OPINIÓN
Culiacán, el fracaso

Metástasis, por Flavio Mendoza //
En este país se ha hecho cada vez más común como tema de conversación el desastre en materia de seguridad, entre niños, jóvenes, adultos y mayores, en escuelas, en los trabajos, se habla de desaparecidos, de homicidios, hasta parece que cada vez nos sorprendemos menos y con normalidad esperamos que se supere la crueldad y los formatos de la criminalidad.
Lo sucedido en Culiacán es la evolución del crimen organizado, que podrá atribuirse a algún expresidente, pero que tienen una historia de origen y evolución en este país, en el que sin duda han sido muchos los responsables incluidos la propia sociedad, no sólo quien tomó la decisión de confrontar a balazos sacando al ejército a las calles, una decisión muy controvertida y cuestionada, en política, principalmente por la oposición, que cuando deja de serlo y se convierte en gobierno no sólo cambió de opinión, sino que se convierte en la misma estrategia corregida y aumentada, hasta hacerlo formal con un cambio constitucional para engendrar a la Guardia Nacional.
Los homicidios en el gobierno del Presidente Andrés Manuel López Obrador no son responsabilidad de él, como tampoco fueron de los anteriores, sin embargo, lo que sí es su responsabilidad es la estrategia y acción para abatir la violencia y la criminalidad, para que se establezca el estado de derecho, que garantice la paz y el bienestar al pueblo, en ello han fallado los anteriores y también el actual. Lo cuestionable en lo que se vivió en la capital de Sinaloa, además de abonar a la descomposición social y deshumanización, es la decisión de un gobierno que se doblegó ante el crimen organizado.
Entre múltiples contradicciones sobre los hechos, el Presidente de la República admite que él respaldó la decisión de soltar a un presunto delincuente justificando que estaba en riesgo la vida de ciudadanos, pero la realidad es que no debió ser una opción el capturar a un capo o salvar vidas, porque al aceptar la negociación sin interlocutores se desencadena una serie consecuencias que alcanza diversos ámbitos. El Presidente evidenció la carencia de una estrategia nacional de seguridad, con una Guardia Nacional que goza con toda la confianza del pueblo pero que no es capaz de combatir a la criminalidad, la decisión de entrar al territorio del narco sin un diagnóstico de sus alcances, pero además sin la posibilidad de reacción ante cualquier emergencia, pues mientras el crimen organizado en 15 minutos sometió a todo un estado, sitiando el territorio, sembrando miedo y sometiendo al orden público, con un despliegue que muestra la superioridad ante las fuerzas armadas, el estado en forma ridícula, vergonzosa y preocupantemente no tuvo reacción.
Quizá no es el único capo que se ha dejado en libertad, pero es el único gobierno que ha admitido como decisión de Estado el dejar libre a un capo; para algunos puede ser una virtud de honestidad, para otros una muestra de debilidad, torpeza y hasta cinismo político, pues se arrodilló al Estado, se entregó la soberanía nacional y se envió un mensaje equivocado para el pueblo y para el mundo, mientras el discurso del presidente sigue sustentado en los otros datos.
Los homicidios en esta administración que abolió la guerra contra el narco, que no reprime al pueblo, incluyendo al narco que también es pueblo, que terminó con el neoliberalismo, que ataca los problemas de origen y que es 99% honesto, tiene estadísticas más altas que los anteriores que hicieron las cosas mal, el presidente AMLO dice que lo que está comprobado es que la estrategia anterior no dio resultados, pues los indicadores de su actual administración tampoco están dando resultados y de mantenerse al ritmo actual serán desastrosos, el discurso de AMLO es el peor enemigo de la 4T, a quien se le juzgará más severamente y no por ser él, sino porque criticó y sigue culpando a pasadas administraciones, por lo que se entiende que conocía el estado que guardaba el país y dijo tenía la solución, los plazos que el fijó en tiempos lo están alcanzando y los resultados ya lo rebasaron, es momento de cambiar y dejar el discurso de odio, que asuma su papel y sea responsable del destino de este país.
