OPINIÓN
¿Es real el combate contra la corrupción por parte de AMLO?

Opinión, por Iván Arrazola //
El jueves 4 de agosto quedará marcado con un acto de pragmatismo puro, cuando se anuncia el resultado de la encuesta que el partido Morena realizó en el Estado de México que da por ganadora a Delfina Gómez, con lo que se convertirá en candidata a la gubernatura del Estado de México, aunque por el momento Gómez actuará como la coordinadora de los Comités de Defensa de la 4T, en los hechos será la abanderada de Morena a pesar de las evidencias de corrupción, en este espacio se discutirá hasta dónde el partido gobernante realmente ha luchado contra la corrupción durante el sexenio.
Se recordará como en los diferentes procesos electorales en los que participó Andrés Manuel López Obrador como candidato a la presidencia de la República, la principal bandera que enarboló fue la de la lucha contra la corrupción. Esta frase que puede sonar repetitiva fue la que mencionó sin cesar cuando en debates o entrevistas al candidato se le preguntaba cómo lograría el crecimiento económico o el cambio en México, su respuesta siempre fue acabando con la corrupción.
Hoy esas palabras parece que se las ha llevado el viento, la supuesta lucha contra la corrupción traería un ahorro al país por más de 500 mil millones de pesos anuales, tal ahorro si llegó no se ve reflejado en las finanzas públicas, ni en inversión, las dependencias públicas cada día recortan más su presupuesto a causa de la “pobreza franciscana”.
Muy pronto, prácticamente desde el inicio del sexenio el compromiso de combatir la corrupción fue cuestionable por parte del presidente, nombrar y mantener a personajes como Manuel Bartlett en un cargo como la Comisión Federal de Electricidad, parece una osadía del presidente, que a pesar de que se demostró que el hoy director de la CFE había ocultado parte de su riqueza al no incluirla en su declaración patrimonial, el presidente optó por mantenerlo en el cargo, aunque la Secretaría de la Función Pública realizó una investigación por su declaración patrimonial no encontró ninguna irregularidad, sorpresivamente 25 propiedades a nombre de prestanombres y familiares no eran evidencia suficiente para sancionar a Bartlett, no debe de extrañar, finalmente la SFP depende directamente del presidente.
La historia de Delfina Gómez es una historia de abuso de poder, como muchas de las que se han escrito en la historia política de México en los años recientes, nada diferente a todo lo que el presidente dice combatir y que lucha para erradicar. Entre 2013 y 2015 que Gómez fue presidente municipal de Texcoco, la alcaldesa obtuvo más de dos mil millones de pesos de la retención de salarios de trabajadores del ayuntamiento de Texcoco, ese dinero fue entregado a Morena para sus actividades electorales.
El TEPJF realizó una investigación y determinó que había responsabilidad de Gómez, Horacio Duarte, secretario del ayuntamiento y Alberto Martínez, hermano del hoy senador Higinio Martínez y uno de los líderes más importantes del oficialismo en el Estado de México, curiosamente los tres, Gómez, Duarte y el senador Martínez fueron los más votados en la elección interna.
El Tribunal determinó por este acto de corrupción que Morena se haría acreedor a una multa de 4 millones de pesos, castigo menor para un partido que desvió fondos de manera ilegal, lo que mínimo habría merecido la inhabilitación del partido. Cuando se anuncia la sanción el presidente fiel a su costumbre señaló que Gómez era víctima de una campaña, que era una mujer “honesta” y “digna” y lo es porque el presidente lo dice y su palabra vale más que las investigaciones y los delitos que se comprobaron que cometió no solo Gómez y la red de operadores y funcionarios en el Estado de México.
Con López Obrador se ha inaugurado una nueva etapa, donde la palabra del presidente es la que vale y la que determina quién es culpable y quién no lo es, siempre mirando al pasado para justificar las abominaciones del presente. Hoy para obtener una candidatura cuenta más la popularidad que los principios, que las trayectorias, que la honestidad.
López Obrador obsesionado con la historia, tendrá que cargar con episodios tan ominosos como esta nominación, que se entenderá no como parte de una transformación, se entenderán como parte de la complicidad entre personas que están dispuestas a seguir transando y seguir operando con la complacencia del poder presidencial, porque a final de cuentas conviene, se obtienen fondos para el partido y para la causa, se puede continuar con una transformación que no es para beneficio del pueblo, es para beneficio de una nueva casta política de lobos con piel de oveja.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos
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LAS NOTICIAS PRINCIPALES:
Crónica de una semana tensa en la UdeG: La rebelión estudiantil que desafía a la FEU
NACIONALES
Buscan cubrir a AMLO en actos de corrupción

– De Primera Mano, por Francisco Javier Ruiz Quirrín
UNA DE LAS evidencias de que el sistema político del México de nuestros días es parecido al PRI hegemónico de hace 50 años es el combate a la corrupción de acuerdo a intereses políticos del grupo en el poder, con una gran diferencia ahora: Los funcionarios de primer nivel son intocables.
