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OPINIÓN

El placer de enseñar: Ama ¡y haz lo que quieras!

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Educación, por Isabel Venegas //

La educación es uno de los actos de amor más puros y elementales de la humanidad; enseñar a otros implica generosidad, paciencia, inteligencia, el anhelo de que la otra persona pueda hacer con el tesoro que se le ha otorgado muchísimas cosas buenas, tanto para su vida como para la de los demás.

Enseñar es compartir el poder, y posibilitar el empoderamiento de alguien más implica liberar de ataduras que desde la ignorancia son prácticamente imposibles de romper; en primer lugar porque no se tiene la capacidad de analizar las razones que provocan la problemática, así como la vinculación con sus consecuencias, pero además, porque solo cuando se tiene acceso a las herramientas para la reflexión profunda se puede generar el ambiente propicio de transformación y emancipación.

Pensadores como Paulo Freire concebían a la educación como la única forma en la que se pueden diseñar los proyectos de mejora social; por ejemplo, los trabajadores no se dan cuenta que están siendo explotados sino hasta que poseen los elementos con los cuales pueden observar desde una mirada diferente a la habitual, la relación de capital, producción y generación de materias primas, concibiendo tanto la razón de su situación como también las posibilidades para aprovechar los recursos de una forma diferente. Por otro lado, esos mismos jornaleros pueden ser presa de “falsos libertadores”, educadores – actores que se aprovechan de la simple intuición de las carencias para la manipulación, líderes solo explotan las técnicas psicopedagógicas para beneficio propio.

Comunidades enteras han caído en las garras de ese tipo de pseudo-paladines, que cuando terminan por darse cuenta que lo que les prometieron no se cumplió (porque se redujo a promesas puestas en manos de otros), se tendrán que encontrar siendo tan esclavos, tan pobres y tan carentes como antes, sino es que más. La situación se vuelve mucho más insoportable, la carencia se vuelve más evidente y se recrudece por una peligrosa combinación entre lo aspiracional y el fracaso, es por eso que las pedagogías críticas no son cosa fácil, requieren mucho esfuerzo, un gran compromiso y forman parte de proyectos a largo plazo.

La pobreza, la violencia intrafamiliar, el abuso en casi todos los sentidos y la cada vez más renovada segregación clasista, no pueden ser tratadas con medidas artificiosas o estéticas. ¿Cómo salvar a quien no quiere ser salvado? El compromiso de la educación es pues desde la raíz, desde el entendimiento de abrir espacios para la reflexión, la construcción de agendas bien fundamentadas en la participación comunitaria, donde no se deba de cumplir el currículo estandarizado solo como forma administrativa de hacer evidente un logro gubernamental.

Siendo así, la educación no se puede entender desde el reduccionismo de la escolarización o la aplicación de metodologías a corto plazo; por el contrario, lograr tocar el corazón de los estudiantes, y reflexionar juntos acerca de sus entornos y posibilidades, debe estar plasmado en los fines mismos de cada diseño metodológico, de lo contrario es muy fácil caer en rutinas y en el cumplimiento de tareas mecanizadas no solo por los alumnos, sino por todo el sistema escolar.

Y es que si regresamos a la relación de conceptos Amor = Educación, significa que del mismo modo debemos entender al amor como algo que está ligado como elemento intrínseco de la trascendencia del ser humano, opuesto a la simplicidad de símbolos comerciales: un corazón, unos chocolates o una relación materializada. Es precisamente el pensamiento de San Agustín, filósofo y teólogo, quien introdujo la “afectividad” en la ética, misma que había sido relegada por los teóricos griegos al considerarla como algo irracional y superfluo.

No es esta la aportación más importante de la obra del santo considerado uno de los padres de la filosofía occidental, pero sí es una de las partes más llamativas puesto que para muchos, es el amor lo único que nos salva, la fuerza con la que podemos mantenernos unidos y la forma en la que podemos asegurar que seguimos siendo humanos.