@FlavioMendoza_
JALISCO
Crisis de basura en Guadalajara: La ciudad de los desechos, entre la condena y la responsabilidad

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En 79 d.C., cuando el Vesubio enterró Pompeya bajo un manto de cenizas, las calles quedaron petrificadas en el tiempo con todo y sus basuras. Entre ánforas rotas y restos de comida, los arqueólogos encontraron no solo indicios de la vida doméstica, sino también pruebas de que la basura es un lenguaje silencioso que revela la dignidad –o la miseria– de una civilización. Una ciudad que no puede manejar sus residuos termina por convertirse en su propio monumento fúnebre.
Hoy, Guadalajara es testigo de una tragedia menos súbita, pero igualmente reveladora: una crisis de basura que no sólo huele, sino que exhibe las grietas de nuestra convivencia social y de nuestras instituciones.
Durante décadas, la recolección de residuos se delegó a un concesionario privado que prometía eficiencia, modernidad y cobertura total. Con el tiempo, esa promesa se volvió una caricatura: camiones descompuestos, rutas incompletas y montañas de bolsas negras creciendo en esquinas que se convirtieron en muladares improvisados. El colapso del vertedero de Matatlán fue apenas el aviso más evidente de un sistema que llevaba años desmoronándose. Y, sin embargo, la respuesta institucional tardó tanto que llegó un momento en que el problema dejó de ser una anécdota de servicios públicos y se transformó en un riesgo sanitario.
Es verdad que se está intentando recomponer el desastre. La creación del nuevo sistema municipal de recolección y la compra de camiones propios representan un paso importante hacia la autonomía operativa.
Pero la reconstrucción va mucho más allá de la maquinaria: implica restaurar la confianza de los ciudadanos en que pagar su predial, su impuesto de limpia y sus contribuciones significa algo más que financiar burocracias. Porque cuando la basura no se recoge con regularidad, no es raro que la gente la arroje donde puede: baldíos, camellones o cualquier esquina anónima.
La indignación moral que esto provoca es comprensible, pero a veces roza la hipocresía. Es sencillo señalar con el dedo al que, llevado por la desesperación o la precariedad, tira una bolsa en la vía pública. Es más difícil reconocer que un ciudadano que no encuentra un servicio confiable a menudo termina atrapado en un dilema miserable: acumular basura en su casa o dejarla donde estorba menos.
Hace unas semanas, en medio de este panorama, circuló un video donde la presidenta municipal aparecía exhibiendo a un pepenador que descargaba residuos en un terreno baldío. El tono era de denuncia y escarnio. La imagen se viralizó porque concentraba en unos segundos la narrativa más cómoda: la culpa es de los incivilizados, de los sucios, de los otros.
Pero ese gesto –tan cuidadosamente grabado y difundido– omitía una verdad que no cabe en una grabación de treinta segundos: la basura no es responsabilidad exclusiva de quien la tira. También es responsabilidad de quien, desde el gobierno, ha permitido que la recolección colapse y que la infraestructura de disposición final sea insuficiente. Si hay pepenadores que arrojan bolsas en predios, es porque el sistema entero ha normalizado la improvisación.
El problema de fondo es más profundo que una anécdota mediática. La basura es un síntoma que exhibe la incapacidad de planear a largo plazo y de asumir colectivamente la idea de ciudad. En Guadalajara hemos sido expertos en aplazar soluciones, creyendo que la privatización absoluta resolvería lo que en realidad exigía vigilancia, inversión constante y corresponsabilidad social.
Con los tiraderos clandestinos creciendo como hongos después de la lluvia, con vertederos que llegan a su límite y con colonias enteras que pasaron semanas sin servicio, es inevitable preguntarse: ¿por qué permitimos que esto ocurriera? ¿Por qué la discusión pública se reduce a exhibir a los más vulnerables, en lugar de asumir la responsabilidad compartida que implica gobernar una metrópoli de millones de habitantes?