No hubo un solo presidente de la república de aquel viejo PRI, que no impusiera su voluntad y enviara un mensaje a la clase política de que había un nuevo líder en Los Pinos. Las demostraciones incluían cárcel para figuras de alto nivel. Así, estuvieron tras las rejas el senador Jorge Díaz Serrano, director de PEMEX, con el presidente José López Portillo, varios gobernadores y hasta un hermano del presidente Carlos Salinas, Raúl.
A partir del año 2018, el hombre que tuvo como lema de campaña presidencial el ataque a la corrupción, Andrés Manuel López Obrador, en los hechos cubrió a los corruptos de primerísimo nivel.
Solo dos botones de muestra: Ignacio Ovalle Fernández, director de SEGALMEX, y Manuel Bartlett Díaz, director de la Comisión Federal de Electricidad. Aplicó la máxima de Benito Juárez: “A los amigos, perdón y gracia; a los enemigos, la ley a secas”.
Entre los enemigos actuó contra Emilio Lozoya, director de PEMEX con el presidente Peña Nieto, acusado de haber recibido sobornos de una empresa petrolera del Brasil, pero al final del día su gobierno acordó y el acusado está en casa.
El cinismo de AMLO incluyó su admisión de la existencia de corrupción en Segalmex, cuyo desfalco rebasó los 15 mil millones de pesos, pero justificó a Ovalle diciendo que este último “había sido engañado por sus subalternos”.
Increíble lo anterior, sobre todo para quien, durante una “mañanera” del año 2019, aseguraba que no hay persona mejor informada que el presidente de la república y que si había corrupción entre los funcionarios, “era porque el jefe, el presidente, estaba enterado”.
En los días que vivimos, el caso del “huachicol fiscal” operado por altos mandos de la Marina Armada de México nos pone sobre la mesa la enorme probabilidad de que no solo el general secretario del ramo con López Obrador, sino también este último, pudieran haber sido enterados y haber permitido el enorme peculado.
Imposible no reparar en las declaraciones del titular de la Fiscalía General de la República, Alejandro Gertz Manero, quien el pasado domingo declaró que Rafael Ojeda Durán, titular de la Marina en el sexenio obradorista, había denunciado “problemas” y que por ese motivo la Fiscalía General de la República se había adentrado en la investigación que hoy tiene por resultado la persecución de cuando menos 200 personas, entre militares, servidores públicos y empresarios.
Los hechos sobre tal ilícito empezaron a trascender a los altos mandos militares cuando Rubén Guerrero Alcántar, vicealmirante y exdirectivo de una aduana en Tamaulipas, redactó una carta que llegó a manos del general secretario Ojeda Durán, en la que señalaba directamente a Manuel Roberto y Fernando Farías Laguna, de encabezar una red de “huachicoleo fiscal”.
Los hermanos Farías, originarios de Guaymas, Sonora, son sobrinos de Ojeda Durán. Guerrero Alcántar fue asesinado el 8 de noviembre del 2024 en Manzanillo, Colima. El volcán de corrupción denunciado hizo erupción al descubrirse un buque con diez millones de litros de combustible introducido sin pagar impuestos en Tampico, Tamaulipas, el pasado mes de mayo, seguido de otros descubrimientos similares en Ensenada, Baja California, y el trascendido de que ese combustible había tocado la bahía de Guaymas en Sonora.
En sus declaraciones sobre el tema, Gertz Manero subrayó que cuando el general secretario Ojeda denunció “problemas en la Marina”, lo hizo en términos generales sin hacer referencia a sus sobrinos. A su lado, en esa conferencia de prensa del pasado domingo, el titular de seguridad pública, Omar García Harfuch, dijo que no se podía condenar a toda una institución por los errores cometidos por algunos de sus integrantes.
Horas después, en su “mañanera”, la presidenta Claudia Sheinbaum refrendó la defensa. Para el general exsecretario, recordando que lo importante era la investigación y, sobre todo, las pruebas para demostrar los dichos.
La lógica indica una posibilidad de involucrar a Rafael Ojeda Durán en el escándalo mayúsculo de los hermanos Farías Laguna y otros implicados; golpearía directamente la humanidad de López Obrador.
Es mucho más conveniente enviar el mensaje de ataque a la corrupción, aprehendiendo y enjuiciando a “peces menores”. Ahí se registra una diferencia con el pasado reciente.