Bueno será reflexionar sobre nuestros propios conceptos del amor y la entrega, de la defensa de los derechos del otro y de las posibilidades que todavía tenemos a pesar de los sismos sociales que estamos enfrentando cada día. Si el año 2020 fue caótico, el 2021 no parece querer quedarse atrás, eventos que nunca antes pudimos haber imaginado, de no ser por películas bizarras y excéntricas.

Hoy las redes sociales insisten en frenar la expresión mediante mecanismos de censura y control, ante el miedo comprensible de una transfiguración del poder político y social, sin embargo, será mejor escucharnos decir todas las sandeces que traemos en nuestras locas cabecitas, a fin de que se abran los debates, se reflexione profundamente y se empiecen a proponer estrategias de desarrollo más consensuado.

Amar puede significar querer salvar la vida de otros en medio de una pandemia en la que muchos no creen y prefieren retar a un virus que seguimos sin entender totalmente.

¿Quién se hace responsable por toda la desinformación, por la confusión articulada, por la promesa de soluciones fáciles? Hizo falta la educación que permitiera un análisis real de los riesgos, las consecuencias de no actuar de forma precavida y las implicaciones de nuestras acciones, porque parece que por más medidas de control que se han querido poner, al final de cuentas se han impuesto una serie de eventos desafortunados que solo están provocando la prolongación más de una enfermedad que va dejando a su paso una estela de desgracia y angustia.

Amar entonces sería fortalecer la mirada comunitaria en la que el compromiso de cada acción asume su repercusión en los otros. Los médicos, los profesores, los ancianos, los migrantes, los niños, los policías…, y los que están en la cervecería, en la playa o en un antro clandestino burlando las medidas de contingencia, parecen humanidades diferentes, una disociación que debemos revisar tanto desde su génesis, como en las consecuencias de tener un mundo en el que cada vez se lee más el ¡Que cada quién se rasque con sus uñas!

Si no entendemos al amor como la generosidad, y a la educación como una de sus herramientas más perfectas, pero que a su vez puede jugar en su contra, con un clasismo y un empoderamiento mal entendido; desde la soberbia de quien tiene más títulos y grados cerrando las puertas a quien necesita de esas posibilidades para ubicar su lugar en el mundo, sus talentos y posibilidades de explotación, así como las implicaciones de nuestro paso por este planeta, nos seguiremos acercando peligrosamente a la barbarie y la degradación social.

Mucha falta hará entonces ese lugar de encuentro: el aula, los foros o la mesa que nos congregaba para discutir y analizar, máxime ahora que solo se puede hablar por medios virtuales, mientras que los dueños las principales plataformas virtuales se prestan al juego de la censura y el control robotizado.

San Agustín tal vez ahora diría: Ama, observa, comparte lo que sabes, escucha y así ¡Se hará lo que quieras!

Mat. y M. en C. Isabel Alejandra María Venegas Salazar

E-mail: isa_venegas@hotmail.com

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JALISCO

El horror de Teuchitlán alcanza a Alfaro

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De Frente al Poder, por Óscar Ábrego //

La primera semana de diciembre del año pasado escribí en este espacio una colaboración que titulé “Alfaro y el karma de la vida”.

En esa ocasión afirmé:

Enrique Alfaro deja con su adiós una larga estela de agravios.

“Durante su estancia en el poder siempre privilegió satisfacer su apetito egocéntrico.

“Se sabe muy bien que con el tiempo creció su agrado por la sumisión absoluta de sus colaboradores.

“El control férreo fue su sello particular.

“Incluso algunos de sus chiqueados más cercanos admitían en lo corto que sus furiosas reacciones no eran más que una proyección de su personalidad soberbia e intolerante.

“Se dice del karma que toda acción tiene una consecuencia y que todo lo que se envía al universo volverá a nosotros.

“Si atendemos esto, entonces quizás el ahora ex gobernador de Jalisco debe prepararse para carear las consecuencias de esta ley inevitable”.

No pasó mucho tiempo para que el horror de Teuchitlán lo alcanzara.

Lo que son las cosas, mientras disfrutaba de lo lindo en Europa, se le apareció el rostro macabro de lo que fue su sexenio en materia de desaparecidos.