Desde luego que hay ciudadanos que actúan con irresponsabilidad. Nadie puede negar que arrojar basura a la calle es un acto que daña a todos. Pero también es cierto que hay contextos que fomentan la degradación. Un sistema de recolección estable y confiable disminuye la tentación de convertir cualquier esquina en basurero. Una política de educación ambiental consistente reduce la indiferencia. Un gobierno que no se desentiende de su obligación de supervisar concesionarios evita la acumulación crónica de residuos. Y una autoridad que entiende su papel institucional no necesita convertir a un pepenador en chivo expiatorio para distraer de su propia omisión.
La reconstrucción del servicio es una oportunidad para repensar la relación entre la ciudadanía y el municipio. No podemos aspirar a una ciudad limpia si seguimos esperando que sólo el otro se haga cargo: el vecino, el empleado de limpia, el reciclador informal. Tampoco podemos tolerar que los gobiernos utilicen la vergüenza pública como estrategia de legitimación. La dignidad de la ciudad se defiende con acciones, no con videos que criminalizan la pobreza.
Una ciudad se define tanto por su capacidad de producir como por su capacidad de recoger lo que ya no sirve. Si fallamos en lo segundo, todo nuestro discurso sobre modernidad, progreso y calidad de vida se queda en retórica hueca. La basura revela si somos capaces de cooperar o si preferimos vivir en compartimentos estancos, donde cada quien se lava las manos mientras la podredumbre crece en la banqueta.
Es tiempo de entender que la limpieza urbana no es solo un asunto estético. Tiene implicaciones sanitarias, ambientales y éticas. Cada bolsa de basura olvidada en la calle es un recordatorio de nuestra interdependencia. Nadie se salva de los insectos, los malos olores o la contaminación visual. Y nadie puede declararse inocente cuando la ciudad entera se convierte en un basurero al aire libre.
Por ello, sería importante que, en lugar de repetir la vieja estrategia de encontrar culpables individuales, podamos inaugurar una nueva etapa en la que se hable de corresponsabilidad. El Ayuntamiento tiene que garantizar un servicio de recolección eficaz, transparente y continuo. Pero también tiene que convocar a la ciudadanía a asumir su parte.
El reciclaje, la separación de residuos y el respeto a los horarios de recolección son hábitos que requieren voluntad política para ser promovidos. Y esa voluntad no se demuestra con desplantes mediáticos, sino con políticas públicas sostenidas.
La memoria de Pompeya nos recuerda que las ciudades pueden ser sepultadas por lo que no quieren ver: cenizas, escombros, desechos. Guadalajara aún está a tiempo de evitar que su basura se convierta en el testimonio arqueológico de su fracaso colectivo. Pero ese futuro dependerá de nuestra capacidad de dejar atrás la búsqueda de culpables fáciles y de asumir la responsabilidad común de mantener limpia no sólo la calle, sino también la conciencia cívica.
Al final del día, la basura que generamos es el espejo de lo que somos. Si no queremos contemplar un reflejo de desidia y cinismo, más nos vale empezar a recoger, cada quien, desde su trinchera, todo lo que durante años dejamos abandonado. Porque una ciudad limpia no es la que se barre todos los días: es la que no necesita ser barrida con excusas.
JALISCO
Contratación bajo investigación

Luchas Sociales, por Mónica Ortiz //
De los problemas que actualmente enfrenta el Sistema Intermunicipal de Agua Potable y Alcantarillado (SIAPA), el escándalo por la contratación de la conductora de televisión Eli Castro, un personaje polémico que se mantiene en circunstancias similares la mayor parte del tiempo, demuestra una vez más que la política se desvía sin duda del objetivo que debería tener: el bienestar, la transparencia y la calidad de los servidores públicos.
Es muy lamentable que, ante el aumento injustificado de las tarifas de un sistema de agua potable, también saliera a la luz un tema tan desagradable que opaca el servicio público y la política. Este hecho carece de justificación y evidencia corrupción y opacidad.
