Bodet, y más tarde ocupó cargos de alto nivel en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Sin embargo, su verdadero impacto se sintió en la política, donde, junto a otros líderes de la izquierda, contribuyó a transformar el panorama político mexicano.

Fundar el PRD en 1989, junto a Cárdenas y Muñoz Ledo, fue un acto de desafío, una ruptura con el viejo régimen del PRI que controlaba el país desde hacía décadas. Ifigenia, una mujer que había sido criada en las filas del PRI, supo cuándo era el momento de renunciar a un partido que ya no representaba sus ideales. Su vida estuvo marcada por decisiones valientes, pero siempre tomadas con el firme propósito de luchar por un México más justo y democrático.

En los años siguientes, su figura se consolidó como una de las más importantes de la izquierda mexicana. Fue la primera senadora por el Distrito Federal representando a un partido de oposición, y su influencia no solo se limitó al PRD. En los últimos años de su vida, se unió a Morena, el partido fundado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, con quien también compartió una visión de un país diferente.

El sábado pasado, cuando la noticia de su fallecimiento se hizo pública, las reacciones no tardaron en llegar. Claudia Sheinbaum, la primera presidenta de México, a quien Ifigenia había entregado la banda presidencial solo unos días antes, expresó su dolor en un mensaje en redes sociales: “El 2 de junio voté por Ifigenia Martínez, una mujer consecuente y de convicciones. El 1 de octubre recibí la banda presidencial de sus manos. Hoy nos dejó. Hasta siempre, querida maestra Ifigenia”.

La partida de Ifigenia Martínez deja un vacío en la política mexicana, pero su legado permanecerá en la memoria colectiva de quienes compartieron sus ideales. Fue una luchadora incansable por la democracia, una mujer que rompió barreras y abrió caminos para las futuras generaciones. Su vida, marcada por la coherencia y el compromiso con las causas sociales, es un recordatorio de que la política puede ser un acto de servicio, y que las convicciones, cuando son firmes, pueden cambiar el curso de la historia.

La maestra Ifigenia, como muchos la llamaban con cariño, no pudo dar su último discurso, pero su vida entera fue un mensaje claro: la lucha por la justicia y la igualdad nunca termina, y las mujeres tienen un papel central en esa transformación. Hoy, más que nunca, su figura se erige como símbolo de resistencia y de esperanza para un México que sigue buscando su camino hacia la democracia plena. Hasta siempre, Maestra Ifigenia.

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CARTÓN POLÍTICO

¿Dormirá tranquilo en Madrid?

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JALISCO

La justicia, un privilegio inalcanzable: Teuchitlán, la negación como crimen de Estado

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

Hay maneras múltiples de negar un crimen, formas infinitas de enterrar un cuerpo, procedimientos diversos para desaparecer personas, ideas, realidades. En México, especialmente en Jalisco, el gobierno parece haberlas aprendido todas. El más reciente y grotesco episodio de negación oficial se escenifica alrededor de un rancho en Teuchitlán, cuyo nombre, «Izaguirre», se volvió sinónimo del horror: fosas, huesos quemados, restos calcinados, zapatos sin dueño.

Pero, según la fiscalía general del Estado, allí nunca hubo hornos crematorios. Así lo dijeron, con palabras oficiales, tranquilas, demasiado tranquilas, con la frialdad de quien niega para no actuar.

Héctor Flores, vocero del colectivo Luz de Esperanza, habla con el tono cansado de quien ya conoce todas las versiones oficiales. «Quieren minimizar la crisis, callar lo que dicen las familias y los medios», señala. No habla desde la teoría; lo suyo es la práctica cotidiana de una búsqueda desesperada, un intento de hacer justicia con propias manos, mientras el Estado responde con burocracia y negaciones. Y no habla solo de Teuchitlán, sino de una realidad que atraviesa todo México: más de 15,000 desaparecidos solo en Jalisco y decenas de miles más en todo el país. Números que aumentan, cifras que no despiertan acción sino indiferencia.

«La confianza está en las familias, no en las instituciones», sentencia Flores. Las palabras golpean con fuerza porque reflejan una verdad ya inocultable: el Estado ha dejado hace tiempo de ser garante de seguridad para convertirse en cómplice por omisión, por negligencia, por indiferencia. Flores lo explica sencillo, pero la simplicidad de su denuncia encierra toda la complejidad del fracaso institucional: «La federación no puede lavarse las manos echándole la culpa a los estados. La delincuencia organizada es competencia federal y tienen que actuar».