Durante el sexenio 2018-2024 se cubrió la corrupción en vez de combatirla. En este sexenio de la presidenta Sheinbaum sí se está combatiendo la corrupción pero cuidando la imagen de quien ahora vive en Palenque.
Lo anterior significa la imposibilidad de señalar y encarcelar a un exsecretario en cualquiera de sus ramos.
Para el lado oficial, resultan muy lejanas y “casi en el olvido” aquellas palabras de AMLO en una de sus “mañaneras” del año 2019: “El presidente de México está enterado de todo lo que sucede y de las tranzas grandes que se llevan a cabo”.
JALISCO
¿Legalidad? pero sin integridad

– Opinión, por Gabriel Torres Espinoza
¿Por qué se critica tanto al Tribunal de Justicia Administrativa (TJA)? Porque se ha transformado en fábrica de sentencias “ajustadas a derecho”, ¡pero profundamente injustas! Asisten al ‘indebido proceso’ y ceden al “daño patrimonial” causado por los ‘desarrolladores’.
Los derechos colectivos —aire limpio, agua, movilidad, biodiversidad— se reducen a bienes menores, sacrificables en nombre de una supuesta certeza jurídica para el ‘inversionista’.
Lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos recordó es que tienen la obligación jurídica de prevenir, mitigar y remediar daños ambientales por su impacto directo en los derechos humanos.
Bajo esa luz, cada fallo del TJA que antepone la rentabilidad de un fraccionamiento sobre la preservación de un bosque o de un área natural protegida, no es solo un despropósito local, sino una violación a compromisos internacionales y a los derechos fundamentales de la ciudadanía.
La prensa ha documentado el incremento de litigios contra la planeación urbana, hasta el punto de que este Tribunal se tornó en el espacio donde los corruptores desfilan a desmontar planes de desarrollo, debilitando la ordenación del territorio con fachada de legalidad. Se trata de un tribunal que privilegia la letra procesal, sobre el sentido integral de la planeación. Lo que se produce es una ciudad fragmentada, desigual, en la que cada vez es más difícil trasladarse y vivir.
La responsabilidad social de este Tribunal es mayor, pues el TJA es la última instancia. Las decisiones que dicta son definitivas y obligatorias. Sus resoluciones no pueden recurrirse, y sus magistrados no rinden cuentas a nadie. Allí donde se concentra el poder de decidir el futuro urbano, se concentra también la tentación de la corrupción.
Por eso el TJA no solo refleja, sino que encarna hoy el mayor riesgo estructural para el derecho a la ciudad y al medio ambiente, porque cada vez que dicta una sentencia que habilita lo prohibido, que desprotege los recursos naturales, destruye algo más que territorio; destruye la confianza en la idea misma de justicia. Su propia legitimidad social.
Los jueces no deben limitarse a aplicar reglas, sino decidir con base en principios que aseguren el bien superior a la ciudad. La legalidad, sin integridad, degrada la justicia. Básicamente, porque transforma el tribunal en una coraza de impunidad.
En este órgano jurisdiccional, hemos visto cómo se ha vuelto norma la confusión entre legalidad procedimental y justicia, con resoluciones fundadas y motivadas en lo formal, pero que producen resultados injustos y muy lesivos para la sociedad.
Sentencias “apegadas a derecho” que, sin embargo, devastan áreas naturales, desmantelan planes urbanos, causan más colapso vial y profundizan la desigualdad. No perdamos de vista que esa sociedad, la que sufre las consecuencias, es justamente la que dotó a estos magistrados de su investidura, y a la que debieran rendir cuentas, a través de los poderes constituidos de Jalisco.
La diferencia entre un tribunal de justicia y uno de derecho se vuelve aquí fundamental. El primero busca armonizar la norma con el desarrollo sustentable de la ciudad; el segundo la aplica sin importar que destruya bosques, colapse vialidades o afecte a comunidades enteras.
El primero protege a la ciudad; el segundo protege contratos y escrituras privadas. El primero es garante de ciudadanía; el segundo, como en Jalisco, es agente de plusvalía y el principal agente corruptor contra el ordenamiento territorial.
A la luz de las actuaciones del TJA, surge hoy una pregunta colectiva, inevitable y perturbadora: ¿Cuál es la utilidad social de un tribunal del que debemos defendernos todos para poder preservar la ciudad? Si el órgano llamado a garantizar justicia es el principal mecanismo de despojo legalizado; si en lugar de proteger a la colectividad protege a los desarrolladores; si en vez de equilibrar el interés privado con el bien común se ha dedicado a corroerlo, entonces su existencia no responde al poder público, sino a los negocios que lo corrompen.
Un tribunal así no es garante de derechos, ni de justicia administrativa; sino una auténtica amenaza permanente contra ellos, misma que estaríamos obligados a enfrentar como sociedad, y desde el gobierno.