En este sentido, lo que toca es analizar la intervención de los entes públicos encargados de esclarecer este bochornoso episodio, que afectará la imagen pública del partido que hoy gobierna Jalisco. Será lógicamente imposible justificar que la conductora tenga el perfil para ocupar el cargo de asesora técnica y que la manera de haber llegado a él fue bajo absoluta transparencia y control.
Por lo tanto, que esté en la nómina del SIAPA con un salario de alto rango, comisionada sin asistir, y que argumente públicamente que su caso es un asunto de resentimiento social, por ser una persona que consigue lo que se propone, es un tema delicado que evidencia prácticas de corrupción.
En este contexto, habrá que estar atentos a la intervención de la Fiscalía Anticorrupción del Estado de Jalisco. Las declaraciones de la conductora, involucrada en escándalos mediáticos, también sugieren abiertamente que está a un par de años de jubilarse, tras más de 27 años como servidora pública. Esto resulta enormemente dudoso y podría demostrar que, desde hace más dos décadas, ha estado en las nóminas del servicio público por conocidos en la política.
Entonces, tendríamos que analizar los escándalos de Pensiones del Estado de Jalisco para determinar si esta será una «pensión dorada» para alguien que, presuntamente, nunca fungió como servidora pública. Sería imposible asistir a trabajar y tener dos o tres empleos más; en términos laborales, hablaríamos de incompatibilidad de jornadas laborales.
Por lo tanto, podríamos estar ante la figura coloquialmente llamada «aviadora» —término que se le da a quien cobra en el servicio público, pero no trabaja—. Esta situación es lo más denigrante que puede tener un gobierno en funciones.
En Jalisco, contamos con un Sistema Estatal Anticorrupción, del cual se desprende la Fiscalía Anticorrupción, que anunció que abrió una investigación de oficio por la contratación de Eli Castro. El caso de la contratación de Eli Castro en el SIAPA es un claro ejemplo de cómo la corrupción y la opacidad socavan la confianza pública y desvían los recursos que deberían destinarse al bienestar de la ciudadanía.
Más allá de la legalidad de la contratación en sí, lo verdaderamente preocupante es la aparente falta de transparencia en el proceso y la ausencia de un perfil técnico idóneo para el puesto de asesor técnico. Esto, sumado a las declaraciones de la propia conductora sobre sus años de «servicio» y una posible «pensión dorada», pinta un panorama alarmante de prácticas arraigadas en el sistema político y público.
La intervención de la Fiscalía Anticorrupción de Jalisco es crucial en este punto. No solo debe investigar a fondo las denuncias de nepotismo y posibles desvíos de recursos, sino que también tiene la obligación de comunicar los hallazgos de manera transparente y abierta a la sociedad.
Es imperativo que se apliquen las sanciones correspondientes a quienes resulten responsables, tanto a la persona que cobró posiblemente sin trabajar, como a quienes permitieron y facilitaron esta situación.
Este episodio no solo afecta la imagen del SIAPA y del partido en el gobierno, sino que también erosiona profundamente la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. Para recuperar esa seguridad, es fundamental que el Sistema Estatal Anticorrupción demuestre su efectividad y que se envíe un mensaje claro: la corrupción no será tolerada y aquellos que abusan de su poder para beneficio personal serán llevados ante la justicia. La calidad de los servidores públicos y la transparencia en la gestión son pilares de un buen gobierno, y este caso es una oportunidad para reafirmarlos.
NACIONALES
Que no son lo que son

Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
En el oficialismo, que incluye en este caso al gobierno, Poder Legislativo y partido, se han empeñado en no reconocer y negar lo que es evidente: la construcción de un Estado policial y la oficialización de la censura gubernamental atacando la libertad de expresión. La conversación se ha seguido en los medios públicos y privados con las voces del régimen negando y la oposición acusando la coartación de las libertades civiles.
Dos son los argumentos oficiales destacados; el primero es la necesidad que tiene el estado de combatir con mayor eficacia al crimen organizado y el segundo es que la oposición exagera para beneficiarse electoralmente y que en realidad ya todo está en la legislación y solo se adecua.