Pero México es el país donde los gobiernos siempre encuentran razones para no actuar. La Fiscalía argumenta que necesita denuncias formales para iniciar carpetas de investigación. Las familias responden que denunciar es ponerse en peligro, es exponerse a la violencia del crimen organizado, protegido por autoridades corruptas. La paradoja es brutal: se exige que las víctimas, ya violentadas, vulnerables, amenazadas, sean quienes se arriesguen aún más para hacer el trabajo que el Estado rechaza.

La negativa oficial sobre los hornos de Teuchitlán no solo busca invisibilizar la tragedia, sino evitar las consecuencias internacionales que podría acarrear el reconocimiento de un crimen que claramente constituye una violación masiva de derechos humanos. Flores apunta hacia organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, advirtiendo que esta crisis, de ocurrir en cualquier país europeo, sería inmediatamente calificada como una emergencia global. Pero ocurre en México, donde los muertos pesan menos, donde los desaparecidos son culpables antes que víctimas.

La negación no es solo federal, es también local. Enrique Alfaro, gobernador saliente de Jalisco, dejó en herencia un récord macabro: pasó de 5,000 a más de 15,000 desaparecidos durante su mandato. Colectivos como «Por Amor a Ellxs» recuerdan cómo Alfaro prometió diálogo y puertas abiertas, pero solo entregó indiferencia y abandono. María del Refugio Torres resume así el gobierno de Alfaro: «ineficaz, lleno de omisiones y deficiencias».

Ahora la responsabilidad recae en Pablo Lemus, sucesor político que, al parecer, ante esta prueba está actuando a destiempo. En reuniones en noviembre del año pasado, previas a la toma de poder, Salvador Zamora, quien ahora es secretario general de Gobierno, asistió solo para sacarse la foto. No escuchó, no conversó, no actuó, en esta crisis, no ha aparecido.

La crisis institucional no se detiene en el Ejecutivo. Jonathan Ávila, del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), denunciaba al finalizar la administración de Enrique Alfaro que no había ni siquiera un programa estatal de búsqueda en Jalisco y que el rezago en el Servicio Médico Forense alcanzaba niveles vergonzosos: más de 9,400 cuerpos sin identificar.

Mientras las autoridades siguen negando la realidad, las familias se organizan y protestan. Este sábado pasado, frente al Palacio de Gobierno de Jalisco, más de dos mil personas gritaron consignas claras y dolorosas: «El Estado sí sabía, Alfaro sí sabía». Lo sabían porque es imposible no saberlo, porque los campos del horror no nacen en secreto sino bajo el amparo de complicidades. Daniela Gómez, quien busca a su hermano desaparecido, resume el sentimiento común: «No es posible que haya más de 18,000 desaparecidos y solamente seis buscadores en el gobierno».

La vigilia del sábado fue otra demostración del dolor transformado en resistencia. Héctor Águila Carvajal, padre de otro desaparecido, pidió unidad: «Sigamos uniendo fuerzas, el dolor no cesa». Y no cesa porque la respuesta oficial sigue siendo mínima, burocrática, cínica.

Y lo de que Teuchitlán no se trata de un caso aislado. La lista de sitios donde se repite la tragedia es dolorosamente extensa: desde la macabra «Gallera» en Veracruz hasta los cuerpos disueltos en ácido por el infame «Pozolero» de Tijuana, pasando por la escalofriante cifra de restos en «La Bartolina», Tamaulipas. Un catálogo infernal de barbaries toleradas, acaso protegidas, por autoridades que prefieren mirar hacia otro lado.

Esta crisis no puede seguir siendo escondida bajo excusas burocráticas ni minimizada con comunicados oficiales. Los colectivos lo denuncian: Teuchitlán no es un caso aislado, sino un símbolo más de la impunidad institucionalizada. Héctor Flores alerta sobre al menos seis puntos más similares en Jalisco, que nadie quiere investigar porque nadie quiere reconocer lo evidente.

Desde Madrid hasta Nueva York, mexicanos en el exilio exigen lo básico: reconocer el término «sitios de exterminio», proteger efectivamente a las buscadoras, garantizar justicia y reparación. Es un grito desesperado, es una demanda urgente, y es, sobre todo, una advertencia: la negación no borrará los muertos, solo prolongará el sufrimiento.