Las consecuencias serán muchas.

Por lo pronto, me aseguran que Pablo Lemus ni siquiera tiene ganas de responderle las llamadas y que derivado de este y otros asuntos, emprenderá una serie de medidas para despojar a Jalisco y a su gobierno de todo aquello que huela a alfarismo.

Tomar el control de partido MC sería una de sus primeras acciones.

Por cierto, en el centro del drama heredado por Alfaro Ramírez, es pertinente colocar el nombre de quien fue la mente perversa de la pasada gestión: Hugo Luna.

Sabemos que al margen de haber sido el zalamero más cercano, toda decisión institucional pasaba por su aduana, de tal modo que en la mira del actual gobierno su persona se vuelve un objetivo prioritario.

El fuero es un tema que ya está en revisión.

Al respecto, no sé si la justicia se encargará de estos dos personajes; sin embargo tengo fe en que el veredicto de la historia los colocará en el lugar que se merecen, porque ambos –hay que decirlo con toda claridad- se comportaron como unos miserables con los colectivos de padres y madres buscadoras.

Les ignoraron, descalificaron y re-victimizaron.

Por eso creo que podrán escapar de la ley, pero del karma, jamás.

En X: @DeFrentealPoder

*Óscar Ábrego es empresario, consultor en los sectores público y privado, escritor y analista

político.

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JALISCO

La justicia, un privilegio inalcanzable: Teuchitlán, la negación como crimen de Estado

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

Hay maneras múltiples de negar un crimen, formas infinitas de enterrar un cuerpo, procedimientos diversos para desaparecer personas, ideas, realidades. En México, especialmente en Jalisco, el gobierno parece haberlas aprendido todas. El más reciente y grotesco episodio de negación oficial se escenifica alrededor de un rancho en Teuchitlán, cuyo nombre, «Izaguirre», se volvió sinónimo del horror: fosas, huesos quemados, restos calcinados, zapatos sin dueño.

Pero, según la fiscalía general del Estado, allí nunca hubo hornos crematorios. Así lo dijeron, con palabras oficiales, tranquilas, demasiado tranquilas, con la frialdad de quien niega para no actuar.

Héctor Flores, vocero del colectivo Luz de Esperanza, habla con el tono cansado de quien ya conoce todas las versiones oficiales. «Quieren minimizar la crisis, callar lo que dicen las familias y los medios», señala. No habla desde la teoría; lo suyo es la práctica cotidiana de una búsqueda desesperada, un intento de hacer justicia con propias manos, mientras el Estado responde con burocracia y negaciones. Y no habla solo de Teuchitlán, sino de una realidad que atraviesa todo México: más de 15,000 desaparecidos solo en Jalisco y decenas de miles más en todo el país. Números que aumentan, cifras que no despiertan acción sino indiferencia.

«La confianza está en las familias, no en las instituciones», sentencia Flores. Las palabras golpean con fuerza porque reflejan una verdad ya inocultable: el Estado ha dejado hace tiempo de ser garante de seguridad para convertirse en cómplice por omisión, por negligencia, por indiferencia. Flores lo explica sencillo, pero la simplicidad de su denuncia encierra toda la complejidad del fracaso institucional: «La federación no puede lavarse las manos echándole la culpa a los estados. La delincuencia organizada es competencia federal y tienen que actuar».

Pero México es el país donde los gobiernos siempre encuentran razones para no actuar. La Fiscalía argumenta que necesita denuncias formales para iniciar carpetas de investigación. Las familias responden que denunciar es ponerse en peligro, es exponerse a la violencia del crimen organizado, protegido por autoridades corruptas. La paradoja es brutal: se exige que las víctimas, ya violentadas, vulnerables, amenazadas, sean quienes se arriesguen aún más para hacer el trabajo que el Estado rechaza.