Se puede coincidir en que la presencia criminal se ha extendido territorialmente y diversificado en su actividad delictiva, así como también en que el Estado requiere mejores instrumentos para combatirla; y que bueno que así se piense, pues eso implica que el Estado retome su potestad del uso legítimo de la fuerza para mantener el orden y la observancia de la ley.
En lo que no se puede estar de acuerdo es en que para hacerlo tenga que convertir a toda la población en potenciales delincuentes, sospechosos solo por poseer teléfonos celulares o participar en redes sociales. Poco importa que digan que se requerirá una disposición judicial para escudriñar las vidas de particulares, cuando el nuevo poder judicial está poblado por incondicionales del régimen.
Aceptemos que la presencia criminal se ha extendido territorialmente y diversificado en su actividad delictiva, pero también que las competencias de las policías municipales y de los estados está severamente limitada por falta de recursos que la federación ha preferido destinar a la Guardia Nacional y a las fuerzas armadas, y que la expansión de los grupos delincuentes fue posible por la desidia y la indiferencia de las fuerzas federales dedicadas por seis años a solo hacer presencia y dar abrazos y no balazos, sin descontar la posible connivencia o complicidad de políticos, policías y gobernantes, tolerada con conveniente disimulo.
El giro de timón que ha tenido la estrategia gubernamental, persiguiendo y apresando delincuentes, no sabemos si obedece a una real voluntad de acabar con el problema o solo ha administrarlo en tanto baja la presión del gobierno estadounidense que ha exigido un combate a fondo de los grupos criminales y su asociación con los poderes del Estado. En todo caso, a pesar de los resultados estadísticos favorables, los carteles avanzan y controlan amplias franjas del territorio nacional y no se entiende cómo la censura y el uso faccioso y político de los datos personales puedan coadyuvar a detenerlos.
Se dice también que la nueva CURP con datos biométricos coadyuvará en la búsqueda de personas desaparecidas, así como unificar datos de la población para trámites y servicios. Esto implica un peligro adicional para la ciudadanía, porque conocemos la ineptitud del gobierno para manejar este volumen de información con seguridad y secrecía, y no sería remoto, dada la penetración del crimen en las estructuras gubernamentales, que los datos personales cayeran en malas manos.
Sin embargo, podríamos dar el beneficio de la duda y abonar las buenas intenciones del gobierno, si no fuera por la estructura totalitaria que se está construyendo alrededor.
El ogro filantrópico se ha venido construyendo sistemáticamente. Las bases se sentaron el sexenio anterior y no mintieron al decir que seguiría un segundo piso. Hoy el Estado subsidia y anestesia la pobreza, censura y cohesiona a medios y comentaristas, hizo ficción a la división de poderes, eliminó los órganos e instituciones autónomas e independientes y desnaturalizó a las fuerzas armadas garantes hoy de la seguridad pública.
Lo que queda por hacer es dominar, controlar y sujetar las libertades individuales para hacer imposible la disidencia.
En ese objetivo es donde encuadran todas estas reformas que presentan como útiles para recobrar la seguridad y hacer más efectiva la actuación de las fuerzas armadas utilizando las herramientas de la inteligencia y equipos cibernéticos. No existe en las leyes que han propuesto límite alguno para que el Estado utilice los datos personales para los fines que juzgue convenientes, sean en efecto para perseguir delincuentes o para presionar e intimidar a opositores o a simples ciudadanos.
Ejemplos recientes nos muestran el uso selectivo de la justicia, al menos en el Tribunal electoral en casos de violencia de género y no hay garantía de que esa conducta no se vuelva rutinaria en el régimen en configuración, especialmente cuando desde la tribuna presidencial se trata a los críticos como adversarios y a los opositores como traidores. El uso y abuso faccioso del poder es propio de tiranos, aunque digan que no lo son. La democracia es a partir de ahora, escenografía.
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