Negar lo evidente es una forma más de violencia. México merece más que excusas. Las víctimas merecen más que palabras. Y la justicia, que debería ser obvia, hoy parece un privilegio inalcanzable.

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JALISCO

La bestia de Teuchitlán

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Opinión, por Fernando Plascencia //

¿Qué nos hace humanos? La dichosa pregunta se ha respondido de muchas maneras. Dirían los antiguos que la racionalidad, o que tenemos un alma incrustada y atrapada en el cuerpo que funge como cárcel, o más complejo, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como seres pensantes. La pregunta viene bien ahora.

Lo que ocurrió en Teuchitlán descompone cada supuesto de humanidad. La racionalidad se perdió, llegó el animalismo, se diría, pero ya Mary Midgley vino a decirnos que no hay animal más cruel que el humano, ni el feroz lobo es capaz de desollar a sus presas, porque no son rivales, son presas. ¿Nos distingue el alma? Pero quién con alma sería capaz de cometer atrocidades contra decenas de seres humanos, un desalmado. No se ve más el reflejo del alma en los ojos, los ojos solo reflejan desdicha y sufrimiento.

No importa a dónde vayamos, la violencia nos persigue y nos hace cada vez menos humanos. Nos persigue para condenarnos y llevarnos de su mano. Como sociedad no hemos sido capaces de evitarla. Como humanidad nos sentamos en comunidad, creamos normas, para no hacernos daño los unos a los otros, cuán lejos nos sabemos de eso.

El contrato social que nos hizo humanos en el principio – cuál principio – se rompe y se rompe a cada rato. Teuchitlán lo confirma, el desmoronamiento de lo que creíamos nos quita lo humano. ¿Qué somos ya?

Desde hace años se habla de deshumanización, de una extrañeza que nos invade y nos hace menos humanos. ¿Somos menos humanos con cada tragedia como la de Teuchitlán? ¿El humano que se atrevió a tanto con qué será comparado? No hay más comparación que con el mismo humano. La bestia que llevamos dentro emerge y no como bestia de la naturaleza, sino como la bestia que no conoce el límite moral, porque sí hay animales que viven con una moralidad más digna.

Nuestra humanidad se encuentra extraviada y con símbolos y con ríos de sangre y dolor lo comprobamos. 400 zapatos son la muestra de una capacidad infinita de derrotar al rival como sea necesario y con los medios que se tengan al alcance, pero más que derrotar al rival nos derrotamos a nosotros mismos. Fuimos capaces de crear un Estado, tan sofisticado en algunas partes con instituciones que resuelven el más pequeño inconveniente público, pero ahora no somos capaces de protegernos.

La humanidad se nos va de las manos, eso que se propuso como proyecto de humanidad no quedó más que en el papel de tratados morales y filosóficos. El trazado racional que por mucho tiempo hemos tratado de seguir se tambalea y estamos a la deriva no solo de una razón instrumental, sino de una lógica de violencia por la violencia. Lo que creamos para servirnos de protección ha dejado de servirnos y ha servido para incrementarla – la violencia -, con disposición para que unos cuanto sigan al margen. Pero lo que se predice es que la violencia está por atacarnos a todos y de una vez por todas no habrá quién se salve, será responder o morir.

Más que nunca es falso que somos los seres del centro de la vida social, qué limitados estamos para salir de la violencia, y es que ningún impulso nos ha sacado de ese baño de sangre. Divinizar la violencia es el camino más torpe que pudimos tomar o ¿será que el exceso de libertad nos trajo hasta aquí?

Lo que ocurrió en Teuchitlán debe ser llamado como uno de los peores actos que como sociedad nos han ocurrido. Qué lejos nos pone de una idea de sociedad que seguimos compartiendo muchos, donde la violencia debe ser el instinto más controlable que tengamos. La violencia es biológicamente natural, pero debemos entender cómo moderarla y evitar que los conflictos lleguen a más. La información más valiosa que tenemos es que la violencia no es el único impulso que tenemos, ni el mejor, sino que tenemos instintos que juegan un papel fundamental como sociedades: la cooperación o la empatía.

No reforzar la violencia y sus conductas es vital como humanidad, si no es real que el hombre es lobo para el hombre es porque tenemos más caminos y Teuchitlán no es el destino ineludible del que no podamos escapar, sino debe ser el inicio de entender que como sociedad y humanidad no es lo que queremos muchas, pero muchas personas.

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