La negativa oficial sobre los hornos de Teuchitlán no solo busca invisibilizar la tragedia, sino evitar las consecuencias internacionales que podría acarrear el reconocimiento de un crimen que claramente constituye una violación masiva de derechos humanos. Flores apunta hacia organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, advirtiendo que esta crisis, de ocurrir en cualquier país europeo, sería inmediatamente calificada como una emergencia global. Pero ocurre en México, donde los muertos pesan menos, donde los desaparecidos son culpables antes que víctimas.

La negación no es solo federal, es también local. Enrique Alfaro, gobernador saliente de Jalisco, dejó en herencia un récord macabro: pasó de 5,000 a más de 15,000 desaparecidos durante su mandato. Colectivos como «Por Amor a Ellxs» recuerdan cómo Alfaro prometió diálogo y puertas abiertas, pero solo entregó indiferencia y abandono. María del Refugio Torres resume así el gobierno de Alfaro: «ineficaz, lleno de omisiones y deficiencias».

Ahora la responsabilidad recae en Pablo Lemus, sucesor político que, al parecer, ante esta prueba está actuando a destiempo. En reuniones en noviembre del año pasado, previas a la toma de poder, Salvador Zamora, quien ahora es secretario general de Gobierno, asistió solo para sacarse la foto. No escuchó, no conversó, no actuó, en esta crisis, no ha aparecido.

La crisis institucional no se detiene en el Ejecutivo. Jonathan Ávila, del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), denunciaba al finalizar la administración de Enrique Alfaro que no había ni siquiera un programa estatal de búsqueda en Jalisco y que el rezago en el Servicio Médico Forense alcanzaba niveles vergonzosos: más de 9,400 cuerpos sin identificar.

Mientras las autoridades siguen negando la realidad, las familias se organizan y protestan. Este sábado pasado, frente al Palacio de Gobierno de Jalisco, más de dos mil personas gritaron consignas claras y dolorosas: «El Estado sí sabía, Alfaro sí sabía». Lo sabían porque es imposible no saberlo, porque los campos del horror no nacen en secreto sino bajo el amparo de complicidades. Daniela Gómez, quien busca a su hermano desaparecido, resume el sentimiento común: «No es posible que haya más de 18,000 desaparecidos y solamente seis buscadores en el gobierno».

La vigilia del sábado fue otra demostración del dolor transformado en resistencia. Héctor Águila Carvajal, padre de otro desaparecido, pidió unidad: «Sigamos uniendo fuerzas, el dolor no cesa». Y no cesa porque la respuesta oficial sigue siendo mínima, burocrática, cínica.

Y lo de que Teuchitlán no se trata de un caso aislado. La lista de sitios donde se repite la tragedia es dolorosamente extensa: desde la macabra «Gallera» en Veracruz hasta los cuerpos disueltos en ácido por el infame «Pozolero» de Tijuana, pasando por la escalofriante cifra de restos en «La Bartolina», Tamaulipas. Un catálogo infernal de barbaries toleradas, acaso protegidas, por autoridades que prefieren mirar hacia otro lado.

Esta crisis no puede seguir siendo escondida bajo excusas burocráticas ni minimizada con comunicados oficiales. Los colectivos lo denuncian: Teuchitlán no es un caso aislado, sino un símbolo más de la impunidad institucionalizada. Héctor Flores alerta sobre al menos seis puntos más similares en Jalisco, que nadie quiere investigar porque nadie quiere reconocer lo evidente.

Desde Madrid hasta Nueva York, mexicanos en el exilio exigen lo básico: reconocer el término «sitios de exterminio», proteger efectivamente a las buscadoras, garantizar justicia y reparación. Es un grito desesperado, es una demanda urgente, y es, sobre todo, una advertencia: la negación no borrará los muertos, solo prolongará el sufrimiento.

Negar lo evidente es una forma más de violencia. México merece más que excusas. Las víctimas merecen más que palabras. Y la justicia, que debería ser obvia, hoy parece un privilegio inalcanzable.

En X @DEPACHECOS

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JALISCO

La bestia de Teuchitlán

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Opinión, por Fernando Plascencia //

¿Qué nos hace humanos? La dichosa pregunta se ha respondido de muchas maneras. Dirían los antiguos que la racionalidad, o que tenemos un alma incrustada y atrapada en el cuerpo que funge como cárcel, o más complejo, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como seres pensantes. La pregunta viene bien ahora.

Lo que ocurrió en Teuchitlán descompone cada supuesto de humanidad. La racionalidad se perdió, llegó el animalismo, se diría, pero ya Mary Midgley vino a decirnos que no hay animal más cruel que el humano, ni el feroz lobo es capaz de desollar a sus presas, porque no son rivales, son presas. ¿Nos distingue el alma? Pero quién con alma sería capaz de cometer atrocidades contra decenas de seres humanos, un desalmado. No se ve más el reflejo del alma en los ojos, los ojos solo reflejan desdicha y sufrimiento.

No importa a dónde vayamos, la violencia nos persigue y nos hace cada vez menos humanos. Nos persigue para condenarnos y llevarnos de su mano. Como sociedad no hemos sido capaces de evitarla. Como humanidad nos sentamos en comunidad, creamos normas, para no hacernos daño los unos a los otros, cuán lejos nos sabemos de eso.

El contrato social que nos hizo humanos en el principio – cuál principio – se rompe y se rompe a cada rato. Teuchitlán lo confirma, el desmoronamiento de lo que creíamos nos quita lo humano. ¿Qué somos ya?

Desde hace años se habla de deshumanización, de una extrañeza que nos invade y nos hace menos humanos. ¿Somos menos humanos con cada tragedia como la de Teuchitlán? ¿El humano que se atrevió a tanto con qué será comparado? No hay más comparación que con el mismo humano. La bestia que llevamos dentro emerge y no como bestia de la naturaleza, sino como la bestia que no conoce el límite moral, porque sí hay animales que viven con una moralidad más digna.

Nuestra humanidad se encuentra extraviada y con símbolos y con ríos de sangre y dolor lo comprobamos. 400 zapatos son la muestra de una capacidad infinita de derrotar al rival como sea necesario y con los medios que se tengan al alcance, pero más que derrotar al rival nos derrotamos a nosotros mismos. Fuimos capaces de crear un Estado, tan sofisticado en algunas partes con instituciones que resuelven el más pequeño inconveniente público, pero ahora no somos capaces de protegernos.

La humanidad se nos va de las manos, eso que se propuso como proyecto de humanidad no quedó más que en el papel de tratados morales y filosóficos. El trazado racional que por mucho tiempo hemos tratado de seguir se tambalea y estamos a la deriva no solo de una razón instrumental, sino de una lógica de violencia por la violencia. Lo que creamos para servirnos de protección ha dejado de servirnos y ha servido para incrementarla – la violencia -, con disposición para que unos cuanto sigan al margen. Pero lo que se predice es que la violencia está por atacarnos a todos y de una vez por todas no habrá quién se salve, será responder o morir.

Más que nunca es falso que somos los seres del centro de la vida social, qué limitados estamos para salir de la violencia, y es que ningún impulso nos ha sacado de ese baño de sangre. Divinizar la violencia es el camino más torpe que pudimos tomar o ¿será que el exceso de libertad nos trajo hasta aquí?

Lo que ocurrió en Teuchitlán debe ser llamado como uno de los peores actos que como sociedad nos han ocurrido. Qué lejos nos pone de una idea de sociedad que seguimos compartiendo muchos, donde la violencia debe ser el instinto más controlable que tengamos. La violencia es biológicamente natural, pero debemos entender cómo moderarla y evitar que los conflictos lleguen a más. La información más valiosa que tenemos es que la violencia no es el único impulso que tenemos, ni el mejor, sino que tenemos instintos que juegan un papel fundamental como sociedades: la cooperación o la empatía.

No reforzar la violencia y sus conductas es vital como humanidad, si no es real que el hombre es lobo para el hombre es porque tenemos más caminos y Teuchitlán no es el destino ineludible del que no podamos escapar, sino debe ser el inicio de entender que como sociedad y humanidad no es lo que queremos muchas, pero muchas personas.

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